Recorte de El Universal del 14 de marzo de 1936 donde aparece publicado este artículo de Rafael Caldera.

Ejército Apolítico

(Piedra básica)

Contar con un Ejército apolítico es la primera necesidad de nuestra patria. Un ejército desvinculado de toda lucha por la conquista del Poder Civil será la llave de la estabilidad de la nación. Mientras exista el temor de que nuestras instituciones armadas obedezcan al Presidente de la República – su jefe nato según nuestra Constitución – sólo por el prestigio personal que la individualidad de X o de Z infunde, mucho podremos hacer en el sentido de formar una opinión nacional, pero esta opinión nacional no podrá cobrar realidad práctica ante la amenaza perenne de las bayonetas. Desde que Venezuela cuente con la neutralidad de las armas en la vida civil, y únicamente desde entonces, podrán con paso firme los ciudadanos guiar a la nación a la prosperidad, y luchar libremente por la conquista de la opinión según el criterio que juzgue cada uno mejor.

En mi concepto, la significación histórica fundamental que al General López Contreras debe corresponder en la Historia Nacional, es precisamente ésta: la apolitización del Ejército. Por un lado, su prestigio militar ha mantenido la cohesión de las fuerzas armadas y le permite dar a éstas la orientación que quiera infundirles; por otro lado, el patriotismo deberá decidirlo a enderezar la conciencia militar hacia la seguridad de la Patria en vez de encaminarla hacia la suya propia.

Oficialidad profesional

Indudablemente ha de ser el Servicio Obligatorio efectivo uno de los principales factores de apolitización del Ejército, porque mediante él concurren venezolanos de todas las regiones y de todas las tendencias, sin más conexión que el amor a la Patria. Una, a formar parte de la Defensa Nacional. Pero el eje fundamental de la apolitización es la creación total de una oficialidad de escuela que por principio aparte su mirada de los cargos públicos. Que se persuada que su misión es servir a la Nación y no servir a un hombre, y de que el escalafón militar no tiene intimidad ninguna con el escalafón político.

El militar tiene que convencerse de que fuera del radio de los empleos civiles tiene una misión muy elevada que cumplir; porque el Ejército es como símbolo viviente de la Patria, es garantía de su existencia, de su integridad y de su decoro. El debe saber de modo categórico que el premio de sus méritos no puede consistir sino en honores y ascensos dentro de la carrera a que se ha dedicado y en el respeto de sus conciudadanos. El debe dignificar, en fin, esa profesión noble que por virtud de los personalismos ha llegado a merecer a veces la ojeriza nacional.

Factor del caudillismo

Desde la guerra de independencia, nuestra Historia desgraciadamente ha tenido por norte un rumbo opuesto. La aspiración más íntima de todo militar ha sido el cargo gubernamental, su mayor ambición, la Primera Magistratura Civil de la República. Este fenómeno, una de cuyas causas principales estuvo necesariamente en la guerra, nos ha habituado a considerar indispensable que rija los destinos nacionales el militar más digno, el más valiente o el más afortunado. De lo contrario, sería imposible la estabilidad; porque el Ejército, estrechamente unido a las vicisitudes de la cosa pública, se parcializaría para hacer gobernar el país por la mano del miembro más destacado de su seno.

En tales condiciones no se podía aspirar que un Magistrado producto del Ejército tratara de destruir el mal que a él lo encumbró. Al actual Presidente, de quien no obstante el apoyo de la opinión nacional podemos afirmar sin espejismos que su más firme baluarte es el Ejército, corresponde, por esa misma condición de soldado-ciudadano (de que por cierto se ha abusado en la literatura de los últimos días), la misión fundamental de evitar que la Historia se repita. El debe educar nuestro Ejército en la escuela de la Patria, con respecto al orden militar es incompatible con la de la política. El debe dotarnos de una oficialidad compenetrada de esta idea, para que en el futuro el Presidente de la República sea el ciudadano elegido por la voz nacional y no el distinguido con la confianza del Ejército. Si en el caso presente se ha dado la circunstancia feliz de que concurran las dos fuerzas, debemos aprovecharla para evitar que nunca más gobierne a Venezuela por haber conquistado el Ejército un mandatario indigno; desgracia que a la muerte de Gómez estuvo a punto de volver a darse como consecuencia de nuestra defectuosa constitución social.

Un peligro inminente

Desde la iniciación del actual régimen he creído la apolitización del Ejército, la desmilitarización de la política, la labor primordial encomendada al General López Contreras en esta transición que atravesamos. Una vez despejado el horizonte del peligro de las intervenciones armadas, yo creo que el resto de los ciudadanos podremos, sin esa espada de Damocles, proceder a realizar y orientar la vida nacional.

Pero en los días recientes se ha presentado un hecho que amenaza como un grave peligro. Me refiero a la designación de militares jóvenes, de oficiales de esencia de los que tan necesitadas se encuentran nuestras armas, para puestos políticos. Con esto se realizan dos males: despojar al Ejército de tales elementos, que sólo con su presencia pueden neutralizar el criterio dañino de la oficialidad formada con la vieja mentalidad personalista y que son garantía de la eficiencia técnica; y alimentar al mismo tiempo en los nombrados la afición a los destinos públicos.

Este nuevo fenómeno parece haber tenido como determinante histórica la aspiración de los pueblos a ser gobernados por hombres nuevos, porque esta racional aspiración colide con la necesidad de que no se ponga en manos de desconocidos el destino de la República. Y como en el régimen pasado todas las personas notadas se inficionaron en mayor o menor grado con las lacras que viciaron el ambiente político, no ha quedado otro recurso que llevar a los cargos a muchos elementos militares. Estos, a la vez que son ya conocidos, por su misma condición militar no tuvieron oportunidad de contagiarse en el manejo de la cosa pública.

El acontecimiento, por lo tanto, tiene en el momento una razón de ser. Pero no puede admitirse que el remedio tome características de definitivo, porque produciría males más graves que los que se han tratado de curar. Desaparecido el molde común del sistema autocrático, que asignaba una cualidad uniforme a todos sus cooperadores, comenzará ahora a procederse a una nueva calibración de los valores. De ésta surgirán los candidatos para el gobierno de los pueblos; y la presencia de los militares en manejos políticos dejará de ser indispensable y deberá cesar urgentemente.

Mediten nuestros militares con verdadero empeño en la delicada función que como tales les compete, observen los daños que una inmiscuencia suya en lo civil reporta a la Nación, para que se entreguen por entero al desempeño de su función propia y descarten total responsabilidad de injerencia en la cuestión política. Así, y sólo así, merecerán la gratitud de Venezuela.

Ejército apolítico, en resumen, es la más grave necesidad nuestra. La mejor oportunidad de realizarla ha sido deparada por un destino feliz al actual Presidente. Si cumple a cabalidad esta misión, sin apresuramiento como sin retrocesos, el veredicto de la Historia lo consagrará como un bienhechor de su país; si no la satisface, por sobre toda la obra legislativa que promueva, por sobre todo el programa de obras públicas que ejecute, tendrá que juzgársele desfavorablemente, porque ella es la responsabilidad esencial que las actuales circunstancias nacionales le han determinado.

Rafael Caldera R.