Andrés Eloy Blanco por Pedro Mancilla. Esta ilustración apareció publicada en la tercera edición de Moldes para la Fragua (Editorial Dimensiones, 1980).

La poesía de Andrés Eloy Blanco es la que más o una de las que más representa el alma venezolana

Discurso de apertura en el homenaje que se le hiciera a Andrés Eloy Blanco con motivo de cumplirse el vigésimo quinto aniversario de su muerte, en la Casa de Bello, en Caracas, el 28 de mayo de 1980.

A los 25 años del fallecimiento del insigne venezolano y gran poeta Andrés Eloy Blanco, se ha renovado el doloroso impacto que constituyó su fallecimiento y se ha manifestado el gran afecto que todos los venezolanos, sin distinción, tuvimos por su figura humana, su figura literaria y su figura cívica. Aquel golpe ocurrido hace veinticinco años fue un golpe sordo –sordo, porque el régimen imperante impuso silencio a la voz popular que clamaba por recordarle- pero conmovió profundamente a la nación y había tenido signos premonitorios, ya que como lo dijera Rómulo Gallegos, su último libro «contiene versos que parecen despedida y testamento».

Dentro de los muchos y merecidos homenajes que se le están rindiendo a su memoria, uno ineludible era éste de la Casa de Bello. Como presidente de la Asamblea Nacional Constituyente, el 21 de octubre de 1947, en un breve discurso en el cual reconocía a Bello como «nuestro máximo representante intelectual»  y lo proclamó como «uno de los mejores tesoros del patrimonio espiritual del país», Andrés Eloy propuso que se recomendara al Ejecutivo la publicación «cuidadosa» de las obras de Bello, acogiendo una recomendación del Patronato Pro-Estudios Andrés Bello y dando comienzo con esto a una nueva etapa en la evolución del bellismo venezolano. Este acuerdo, aprobado por unanimidad cuando ya la Asamblea Constituyente estaba por concluir sus labores, fue origen de un decreto dictado por el presidente Rómulo Gallegos y refrendado por el ministro de Educación Luis Beltrán Prieto Figueroa el 25 de febrero de 1948, es decir, apenas a diez días de haberse iniciado el gobierno constitucional, por el cual se decretó la publicación de las obras completas de Bello y se designó la comisión editora.

Es, pues, lo más justo que la Casa de Bello como institución le rinda este homenaje especial, y ha confiado a uno de sus miembros directivos, el doctor Luis Beltrán Prieto, el discurso de orden en elogio del gran poeta desaparecido.

Pero es que hay algo más, pues, en la poesía y en el sentimiento de Andrés Eloy Blanco existen no pocas afinidades con la poesía y el sentimiento de Andrés Bello, y si bien en el «Canto a España», Andrés Eloy Blanco arranca de nuestras primeras tradiciones, de la fusión del elemento indígena con el conquistador español y dentro de la pureza exquisita de aquellos versos expresa a España «para cantarte me he pulsado el alma», él recoge también el mensaje de Bello, -amante como Andrés Eloy de la original madre patria- aquel mensaje de la alocución a la poesía, en que le dice:

tiempo es que dejes ya la culta Europa,

que tu nativa rustiquez desama,

y dirijas el vuelo adonde te abre

el mundo de Colón su grande escena

Andrés Eloy lo expresa con sentido de palpitante actualidad cuando dice:

Ya es hora, Voz de América, Nuevo Cantor, Atleta,

ya es hora de surgir.

Acomoda el Presente tu voz, porque el Poeta

es el gesto del Porvenir.

Sin duda, la poesía de Andrés Eloy Blanco es muy popular; es quizás en la historia de nuestra literatura la que más, o una de las que más representan el alma venezolana. Los puros y simples sentimientos que existen en nuestro modo de ser, en nuestra manera de vivir, en nuestra manera de sufrir, nuestros grandes afectos. El afecto a la madre, que toma en él características de un culto y que se mantiene sin solución de continuidad desde «Las Uvas del Tiempo», escrito con nostalgia en Madrid, hasta «A un año de tu luz», donde desborda sus lágrimas por la desaparición de aquella a quien había dedicado tanta veneración y tanto amor. El amor familiar, destinado a sus hermanas. El amor a la esposa, que a mi entender se significa de una manera muy especial en estos versos de su último libro, «Giraluna»:

Me encontré una nueva flor:

me encontré la Giraluna,

la novia del Girasol.

