Bolívar: símbolo de una nueva hispanidad
Discurso en el acto de inauguración de la estatua ecuestre del Libertador Simón Bolívar en Sevilla, en presencia de los Reyes de España, el 11 de octubre de 1981.
«Es nuestra ambición ofrecer a los españoles una segunda patria, pero erguida, pero no abrumada de cadenas. Vendrán los españoles a recoger los dulces tributos de la virtud, del saber, de la industria: no vendrán a arrancar los de la fuerza». Esto escribió desde Bogotá, el 24 de enero de 1821, al Rey de España el Libertador Simón Bolívar,
La Batalla de Boyacá, librada el 7 de agosto de 1819, había abierto a Bolívar la capital del Nuevo Reino de Granada. En ella encontró abundantes recursos administrativos y de variada índole y su posesión le quitó definitivamente el tinte de guerrillero que habían querido achacarle hasta entonces y lo confirmó como un Jefe de Estado cuyo gobierno, de hecho, se reconocía. El 26 y 27 de noviembre de 1820 se firmaron en Trujillo los Tratados de Armisticio y de regularización de la guerra. El 27 del propio mes se abrazaron en el pueblo de Santa Ana el Libertador y el General Morillo, abrazo en torno al cual dijo el poeta Alejandro Carías:
¡Juntos desagraviaron los guerreros
al declinar su indómita bravura,
con los de Cristo, los hidalgos fueros,
y nos legaron como herencia pura
de españoles de indias y de iberos,
timbre de unión que en las edades dura!
Fue, no obstante, difícil, durante muchos años comprender a Bolívar en la madre patria. Aunque favoreció la independencia de los Estados Unidos frente a la corona británica, había sido reacia para conceder la que tenía que operarse en las tierras españolas de América.
El hecho que sirvió de fundamento a la gesta bolivariana fue la madurez alcanzada por nuestros países, mentís a la leyenda negra que quiso tiznar la obra realizada por España al otro lado del Atlántico. Bolívar, en la Declaración de Angostura, en 1818 habló de «la libertad e independencia que la naturaleza nos había concedido y que las leyes mismas de España, y los ejemplos de su historia, nos autorizaban a resolver por las armas». Y Andrés Bello expresó el mismo concepto en significativos versos, escritos en un aniversario de la independencia de Chile:
Cual águila caudal, no bien la pluma
juvenil ha vestido,
sufre impaciente la prisión estrecha de su materno nido,
y dócil al instinto vagoroso
que a elevarse atrevida
sobre la tierra, y a explorar los reinos
etéreos la convida,
Así el pecho sentiste, patria mía,
latir con denonados
brios de libertad, y te arrojaste
a más brillantes hados…
Simón Bolívar, el más insigne de los paladines del proceso glorioso de la Emancipación, fue un hombre cuya vida recuerda, en el heroísmo de sus hechos, el heroísmo que a través de largos siglos de lucha por reconquistar su propia tierra y por asentar en ella su propio gobierno se hizo consustancial en el modo de ser español. De él dijo Unamuno: «Su alma creó patrias y enriqueció el alma española, el alma eterna de la España inmortal, y de la humanidad con ella».
Nacido en Caracas el 24 de julio de 1783, fecha de la que se van a cumplir 200 años, casi en el pórtico del medio milenio del Descubrimiento, descendiente de hidalgos que dejaron huella en las vida colonial de Venezuela, fue uno de esos vástagos en cuya sangre se reunieron las más variadas aportaciones de los pueblos que viven en la Península Ibérica y que, por mandato de la Providencia, encontraron su definitiva fusión unitaria en América.
Porque es imposible olvidar que fue en América donde, con una sola lengua y en una sola sangre, se realizó la plena unidad de España, y que por algo permitió la Providencia que el año de 1492 fuera el mismo de la toma de Granada, que consolidó su unidad política y del Descubrimiento, que abrió paso a una nueva España, integrada en América. Sangre de vizcaínos y gallegos, de andaluces y canarios, de castellanos y extremeños y de muchos otros manantiales, reunieron sus caudales en las venas de Bolívar. Difícilmente habría podido encontrarse un caso análogo, en el mismo grado, dentro del ambiente peninsular.
