Recorte de El Universal del 22 de febrero de 1989 donde aparece publicado este artículo de Rafael Caldera.

Una ilusión de riqueza

Artículo para ALA, publicado en El Universal, el 22 de febrero de 1989.

En 1984, el Instituto de Estudios Superiores de Administración (IESA), bajo la dirección de Moisés Naim y Ramón Piñango, publicó un importante libro intitulado: «El caso Venezuela: ¿una ilusión de armonía?» ( libro que, por cierto, deberían releer hoy quienes se preocupan por el devenir inmediato). Comentando este libro, en una conferencia en el mismo instituto expresé que, tal vez, debía preparase otro volumen con este mote: «El caso Venezuela: una ilusión de riqueza». Pues, en verdad, hemos vivido desde 1974 con una ilusión de riqueza, que quince años han bastado para disipar.

Por una jugarreta del destino, le ha tocado al presidente Pérez, el mismo que en su primer gobierno habló de «administrar la abundancia con criterio de escasez», enfrentar duramente en su segundo período las consecuencias de no haberse aplicado efectivamente aquella regla. El año pasado estuve en Bolivia y fui recibido amablemente por el presidente Paz Estenssoro, ya por encima de los ochenta años, quien me explicó en forma amplia la situación de aquel país hermano. Pensé en lo que debe significar para él tener que desandar muchos pasos que dio hace treinta y cinco años como jefe de la revolución boliviana: privatizar empresas que él nacionalizó, enfrentar el sindicalismo laboral que le sirvió de apoyo. No es idéntico el caso de Carlos Andrés Pérez, pero no deja de tener semejanza: porque la angustiosa opresión de la deuda pública externa, los hábitos viciosos de consumismo y facilismo, las graves distorsiones que él ha denunciado en la economía del país tuvieron origen en su anterior gobierno, cuando Venezuela recibió, al establecerse un precio justo sobre su principal producto, un monto de divisas extranjeras que no habían previsto los futurólogos en los distintos escenarios que suponían para los años finales de este siglo.

La ilusión de riqueza era explicable. Hubo quien equiparara la situación con la de un modesto trabajador a quien de súbito le caía el premio mayor en un sorteo. No era exactamente lo mismo, porque el ascenso de los precios del petróleo, que habían estado congelados durante medio siglo, no fue obra del acaso sino de circunstancias en las cuales no se puede desconocer la política venezolana orientada a hacer que la OPEP tuviera conciencia de su responsabilidad y de su poder. Pero tampoco era igual, porque quien gana un premio en la lotería lo gana por una sola vez, mientras que el ingreso inesperado percibido por Venezuela no era para un solo año, sino para repetirse cada año.

Sin embargo, un somero análisis bastaba para calificar lo ilusorio de considerarnos muy ricos. Un país con un elevado porcentaje de marginalidad, donde centenares de miles de familias carecían de lo indispensable para una vida humana y decente, no podía alardear de riqueza mientras esa marginalidad subsistiera. Por otra parte, en términos del intercambio internacional, el ingreso per cápita, para cuyo cálculo se incluye a sectores dotados de medios de fortuna, no alcanzó nunca la cantidad que la seguridad social en los Estados Unidos estima en aquella nación como nivel de pobreza crítica.

No éramos, realmente, ricos; pero el petróleo nos ofrecía –y nos ofrece aún- recursos para el intercambio que serían suficientes si no hubiéramos contraído la agobiante carga del servicio de una cuantiosa deuda y si no hubiéramos subido el gasto corriente en forma tal que en quince años pasó el presupuesto nacional de 14.000 a casi 200.000 millones de bolívares. Si hubiéramos destinado una buena parte del producto petrolero a financiar las obras más importantes del desarrollo. Un cálculo elemental permite asegurar que podríamos haber destinado para la inversión en un quinquenio una suma del orden de los 20.000 millones de dólares, es decir, cercana a la deuda que ahora nos agobia. Corríjanse, si se quiere, las estimaciones; modifíquense, si se desea, las cantidades; de todos modos, el argumento queda en pie. A lo cual hay que añadir que mientras tanto, las reservas probadas de petróleo no disminuían, sino que aumentaban considerablemente y que la Faja Petrolífera del Orinoco asegura reservas, muy conservadoramente estimadas, para más de otro siglo.

