Conferencia Rafael Caldera en La Haya.

Folleto en inglés con la conferencia ofrecida por Rafael Caldera.

Fundamentos jurídicos del Nuevo Orden Internacional

Conferencia inaugural del Curso internacional de Juristas, para la cual fue designado por la Academia de Derecho Internacional. La conferencia se realizó en el Palacio de la Paz en La Haya, Holanda, donde el conferencista develara el busto de Andrés Bello en 1981, con motivo del bicentenario de su nacimiento.

El presidente de la Academia y miembro de la Corte Internacional de Justicia, Dr. Rogerto Ago, de Italia, en sus palabras de presentación, hizo referencia al discurso que el Dr. Caldera pronunció en el encuentro internacional realizado en Roma, el 3 de julio del mismo año: «El diálogo como fundamento universal de la paz».

La conferencia fue realizada en inglés el 8 de julio de 1986.

 

Es muy honrosa para mí la invitación que se me ha formulado para abrir el ciclo de conferencias de este año en el seno de un Organismo de tan alta calidad científica y jurídica, como lo es la Academia de Derecho Internacional.

Aquí, en este Palacio de la Paz, bajo la sombra tutelar de Hugo Grosio y del venezolano Andrés Bello, quiero desarrollar un tema al que he venido dedicando muchas y constantes preocupaciones: el tema de la Justicia Social Internacional. Aquí mismo, en La Haya, hablé hace algunos años sobre la idea de la Justicia Social Internacional.

Para llegar a él, en esta circunstancia, voy a comenzar por afirmar que todos estamos de acuerdo en lo indispensable de un nuevo orden internacional. Debería tal vez decir «un nuevo orden económico internacional», desde luego que los problemas de las economías de los distintos pueblos y de la economía mundial son el elemento más urgente, más exigente, podríamos decir, para que se establezca ese nuevo orden. Sin embargo, he preferido hablar del «Nuevo Orden Internacional» porque (muchas veces lo comenté con un brillante jurista y apasionado apóstol de la justicia y de la paz, quien fue mi insigne colaborador en las tareas del gobierno y trágicamente desapareció en los principios del corriente año: Arístides Calvani) un nuevo orden internacional se necesita, no sólo en el aspecto de las relaciones económicas sino en el de las relaciones jurídicas y políticas, que están reclamando todos los días un cambio de estructuras para fortalecer la institucionalidad en el seno de las comunidades.

Se ha sostenido en innumerables reuniones estupendos planteamientos; se ha demostrado hasta la saciedad la necesidad de ese nuevo orden internacional; pero, en general, como es comprensible, esa afirmación se ha basado en razones de tipo político, de alta política, inspiradas por la necesidad y la conveniencia de los pueblos, pero no en argumentos de carácter jurídico.

Se requiere la paz, se reconoce que la paz, como dijo un ilustre Pontífice, es obra de la justicia; se admite que las relaciones existentes entre las naciones y grupos no promueven necesariamente la paz, sino que con frecuencia suscitan conflictos que hacen más difíciles la amistad y la cooperación entre los pueblos. Pero, hablando en el seno de una organización de tipo jurídico, debería ser fácil y hasta una consecuencia sencilla de una posición profesional, la de reclamar que ese Nuevo Orden al que se aspira tenga una fundamentación jurídica, acorde con los altos valores filosóficos y éticos que inspiran al mundo cristiano y que a través del mismo han sido recibidos como un sustrato de inspiraciones ideales por la generalidad de los pueblos.

La idea de la justicia social, sin duda, ha sido una de las grandes conquistas del hombre en los tiempos modernos. A partir de la revolución industrial, cuando la situación en que se encontraba la mayoría de los hombres, que vive de su trabajo y que aporta su esfuerzo en el aspecto humano al proceso de la producción, se fue haciendo más y más crítica, fueron apareciendo nuevas normas jurídicas, difíciles de fundamentar en la tradicional justicia conmutativa, en la sola libertad contractual, en la formal voluntad de las partes, y tenía que encontrar raíces más profundas para justificar obligaciones que la tradición de un derecho igualitario y egoísta no consideraba procedente. Así, por ejemplo, la obligación del empresario de reparar infortunios del trabajo, ocurridos sin culpa de nada y a veces de la propia víctima.