En su personalidad y en sus gloriosas acciones, el Libertador fue muy español. Su coraje inaudito, el brillo luminoso de sus concepciones, la tenacidad invencible de sus empresas, lo identifican en tal forma que, sin dejar de ser telúricamente americano y de experimentar profundamente en su alma la fusión o mestizaje de todas las culturas que arraigaron en América o vinieron de América, su fisonomía puede ser reconocida sin dificultad por todo el que conozca cabalmente las características de la identidad hispánica. No es ocioso por tanto invocar nuevamente a Andrés Bello, cuya profunda sabiduría y diáfana claridad de expresión observaron en torno a la gesta de los libertadores: «El instinto de patria reveló su existencia a los pechos americanos, y reprodujo los prodigios de Numancia y Zaragoza. Los capitanes y las legiones veteranas de la Iberia trasatlántica fueron vencidos por los caudillos y los ejércitos improvisados de otra Iberia joven que, abjurando el nombre, conservaba el aliento indomable de la antigua en defensa de sus hogares». Esa Iberia joven, en nadie estuvo mejor representada que en Simón Bolívar.
Amó Bolívar intensamente a España en la persona de su única esposa, el amor más tierno de su vida, aquella dulce novia madrileña llamada María Teresa Rodríguez del Toro y Alayza, con quien contrajo matrimonio en Madrid, adolescente, casi niño, y cuya figura yacente, en mármol puro, esculpió con delicada forma el cincel del gran Victorio Macho para la Catedral de Caracas. El esfuerzo que hizo, después de las trágicas jornadas de la Guerra a Muerte, por restablecer los vínculos irrenunciables del afecto que lo inclinaban hacia España, no respondía a una actitud postiza, inspirada por meras motivaciones políticas, sino a una expansión de sus genuinos sentimientos. No hay por qué no abonar plena sinceridad a aquella frase dirigida a Morillo, en carta escrita después del abrazo de Santa Ana: «El monumento consagrado a nuestra reconciliación merecía ser tallado sobre una mole de diamantes, pero está construido en nuestros corazones».
Idea a la que corresponde este deseo, manifestado en correspondencia al gran patricio de nuestra Independencia, Juan Germán Roscio: «… de los españoles libres debemos esperarlo todo, como debimos temerlo todo cuando eran serviles. Las preferencias para admitirles de ciudadanos en Colombia, manifiestan nuestra buena fe, nuestra reconciliación sincera y una generosidad que nos honra y que procurará a la República infinitos brazos útiles, hombres buenos y honrados que, hablando el mismo idioma y teniendo nuestros mismos usos, tendrán menos dificultades para establecerse entre nosotros y para amarnos» (22 de diciembre de 1820).
La guerra en verdad había sido cruenta. «Para vencer a los españoles –dijo el mismo Bolívar– es preciso ser de acero». No lo fueron en menor grado las numerosas contiendas que llenan de dolor, al mismo tiempo que de pruebas de abnegación y valentía, la historia de la gloriosa y martirizada España. Pero la pureza del ideal y la nobleza del espíritu dispuesto a la reconciliación lavan las manchas que el furor pudo crear en un momento dado sobre cualquiera de las circunstancias de la accidentada coyuntura. Puro fue el ideal de Bolívar y amplia su disposición a reconocer los méritos del adversario y a abrazarse con él; como también fue grandiosa su concepción del Nuevo Mundo que se había empeñado en libertar.
El 3 de noviembre de 1820 dijo: «La paz es nuestro más ardiente voto». Al asegurar en Carabobo la independencia de Venezuela, con lo que la Gran Colombia quedó consolidada, (en cuya fecha Sesquicentenaria, el 24 de junio de 1971, celebramos un brillante desfile en el propio campo de batalla, y los más aplaudidos fueron los cadetes españoles) escribió al General Don Miguel de la Torre, expresándole el deseo de «anticipar a este país los dulces bienes de la deseada paz».
Y al Coronel español José Pereira dijo: «La guerra ha mudado de aspecto: no estamos en el caso de elegir una muerte desesperada cuando puede conservarse una vida honrosa y ahorrar sangre inocente. Yo, pues, ratifico a V.S., de nuevo, mis disposiciones para oírlo y acordarle una capitulación honorífica. Ni V.S. ni sus tropas tienen que temer deponiendo las armas. Seré liberal, y tendré particular satisfacción en manifestar a V.S. cuánto aprecio hago del mérito aunque sea mi enemigo».