Lo cierto es que ahora, cuando podríamos tener una economía equilibrada, nos encontramos en una situación que algunos consideran la más grave que el país ha enfrentado en mucho tiempo.  La expresión de Juan Pablo Pérez Alfonzo, que llamó al petróleo «excremento del Diablo», se recuerda con frecuencia. Y frente al callejón en que nos encontramos, resulta que los organismos crediticios transnacionales e internacionales nos exigen la adopción de medidas drásticas que pretenden corregir de un golpe lo que ellos consideran consecuencia exclusiva de una administración errada y que nos imponen, sin importarles el costo social, el deterioro de las condiciones de vida del pueblo.

Todos estamos conscientes de la gravedad de esos efectos. Los defensores de las medidas reconocen que ellas son graves, pero afirman que no hay más remedio que adoptarles, y que de no hacerlo ahora, después sería peor. Junto a las medidas de aplicación inmediata, todas muy severas, ofrecen paliativos de dudoso alcance e imaginan perspectivas que supuestamente al cabo de algunos años conducirían a una economía sana y activa. Un miembro del Gabinete Ejecutivo ha escrito: «Yo confieso que no estoy enteramente seguro de los resultados… Pero hasta donde alcanzo a entender lo que ocurre y las posibles salidas, creo que no hay más remedio que intentarlo con energía y audacia».

Dentro del análisis que algunos hacen, las reglas de una supuesta ortodoxia económica se consideran prioritarias y previas en el acontecer a las consideraciones de carácter social y humano. Ante este criterio debemos recordar que el preámbulo de la Constitución compromete a los venezolanos a «fomentar el desarrollo de la economía al servicio del hombre», dentro del propósito de «proteger y enaltecer el trabajo, amparar la dignidad humana, promover el bienestar general y la seguridad social» y «lograr la participación equitativa de todos en el disfrute de la riqueza, según los principios de la justicia social». Esa declaración está vigente.

No quiero recordar, porque sería exagerado, que el pueblo soviético repudia hoy el stalinismo, que lo sacrificó para crear una economía capaz de rivalizar con las potencias industriales de occidente. Pero tampoco se puede aceptar que se ponga, como ejemplo de lo que debemos hacer, a regímenes autoritarios, que han logrado equilibrar su balance y aumentar sus reservas, pero a costa de que la mayoría de la población sujeta a su férula viva peor.

Es necesario, pues, un esfuerzo para lograr que las penalidades impuestas al país por haberse dejado llevar por una ilusión de riqueza se aminoren hasta donde sea posible. Sí, como dice un proverbio chino muy invocado en algunos sectores, en vez de darle un pescado al que tiene hambre se lo debe enseñar a pescar, hay que observar que mientras aprende a pescar tiene que vivir y para ello es necesario que tenga que comer, a más de que hay que garantizarle acceso a las aguas pobladas de peces donde realmente pueda pescar. Y si, en el derecho privado, al deudor insolvente se le garantiza la inembargabilidad de una porción de sus ingresos, indispensable para sobrevivir con su familia, no se ve por qué esta regla no ha de aplicarse en la esfera pública. Además, los acreedores ya tienen sus previsiones tomadas para que esto no les cauce perjuicio demasiado fuerte.

Hay que insistir en que se cree una agencia internacional para el manejo de la deuda o se confíe esta tarea a uno de los organismos existentes, como la vía más conveniente para que los términos de pago sean llevaderos y no signifiquen un estrangulamiento de los pueblos cuyas consecuencias es difícil de prever. Para lograrlo es para lo que debe formarse un frente de deudores, a los cuales en los países acreedores no les faltaría apoyo, como se ha podido comprobar.