Surge entonces la justicia social, sobre la cual se han escrito infinidad de volúmenes, se han formulado numerosas teorías para explicarla, para fundamentarla y para definirla. Yo no quiero entrar en el terreno de las disquisiciones filosóficas. Me basta pensar que la justicia social es aquella que tiene por sujeto a la comunidad y que tiene por objetivo el bien común; pero «en la justicia social siempre hay que tener como telón de fondo al bien común, como principio ordenador de los valores, bienes, servicios y oportunidades al todo social o comunidad y a cada uno de sus miembros por el lugar que ocupa en la comunidad»  [1].  Países de occidente y de oriente, estados sometidos a los más variados regímenes, están hoy plenamente dispuestos a buscar en la elaboración de sus preceptos jurídicos la orientación de la justicia social; acatan y proclaman la justicia social. No es sólo el Derecho del Trabajo, hijo primogénito de la idea de la justicia social y el representante más calificado de la corriente del Derecho Social en todas las naciones; son muchas otras ramas jurídicas que tratan de defender al débil contra el fuerte, de imponer al que más tiene mayores obligaciones, en vez de reconocerle mayores derechos, de regir situaciones en las cuales la mera libertad de contratación entre las partes podría significar el desconocimiento de los derechos inherentes a la persona del más débil en aras del que posee mayor poder.

Pues bien, yo veo con absoluta sencillez la idea de que esta noción de justicia social, aceptada en el Derecho interno en todos los países, debe ser acatada en el campo de las relaciones internacionales. No se trata, como en muchas ocasiones se ha explicado, simplemente de celebrar tratados y convenios internacionales entre distintos países para que ciertas formas de protección puedan extenderse, bien a los nacionales de los respectivos países, bien a los que por distintas circunstancias trabajen, permanente o temporalmente, en países que no son los de su nacionalidad originaria o de su residencia. Se trata de algo de mayor dimensión, de mayor profundidad, de mayor amplitud. Se trata de que las relaciones entre los países miembros de la comunidad internacional se rijan por deberes y obligaciones derivados de la propia existencia de la comunidad internacional.

Para mí, el silogismo es muy simple: si existe la comunidad internacional, ella tiene derecho a exigir de los estados que la integran, todo aquello que sea necesario para asegurar el bien de la comunidad misma, la cual reclama establecer condiciones que permitan y aseguren a todos la capacidad de realizar sus programas de desarrollo con la finalidad de asegurar a sus pobladores la posibilidad cierta de una vida realmente humana.

Esta tesis la he sostenido durante cuarenta años en los más variados ambientes. He pronunciado conferencias acerca de ella en numerosas universidades y en varias instituciones de todos los continentes. He promovido, en el ejercicio del gobierno, su inclusión en la Carta de Derechos Sociales de las Naciones Unidas, aunque no me satisface la débil referencia que en ella quedó hecha. He tomado la iniciativa de incluirla en las declaraciones bilaterales que tuve ocasión de formular con otros Jefes de Estado de distintos continentes. Sin embargo, tengo la impresión de que falta mucho todavía por lograr, no sólo en el sentido de que se haga efectivo el reconocimiento de la justicia social en las relaciones económicas y políticas entre los Estados, sino porque no ha llegado todavía a establecerse con suficiente claridad la aceptación de este valor ético y jurídico y su indispensable reconocimiento en el Derecho Internacional moderno.

El Dr. Juan Carlos Puig, en su importante obra «Doctrinas Internacionales y Autonomía Latinoamericana» [2] , comenta esta tesis en forma que encuentro sumamente interesante, al darle notoria relevancia. Dice así:

Justicia Social Internacional. A partir de 1948, Rafael Caldera ha expuesto y defendido la tesis de la Justicia Social Internacional. En ese año y a su iniciativa, en el programa del Partido Socialcristiano COPEI, de Venezuela, se inscribió este punto: “Política Económica Internacional basada en los principios de la cooperación, del libre acceso de todos los pueblos a las fuentes de la riqueza y a la libertad de los mares, y de la aplicación de los principios de la justicia social, que implican la defensa del más débil, en el campo de las relaciones internacionales”. Luego, en conferencias, discursos, títulos y libros, el jurista venezolano desarrolló esta idea según la cual el bien común de la humanidad exige que cada nación cuente con lo necesario para el cumplimiento del objetivo básico de la solidaridad social, o sea, la posibilidad de vivir en paz y de lograr la convivencia y el perfeccionamiento de los individuos que forman la población de los respectivos Estados