¿No se captan aquí, en un grado muy alto, las emanaciones de los mejores episodios del espíritu español en medio de las más ásperas contiendas? Esa generosidad ha sido reciprocada desde España, que se siente orgullosa de Bolívar, a quien Eduardo Ortega y Gasset calificó como «el estadista más grande de América» y «de los más eminentes de la Historia Universal».
Ver a Bolívar en Sevilla, cabalgando en bronce heroico, entregado a un interminable recorrer este suelo impregnado de grandeza, bajo este tibio cielo que se abrió en un deshojarse de horizontes para que se vertiera la proeza española sobre Latinoamérica, hermana más los corazones y compromete más las voluntades. Viene a Sevilla cuando acaban de celebrarse cincuenta años de la grandiosa Exposición Iberoamericana que simbolizó la variedad y unidad de nuestros pueblos. Aquí, cerca de la Giralda y del Archivo de Indias, el más rico documental del mundo sobre los orígenes de las nuevas patrias hispanoamericanas, junto al Parque de María Luisa, inmortalizado por exquisitos versos que popularizó en todos nuestros ambientes el inimitable José González Marín, sentimos que Bolívar monta su guardia vigilante sobre los tesoros del alma española, entre los cuales el más rico y auténtico es el tesoro de la libertad.
Desde aquí Bolívar, en bronce, oteará el paso rumoroso del prodigioso río:
«Uad-el-Kebir del beso, del jazmín y del nardo –como lo cantara Ferreras–
Porque eres río de nuestras vidas
Y perfumas el seno más fecundo de España».
Está Bolívar en Sevilla y es día de fiesta en nuestras almas. Es día de fiesta, porque se realizaron los afanes que pusimos durante varios años para que aquí llegara él, apoyados en el afán solícito del familiar Bolívar Usobiaga que con afecto entrañable representa los intereses de Venezuela y estimulados por la fraterna acogida del Ayuntamiento Sevillano, y en especial de sus diversos alcaldes, representados dignamente hoy por don Luis Uruñuela. Día de fiesta, porque en esta inolvidable solemnidad ha venido a darle el prestigio de su Majestad el Rey de España. Don Juan Carlos I, quien cada día se gana mayor respeto y simpatía, no sólo del pueblo español sino de los pueblos latinoamericanos, por su decidida actitud en defensa y respaldo de la democracia; y Su Majestad la Reina, Doña Sofía, cuya asistencia a esta ceremonia es tan honrosa y grata.
Y resulta especialmente significativo y elocuente el que esta solemne inauguración se realice en la víspera de un doce de octubre, fecha inseparable de la gloria de España y del origen y destino de nuestros pueblos, consagrado por el Rey, como Fiesta Nacional. El 12 de octubre ha tenido nombres diferentes. Los norteamericanos lo llaman, simplemente, «Día del Descubrimiento» por el hecho memorable de cuya realización están por cumplirse ya quinientos años o Día de Colón, para recordar al Descubridor. «Día de la Raza» lo llamaron en nuestros países durante mucho tiempo.
–¿Qué raza?, se preguntaron muchos. –La raza ecuménica moldeada por España en América, en cuya etnia se fundieron todos los pueblos y todas las culturas del mundo, respondieron otros. –La raza cósmica, inspirada en muy altos valores, de la cual afirmó José de Vasconcelos: «por mi raza hablará el espíritu». Esa raza mestiza, acerca de cuya composición dijera en un aniversario Laureano Vallenilla Lanz, el académico, que se trata de un noble mestizaje que él comparó con el «café con leche»: «unos con más café y otros con más leche».
Día singular, el 12 de octubre, cuya protección es tan extensa, que mis queridos indios goajiros del Golfo de Venezuela, de Sinamaica y de Ziruma, lo celebran como su propio día, sin importarles que les digan que esa fecha precisamente es la que conmemora la llegada de los europeos al suelo americano.
