Recorte de El Universal del 2 de abril de 1936 donde aparece publicado este artículo de Rafael Caldera.

Ni dictadura ni anarquía: Libertad y Orden

(Lo que necesitamos)

Si hay actualmente tendencias de agitación en el país, como los últimos documentos políticos han manifestado, ellos deben servir de estímulo mayor al gobierno para no abandonar la senda de la legalidad.

En el cumplimiento de la Ley encontrará los mejores recursos para salvar la sociedad. Aquella ha tenido siempre como criterio el orden; porque sin orden la vida social es imposible y sin autoridad ningún grupo humano puede dejar de ser un conglomerado informe.

El Estado tiene como fin procurar a sus componentes el mayor bienestar. Según este principio, la libertad individual no debe restringirse sino en la medida imprescindible para la buena marcha del organismo social. ¿Cuál es, pues, el sostén, cuál el objeto de la libertad?  El bien del individuo. Ahora, si el bien del individuo es imposible sin la existencia de la sociedad, hay que razonar, contra los individualistas de otros siglos y contra los que anacrónicamente les sobreviven todavía, que la vida en sociedad es imposible sin reglamentar la libertad, y que al hacerse la sociedad imposible, el bienestar individual es nulo.

La reglamentación de la libertad es una consecuencia necesaria de la defensa de  la libertad. El socialista que pide la anulación del individuo ante al Estado, la rechaza. El individualista, y el que sin serlo defiende que en supremo análisis el Estado es para el bienestar de quienes lo componen, no puede menos que aceptar la limitación de la libertad dentro del orden, como algo indispensable para que la sociedad exista.

Por eso es por lo que las leyes, para salvaguardar a quienes a ellas se someten, se ven siempre forzadas a poner coto saludable al abuso de la libertad. A ellas debe acudirse para eliminar la anarquía, porque son los que las temen los únicos que no se atreven a invocarlas.

Derechos de la autoridad

El ciudadano tiene sus derechos; la autoridad, necesidad social, también tiene los suyos. Para proteger al ciudadano nació la sociedad; para conservar la sociedad hubo que constituir la autoridad. He aquí sencillamente por qué el gobierno tiene sus derechos; he aquí más aún, por qué está en la obligación de mantenerlos: porque son condición para la existencia de la sociedad y en consecuencia para la protección del individuo.

El gobierno que deja relajar sus derechos peca contra la sociedad. Cada persona que vive en sociedad y por la sociedad, tiene el derecho de exigirle que él haga respetar los suyos; porque una autoridad débil es un mal social, y el mal social necesariamente es mal del asociado.

Pidamos al gobierno, por lo tanto, que mantenga íntegramente sus derechos. Pero advirtámosle también constantemente, –como al nuevo Escipión–, que tiene vías legales para hacerlo. Si él dejara desprestigiar la autoridad, debería ser objeto de nuestra desconfianza. Porque de quien no sabe defender sus derechos no debe esperarse que no viole los derechos ajenos. Porque de mantener la autoridad dentro de la justicia y de la ley no puede derivarse sino el orden, y mientras haya orden podremos exigirle que respete las garantías del país y de la ciudadanía y particularmente el bien precioso de la libertad.

La víctima de siempre

Es muy fácil hacer agitación social. Generalmente hay más facilidad para lograr el mal que para realizar el bien. Ante un populacho enardecido lleva innegablemente la ventaja quien incite a la devastación, al saqueo y al pillaje, y no quien clame por el orden, por la serenidad.

En toda situación anormal dos posiciones extremas tratan de conquistar predominio. Tiranía, anarquía: lacras políticas, úlceras purulentas que consumen el cuerpo social. Únicamente la normalidad puede impedirlas; sólo una saludable combinación de autoridad y libertad puede evitar sus estragos. Es necesario oponer la mesura a los extremos. El abuso de autoridad es tiranía; el desenfreno de libertad es anarquía. En una serie de situaciones anormales atraviesa la sociedad sucesivamente las dos fases: una anarquía sucede a cada tiranía, una tiranía es el producto de cada anarquía. Milagros son las excepciones. El único remedio, hay que insistir, es la normalidad.

Cuando un cielo tranquilo comienza a desalojar los nubarrones de cualquiera de aquellos abusos, cuando el pueblo entero comienza a aborrecer los dos fenómenos contrarios, se empeña una guerra de astucia entre los que ponen su interés en las formas extremas. Los que buscan la tiranía porque de ella lucran bienestar personal, tratan de fomentar la anarquía para provocar una reacción; los que encuentran por todos los caminos que se produzca un tirano en su forma más cruel para solicitar en el sentimiento de los ciudadanos la violencia contraria.

La perjudicada de siempre no es otra que la patria, y en especial el pueblo. La patria, siempre maltratada y ofendida para el bien egoísta de unos y de otros. El pueblo humilde, esclavizado y expoliado por todos los tiranos, conducido inconscientemente a su perdición y a su ruina por todos los agitadores. Ellos son víctima obligada. La justicia, objeto de perpetuo escarnio.

El momento

El momento es propenso para tesis extremas. En crisis tan trascendental como la presente, necesariamente ha de haber instigadores que pretendan sembrar en la desorganización o en el establecimiento de otra dictadura la raíz de la anarquía, y expoliadores que busquen también en el desorden la determinante de una nueva tiranía. Alejamiento de todos los extremos es nuestra salvación. La exigencia de toda la Nación en esta hora, inquebrantable decisión en el Gobierno para mantener la autoridad, inquebrantable decisión en la ciudadanía para mantener la libertad, inquebrantable decisión en ambos para combinar los factores de modo que no pueda sufrir la colectividad.

El momento impone rechazar todas las soluciones violentas. Abuso en el Gobierno sería la dictadura o la puerta de la revolución. Debilidad en el Gobierno significaría el comienzo de la anarquía o el pretexto de otra tiranía. Si el Gobierno ataca los derechos del pueblo se convierte en tirano; si deja que se violen los suyos, establece una situación imposible que no tiene sino dos soluciones: el desorden, o la reacción tiránica determinada por ese estado anárquico en que a él cabría una gran dosis de responsabilidad. Venezuela reclama por tanto, un Gobierno: 1º., respetuoso de la Ley y la ciudadanía; 2º., respetado y capaz de hacerse respetar en sus legítimos derechos.

Rafael Caldera R.