Por eso afirma que, de la misma forma como, dentro del Estado, el Derecho –especialmente el Derecho Laboral– ha abandonado progresivamente el concepto de una justicia igualitaria para amparar normativamente a quienes por diversas razones se encuentran en posiciones desventajosas, así también es imprescindible que en el campo del Derecho Internacional se abandone el enfoque individualista derivado del viejo Derecho Privado: ‘la antigua idea de justicia, interindividual e igualitaria, no daba suficiente reconocimiento a la existencia de la sociedad con un ente real que tiene derecho a todo lo necesario para su existencia y perfeccionamiento, compuesta, a su vez, de personas, cada una de las cuales tiene derecho a reclamar de la sociedad las condiciones necesarias para lograr mediante su trabajo una existencia humana y digna. Trasládese este panorama al ámbito de la comunidad internacional, cuyos integrantes son los pueblos, y obsérvese que el actual Derecho Internacional aplica una concepción de justicia similar a la de la justicia interindividual, teóricamente igualitaria y esencialmente inorgánica. Si la comunidad internacional existe –como lo creemos y como a diario se proclama en incontables documentos–, ella tiene derecho a exigir de sus miembros todo lo necesario para asegurar su existencia y perfeccionamiento, y sus miembros –es decir, los pueblos– tienen derecho a reclamarle las condiciones indispensables para asegurarse una vida humana y digna’.

De acuerdo con este contenido, es posible para Caldera enjuiciar el orden internacional, lo que no es factible en los internacionalistas adscritos al jusnaturalismo formalista. Expresa así que la asistencia económica internacional no constituye un simple acto de benevolencia, sino el cumplimiento de un deber; que, debido a ello, no es correcto pretender condicionar el otorgamiento de la ayuda a la concesión de determinadas ventajas por parte de sus recipiendarios; que los tratados económicos internacionales deben contemplar condiciones que favorezcan la industrialización y el desarrollo de los países atrasados, antes que la instauración de mercados cautivos; que los precios de las materias primas deben asegurar estabilidad de una vida digna a las poblaciones de los países que las producen; que debe promoverse la unión de los Estados más débiles frente a los poderosos.[3]

Estoy citando el libro del Dr. Juan Carlos Puig porque considero que el autor ofrece, en un tratado sistemático sobre las doctrinas internacionales, una ubicación muy honrosa para la tesis que sustento. El mismo afirma:

Una percepción trialista aclara perfectamente el panorama, sobre todo cuando se integran en un sentido dike-lógico funcionalmente adaptado a las expectativas de una dramática transición hacia formas más justas de convivencia. En este sentido, la doctrina de Rafael Caldera acerca de la justicia social internacional, plena de contenido, contribuye a afirmar y comprender la realidad de la primacía internacional. Al destacar el papel de la justicia como categoría planetaria, postula ineludiblemente la subordinación del bien común individual de los Estados al bien común universal. No puede haber una justicia ‘internacional’ y una justicia ‘interna’; tampoco una de los ‘Estados poderosos’ y otra de los ‘Estados débiles’. La justicia, como valor natural y absoluto, se impone por igual a débiles y poderosos, y ningún Estado puede realizarse sin que al mismo tiempo se realice la comunidad planetaria a la que pertenece y a la que, en resumidas cuentas, está integrado. De ahí que el Derecho del Estado que enfoca ‘lo’ internacional, deba ajustarse al Derecho Internacional y no viceversa.[4]

El Instituto Internacional «Jacques Maritain» dedicó un importante Seminario Internacional, el año de 1983, al tema de la justicia social internacional. Por cierto, en dicho seminario, el profesor Luis Sabourin, ex presidente del Centro de Desarrollo de la UCD, profesor de la Universidad de Quebec y de la Universidad de París, hacía en su conclusión una observación que viene a enlazarse con la que presenté al comienzo de esta conferencia. Dijo así:

Creo que la justicia social no se basa exclusivamente en una redistribución de la riqueza económica en el plano internacional y nacional. Ella debe encontrarse también en la creación de bienes, tanto materiales como intelectuales, en cualquier lugar del mundo; en la actualidad el saber y la cultura son las empresas que han alcanzado el empuje más vasto, teóricamente carecen de límites y fronteras. A menudo me formulo la siguiente pregunta: con el saber y los recursos que hemos logrado en el planeta, ¿no nos será ya posible emplear nuestro tiempo y nuestros bienes en actividades y programas que propicien el progreso y la paz, y disminuir los recursos que ahora se destinan a los armamentos y las guerras? Es evidente que a medida que el planeta se va encogiendo, resaltan las desigualdades y los desequilibrios. Las oportunidades que se nos ofrecen para establecer comparaciones entre los pueblos, los Estados y los hombres, no dejan de crear tanto esperanzas como frustraciones. Todos queremos libertad, salud, comodidades y educación. ¿Cómo podríamos hacer para alcanzar de manera pacífica y a escala mundial un desarrollo más equitativo y mejor balanceado y que conjugara a la vez un sistema administrativo vigoroso y armónico? He aquí los principales desafíos que nos propone la década actual.[5]

Vale decir, que no sólo se debe hablar de un nuevo orden internacional sin restringirlo exclusivamente al orden económico, sino que también la justicia social ha de ser el fundamento jurídico de ese nuevo orden internacional, en las variadas manifestaciones de la conducta humana. En el mismo sentido formuló sesudas observaciones el profesor Charles Dechert, de la Universidad Católica de América, y proclamaron claros objetivos el uruguayo Juan Pablo Terra y el chileno Claudio Huepe.

Rafael Caldera y Oscar Sambrano Urdaneta, 1981.

Inauguración de busto de Andrés Bello en 1981.

Me doy perfecta cuenta de que al plantear la necesidad de incorporar las normas de la justicia social a las relaciones internacionales, es decir, entre los estados o grupos de estados, se plantea la pregunta de cómo pueden armonizarse la tesis de la igualdad absoluta de todos los estados con la de las diferentes obligaciones derivadas de mayor riqueza o mayor poder. Creo que la respuesta es fácil: hay una igualdad jurídica, que debe asegurarse en el plano de la dignidad y de la autonomía soberana de cada Estado para regirse internamente y para conducirse en el plano continental y universal; pero en cuanto a las relaciones variadísimas que surgen por el imperativo cada vez más existente de la interdependencia entre las diversas naciones, cada una de ellas debe reconocerse obligada a realizar de su parte lo que le concierne para facilitar a todos el alcanzar sus propias metas de desarrollo y de esta manera hacer visible y sólida la existencia de la misma comunidad internacional.

El ilustre jurista brasileiro Antonio Ferreira Cesarino Junior, fundador y varias veces presidente de la Sociedad Internacional de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, al aplicar su concepto del Derecho Social, acuñó un término, el de «hiposuficiencia», respecto al cual dijo lo siguiente: «Si no fuera por el temor de introducir muchos neologismos, sobre todo contaminados de hibridismo, los llamaríamos (a los económicamente débiles) hiposuficientes».  Es sumamente interesante observar que el propio Cesarino, cuando desarrolla su concepto del Derecho Internacional Social, dice lo siguiente: «Hoy se puede hablar perfectamente de un Derecho Internacional Social, que regula las relaciones entre los Estados hiposuficientes y los Estados autosuficientes, teniendo en vista, sobre todo, el célebre punto cuarto del programa del presidente Truman de apoyo a las naciones menos favorecidas. En el mismo sentido y anteriormente a esta declaración presidencial –continúa–, nuestro recordado y eminente economista Roberto Simonsen se había batido por un Derecho Internacional Social  [6]. Es menester –agrega– no confundir este Derecho Internacional Social con el Derecho Social Internacional, que regula los aspectos internacionales del Derecho Social restringido». [7]