Día de la Virgen del Pilar, gloriosa Capitana de la lucha española por la Independencia, día cargado de simbolismo que, sin que pueda atárselo a los errores que se cometieron en ese nombre, no es posible no reconocerlo como verdadero «Día de la Hispanidad». De la Hispanidad entendida en lo que tiene de más característico, a saber el amor irrefrenable a la libertad y el odio implacable, de que hablaba Bello a toda dominación extranjera. De la Hispanidad sin restricciones, que comprende necesariamente a los pueblos de habla portuguesa, y en especial, el Brasil, cuya raíz histórica es la misma y tiene mucho en común en el modo de ser, como lo afirmara recientemente, recogiendo la mejor tradición lusitana, Gilberto Freyre, quien en su obra «O brasileiro entre os outros hispanos», dice: «Somos un desarrollo hispánico en América». Y recuerda que lo es, precisamente, «porque ser portugués es ser hispánico, sin ser, claro está, español o castellano».
La hispanidad no puede ser afirmación de predominio. El Rey Juan Carlos tuvo un gran acierto, en su primer Mensaje de la Corona, en el acto solemne de su juramento y proclamación, cuando definió a España como «el núcleo originario de una gran familia de pueblos hermanos». Proclamar la hermandad, en efecto, no es ignorar ni desconocer la cualidad del núcleo originario, cuya maternidad dio origen (Salve, sangre de Hispania fecunda, que dijera Rubén) no sólo a las mestizas patrias trasatlánticas, sino a la nueva patria peninsular, vinculo providencial entre Europa y América, cada vez más querida, en cuanto se desvanecen absurdos sueños de predominio y se siente más operante y cálido el propósito de cooperación en plano decoroso de igualdad.
La Hispanidad ha de ser, en efecto, una vinculación espiritual de hermanos. Hermanos iguales en rango y en derechos, libres en la orientación de su conducta, soberanos en la determinación del propio destino de cada uno. Ha de ser una expresión del común creer en valores que se hallan por sobre la materia, una reafirmación del común compromiso de contribuir a la paz, a la libertad y a la solidaridad entre todas las naciones. Bolívar, libertador de pueblos, es símbolo de esa concepción de la hispanidad, que, aunque es la más conforme con los fundamentos que la definieron a través de los siglos, podríamos considerarla hoy, por circunstancias de todos conocidas, como una nueva hispanidad. Por lo demás, la presencia aquí de Bolívar es compromiso de amistad solidaria entre España y Venezuela.
Porque lo creo así, me llena de orgullo y de satisfacción entregar, en nombre del Gobierno de Venezuela, a la prócera y noble ciudad de Sevilla, que tanto significa para nosotros, los que vivimos en el mundo de Colón, la estatua donde Simón Bolívar, como lo ha concebido el artista español Emilio Laíz Campos, cabalga con ímpetu, pero a la vez extiende hacia el pueblo andaluz sus brazos en señal de paz y de amistad fraterna, ofreciendo a los españoles esa segunda patria de que hablara en 1821. Y me llena de orgullo hacerlo, ante la presencia solemnizadora del Rey, y de muy eminentes personalidades de nuestras tierras, en la fecha de hoy, víspera del 12 de octubre, ya que Bolívar fue admirador sincero y decidido defensor de la gloria de Cristóbal Colón, cuyo nombre decidió perpetuar otorgándolo a la más grande nación que concibió su genio y delineó su espada y sobrevive hoy disuelta aquella, en una de sus partes integrantes que antes se conoció como el Nuevo Reino de Granada.
En esta coyuntura histórica, el Libertador es mejor comprendido y más fácilmente querido por la España actual. Y la Hispanidad, considero, será mejor entendida y aceptada por todos, más decididamente enaltecida, cuando se le señala por símbolo a un creador de pueblos libres, moldeados con el barro hispánico, fundidos en el crisol de una humanidad abierta al intercambio, en todas las direcciones, hacia todas las razas y culturas.
Estimula el que todas las gentes de raíz hispánica consideren que el Día de la Hispanidad, que conmemora el momento en que se ató el lazo indisoluble que une a nuestra familia de naciones, tiene su mejor expresión en un manojo de pueblos libres, convertidos en Estados soberanos por la proeza épica de una pléyade de personalidades, entre las cuales sobresale Simón Bolívar, el Libertador.