Recorte de El Universal del 12 de abril de 1936 donde aparece publicado este artículo de Rafael Caldera.

¿Vicepresidentes?

(Reformas constitucionales)

Al hablarse de las reformas constitucionales por hacerse, se ha asomado la tesis de que debemos volver al sistema de las Vicepresidencias.

Pero lo curioso del caso es que no ha aparecido un solo argumento de orden impersonal que dé motivo para la campaña en pro de su reinstalación.

¿Se han pasado los impulsores de la reforma por el significado, el significado real, del hecho de reintroducir cargos cuya supresión es una ventaja que, aún sin quererlo, nos legó la Dictadura?

Si no estoy errado, la institución de las Vicepresidencias ha sido un verdadero parásito social. Su reintroducción sería sencillamente dañina para nuestra vida política. Así me propongo demostrarlo en este artículo, analizando primero lo que serían las Vicepresidencias, considerando luego las ventajas de la situación legal actual.

Causas y consecuencias

Según entiendo, la única razón justificativa de la existencia de Vicepresidentes es la de que en caso de desaparición del Presidente ocupe la Primera Magistratura un ciudadano previamente escogido por el cuerpo representativo de la voluntad nacional.

Pero, – aparte de que el ciudadano que cuando se inaugura el período aparezca más apto para la suplencia, puede dejar de serlo, y de que después puede revelarse otro más adecuado -, cabe preguntar: ¿el Vicepresidente que será elegido (o los Vicepresidentes, según se quiera), será un amigo del Presidente o su compañero de partido, o estará en la oposición?

Si es un enemigo del Primer Magistrado, si pertenece a un partido de franca o de encubierta oposición, se entronizaría una situación imposible al frente de la vida nacional. El único oficio del presunto sustituto estaría en buscar la desaparición del otro; y no sería aventurado suponer que emplearía toda clase de medios para lograrlo.

Si, al contrario, fuere un amigo del titular o perteneciere a su mismo partido, como es lo más probable porque éste habría de tener en el Congreso mayoría, sería mucho más razonable pedirle su colaboración efectiva y responsable en los asuntos del Gobierno, que no su desocupación remunerada o a lo más su consejo irresponsable.

La institución del Vicepresidente equivaldría, en resumen, a colocar un vago cuyo sostenimiento sería onerosa carga para el Tesoro Público. Un vago que por sí o por su camarilla buscaría la desaparición del Presidente. Un vago que estaría dispuesto a apelar a todos los recursos para lograr que en el período siguiente se realizara su exaltación definitiva, a menos que se tratara de un inútil que fuere allí colocado meramente por satisfacer fórmulas. Las Vicepresidencias serían no sólo nuevas y lujosas sinecuras, sino fuentes de recomendaciones, causas de formación de círculos adulatorios, de partidos que necesariamente habrían de ser personalistas. Hasta en el régimen autocrático fue el Vicepresidente semilla de discordia dentro del medio familiar dinástico.

Negativo es por todos respectos el análisis que serenamente se haga sobre las Vicepresidencias. Sus consecuencias son en extremo graves. Sus causas, como se verá más abajo, no conducen necesariamente a establecerlas.

Contraste

El único móvil aparente que induce a establecer las Vicepresidencias es el de que el sustituto del Primer Magistrado sea escogido por el Congreso Nacional. Pero en el sistema actual, y sin la carga de las Vicepresidencias, acontece lo mismo. El Ministro que se haga cargo de la Presidencia por la falta absoluta del Jefe del Estado, está obligado a convocar inmediatamente las Cámaras para que provean. Estas podrán hacerlo así con conciencia mejor de las necesidades del país, con mejor estudio de las circunstancias del momento.

Entre los diez Ministros del Ejecutivo, necesariamente tiene que haber alguno que reúna condiciones para asumir en un momento y por pocos días la dirección de la vida nacional. No haberlo significaría elección presidencial recaída en un canalla o en un incompetente; pues de otro modo no se explicaría que el Primer Magistrado no acertara al menos en un 10% al elegir sus colaboradores. Si entre los diez Ministros del Despacho no existiere ninguno que pudiere por días desempeñar la Presidencia, podríamos afirmar sin error que tampoco serían aptos los Vicepresidentes: la Nación estaría enferma; y todo formalismo sería inútil.

Si el Presidente, por sentirse enfermo o por otra causa, hubiere dejado un Ministro encargado temporalmente de la dirección del Ejecutivo, sería lo más conforme a la normalidad que aquél continuara ejerciéndola accidentalmente mientras el Congreso proveyera el cargo.

Si no hubiere ningún Encargado al faltar el Jefe del Estado, mejor que nadie estará calificado el Gabinete para escoger de su seno el más idóneo para conjurar la crisis momentánea. En él debería haber espíritus elevados para la vida cívica, y también austeros caracteres para los momentos de peligro. Claro que hablo en el presupuesto de la normalidad de la vida política: pues en el caso de un retorno a la anormalidad, con Vicepresidentes o sin ellos el resultado estará únicamente en manos de las circunstancias o en la voluntad de un déspota.

Conclusión

Debería oírse sobre esta materia la voz de los hombres conscientes. Deberían conocerse respecto de ella las posiciones de la opinión del país. El Congreso ha de empezar ya a conocer el modo de pensar razonado de la colectividad sobre el punto, no porque esté constreñido a seguirse por él, sino porque indudablemente podrá orientarlo en los motivos que lo determinen a tomar su soberana resolución.

Por mi parte, torno a repetirlo, creo que sería funesta la reposición de los Vicepresidentes. Con ella tendríamos una pesada carga para nuestra vida política y económica; nos veríamos en la amenaza perpetua de los complots y las conspiraciones; regresaríamos con pujante intensidad a la etapa de los personalismos. El elegido, de no ser ya un individuo que por su sola significación represente un peligro para la estabilidad institucional, sería una persona que quizás prestaría eficiente colaboración en un cargo efectivo de la organización pública, sin servir de estorbo a sus conciudadanos.  Actualmente tenemos diez Vicepresidentes; pero no Vicepresidentes que van a a gobernar por todo el resto del período, sino sólo mientras provee la más alta representación de la voluntad de la Nación; no Vicepresidentes desocupados, sin más trabajo que aspirar y que urdir tramas contra su presunto sustituido, sino empleados efectivamente en laborar por el bien nacional; no Vicepresidentes predestinados, sino mudables al alcance de las necesidades determinadas por las circunstancias; no Vicepresidentes unipersonales ni personalistas, sino Vicepresidentes entre los cuales se puede escoger a un individuo ya práctico en el despacho de los asuntos gubernamentales, al tanto del desarrollo de la vida administrativa y política, y seleccionable con unas u otras cualidades según lo requieran las necesidades del momento.

Rafael Caldera R.