El orden jurídico es dinámico. La realidad social se transforma vertiginosamente. Se ha dicho y se repite que las instituciones sociales han marchado con retraso ante el avance espectacular de la ciencia y la tecnología. No obstante, considero que la ciencia jurídica está en constante perfeccionamiento, cambia radicalmente de acuerdo con las nuevas circunstancias a las que tiene que regir, pero al mismo tiempo mantiene su esencia, derivada de la identidad de la naturaleza humana en todos los hombres, en todos los climas y en todos los tiempos, y se identifica o mejor dicho se relaciona tan estrechamente con la justicia, que para unos la justicia es el fundamento del Derecho, en tanto que para otros el Derecho marcha incesantemente hacia la realización de la justicia.

El Derecho Internacional es quizás una de las ramas jurídicas que demanda una mayor transformación, ya que la realidad internacional existente es fundamentalmente diferente de la que existiera en la antigüedad clásica, en la Edad Media y hasta en lo que se ha llamado los tiempos modernos. Abolido el derecho de conquista, establecido el reconocimiento de la soberanía e independencia jurídica de cada pueblo, sentadas las bases para la abolición, no sólo de la esclavitud, sino del colonialismo y de todos las formas que el Papa Juan XXIII llamó en su Encíclica Pacem in Terris el neocolonialismo, o nuevas formas de colonialismo; lograda la presencia de todos los pueblos grandes y pequeños en el seno de un foro mundial, la Organización de las Naciones Unidas y de las Agencias Internacionales, gubernamentales y no gubernamentales, sin embargo o quizás por ello mismo, es mucho lo que hay que hacer para poner el orden jurídico a tono con las nuevas situaciones y para orientar la marcha de la comunidad internacional hacia objetivos superiores.

Creemos en la existencia de la comunidad internacional. Para que ella se afirme, se hace sentir la necesidad de buscar nuevas normas. Se requieren, por ejemplo, fórmulas honorables y justas que equilibren las diferencias de poder en cuanto a la participación y voto en los foros internacionales entre países muy diferentes en tamaño y poder. Surge el fenómeno regional como el que puede compensar la multiplicidad de países pequeños y conjugarlos, manteniendo la soberanía de cada uno, en bloques de suficiente importancia para balancear el excesivo poder de determinadas naciones. Se hace indispensable el llevar a terrenos de actividad y de entendimiento las discusiones, para que no observemos el triste espectáculo que actualmente estamos viendo, de que organismos tan importantes como la Organización Internacional del Trabajo o la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), han visto de pronto separarse grandes países cuya presencia es indispensable en la vida internacional.

Todo esto indudablemente constituye, para los juristas especializados en el Derecho Internacional, un desafío apasionante al que deberán responder eficazmente.

Dentro de ese desafío, yo encuentro que uno que está presente en todos los foros internacionales es el de ofrecer una fundamentación jurídica, que no deje sólo a la conveniencia y al interés nacional o colectivo, la exigencia de conductas que puedan llevar a la consecución de un bien común universal. Porque: «Junto a la idea de un bien común en cada Estado –como dijera Arístides Calvani– surge la idea de un bien superior: el de la humanidad como conjunto, es decir, el bien común universal». [8]

Estoy convencido de que la solución ofrecida es aceptable desde el punto de vista de los principios; porque no puede existir ningún problema, ninguna dificultad en llevar la idea de justicia social, cuyo reconocimiento en el Derecho interno costó tanto, pero pudo lograrse, al campo de las relaciones entre los Estados. Por eso dijo el Papa Paulo VI, en su carta al Secretario General de las Naciones Unidas en el año de 1974 ante la preparación de la Asamblea Extraordinaria dedicada a considerar el problema de la pobreza y la desigualdad entre los pueblos, que «toda solución aceptable debe apoyarse en la práctica de la justicia social internacional y de la solidaridad humana».

El seminario del Instituto Maritain en Caracas, en 1983, estableció entre sus conclusiones las siguientes:

  1. a) La idea de la justicia social es por su naturaleza indivisible: se refiere tanto a las relaciones y conducta recíproca entre individuos y entre grupos y naciones, como a éstos en el ámbito internacional. No puede haber justicia social internacional que no dimane de y tenga sus raíces en situaciones de mayor justicia y equidad en los niveles básicos, dentro de las naciones-estados; ni puede ser realizada en aspectos prácticos –por ejemplo, a través del establecimiento de un nuevo orden económico internacional– sino a través del logro de una mejor justicia distributiva en los niveles nacional y sub-nacional.
  2. b) Todo sistema de justicia, como indudablemente toda forma de convivencia humana, existe por –y no a pesar de– las reales diferencias entre los sujetos. Si cada sujeto –individuos, grupos humanos, estados, etc.–, tuvieran las mismas capacidades, preferencias, tradiciones y modos de conducta, no sería necesario ningún sistema de justicia para asegurar la cooperación y resolver los conflictos. Así, las profundas diferencias de historia, valores y tradiciones, estructuras internas, etc., entre los pueblos y países del mundo, es decir, los sujetos de un régimen eventual de justicia social internacional, deberían ser consideradas como un enriquecimiento de la idea en sí misma. Ellas pueden representar impedimentos temporales para su logro, pero son al mismo tiempo la propia razón por la cual debe ser alcanzada.
  3. c) A pesar de la afirmada inviolabilidad del principio de la soberanía nacional –especialmente entre las naciones emergentes- no hay una apertura claramente visible hacia la necesidad de empresas cooperativas internacionales y estructuras que envuelvan de facto limitaciones concretas a este principio. La extendida percepción de la interdependencia mundial, tanto en lo moral y material como en lo tecnológico, está erosionando lentamente el absolutismo tradicional de este principio. Puede haber una tendencia todavía limitada a áreas selectas de carácter internacional, que enfrenta necesidades comúnmente reconocidas (comercio, convenios crediticios, participación en los recursos naturales, etc.) sin traspasar aparentemente el simbolismo de la soberanía nacional. Pero ella representa un paso inicial promisorio hacia un régimen futuro de justicia social internacional que, como todo sistema basado en principios de moralidad, libertad y justicia, dejaría un amplio margen a la diversidad y auto-determinación entre sus sujetos [9].

Sea cual fuere la opinión acerca de estas conclusiones, es sin duda válida la recomendación final:

El encuentro acordó… que, en la búsqueda de la justicia social internacional hay un rol importante para las corporaciones económicas, sociales, culturales, educacionales, etc., independientes y trasnacionales, entre ellas el Instituto Internacional «Jacques Maritain», y por supuesto muchas otras que persiguen objetivos similares, para que asuman un papel más activo impulsando el pensamiento y la reflexión de los organismos más formales, con poder de decisión, a través de los cuales este objetivo se ha de conseguir [10].

Ojalá que la ilustre Academia de Derecho Internacional haga suya esta recomendación, para profundizar en el análisis de una idea que puede tener verdadera trascendencia para el porvenir de la humanidad.

Muchas gracias.

Referencias

[1] Rodríguez-Arias, Lino, profesor en las Universidades de Panamá y Mérida: La Justicia Social. Revista de la Facultad de Derecho de México, tomo XXII, números 87-88, jul-dic 1973. El autor cita mi libro «Ideario, la democracia cristiana en América Latina, publicado en 1970.

[2] Puig, Juan Carlos: Doctrinas Internacionales y Autonomía Latinoamericana. Universidad Simón Bolívar, Instituto de Altos Estudios de América latina, Caracas, 1980.

[3] Obra citada, págs. 31-33. El autor cita mis libros «Justicia Social Internacional y Nacionalismo Latinoamericano, de 1973, y «Reflexiones de La Rábida», de 1976.

[4] Obra citada, pág. 106.

[5] Revista «Notas y Documentos», del Instituto Internacional Jacques Maritain, año primero, número 4, Caracas, Venezuela.

[6] Nelson Marcondes do Amaral, O Direito Internacional o plano Simonsen, en Arquivos do Instituto de Direito Social, Sao Paulo, 1949.

[7] A.F. Cesarino Junior: Direito Social Brasileiro, III edición, 1953, págs.. 34 y 47.

[8] Notas y Documentos, año 1, número 4, abril-junio 1985.

[9] Informe final del encuentro: «Notes et Documents», cit. Pág. 61.

[10] Ibid, pp. 62-63.