Y el amor a los hijos, que deja como testamento aquel testimonio de solidaridad humana, de generosidad y de abnegación, cuando les dice «por mí, ni un rencor siquiera» y les plantea, quizás con esa premonición de que hablábamos de que iba a terminar su existencia, un camino de olvido para los agravios y de voluntad para el servicio.

Pero también, el amor a la patria. La patria, que es para él lo grande y lo pequeño; la patria, que empieza en «yo me hundí hasta los hombros en el mar de Occidente» y que se manifiesta en la añoranza del año nuevo:

¡Oh! Nuestras plazas donde van las gentes, sin conocerse, con la buena nueva.

Y que se va manifestando en Cumaná, en Margarita, en Maracaibo, en el Llano, en el Orinoco, en todos los más señalados lugares de la geografía venezolana. Yo creo que se estaba sintiendo profundamente cumanés cuando dijo:

y corrió por mi vena toda el agua del mar.

A Caracas la vincula con una de sus más tiernas tradiciones de «El Limonero del Señor» y al Lago de Maracaibo le dedica aquella hermosísima interpretación:

porque duerme en el fondo de tus aguas discretas

la Suprema Palabra que dirá el Porvenir.

A Margarita:

la isla pensativa;

trasunto del ensueño, le dora el sol la frente

y azul inquieto, abajo, que se arremansa arriba

Y al llano alto, a aquel llano adonde lo llevaron las circunstancias de la vida y que tanto penetró, al hacerse eco y trasunto de

cierta angustia que al alma se le viene

desde un hondo paisaje sin caminos.

El Orinoco, «el río de las 7 estrellas», la Parima, el Casiquiare, los Tributarios, Angostura. Todo este panorama que se revivió en él, sin duda, en las horas amargas del exilio.

Y los héroes. Porque la patria no era para él la mera geografía; era el crisol humano donde salía un nuevo hombre con un nuevo destino.

A Bolívar, a quien le dedica esta expresión que bien encaja dentro de la ocasión del sesquicentenario de su muerte que en este año está cumpliendo:

porque el hombre de Fuego se apagará esta noche

pero en las olas me caerá una estrella.

A Sucre, el joven Sucre, el formidable muchacho que a los treinta años era Gran Mariscal de Ayacucho y a quien se antoja verlo proyectado en el tiempo en aquel exquisito poema:

yo vi una noche en sueños, al Mariscal, anciano.

Y a Vargas, a quien dedicó aquella excelente biografía intitulada «el albacea de la angustia».

Pero no eran solamente la tierra, los héroes, sino el hombre humilde, el Juan Bimba que supo idealizar y que en uno de sus poemas se encuentra:

el minero de Aroa,

el peón de Barlovento,

el que lleva un carnero en los hombros

páramo arriba, de Cachopo a Mérida,

el cortador de caña de los Valles de Sucre

y el pescador de perlas

y el guaiquerí del golfo

y José Hilario, el hijo de la Ciega,

y la Venus podrida de La Guarita

y la muchacha azul que come cuando pesca.

Todo esto dentro de un hombre que se fue macerando y que sintió la responsabilidad y el llamado de una nueva generación que había anunciado en uno de sus primeros poemas cuando dijo:

nuestros mayores nos agradecerán seguramente

hablar menos de ellos y hacer más por su idea.

Orador estupendo, parlamentario de dotes espontáneas pero de una extraordinaria altura, culminó en la maestría del humor, el humor que no era para punzar y herir sino para suavizar, para distender los ánimos, para buscar cauces al diálogo civilizante.

Por eso, cuando murió Andrés Eloy hace veinticinco años, yo que había sido en la Asamblea Constituyente, en términos de un deporte, el «retador», el vocero de la oposición a un gobierno de quien él llevaba el más exquisito vocerío, intitulé el artículo que dediqué a su memoria «El amortiguador de la Constituyente»; porque, sin duda, en un momento en que las pasiones estaban exaltadas, en que los ánimos se desbordaban, su intervención fue siempre oportuna, inteligente y eficaz para lograr un punto en que los espíritus se relajaran y en que buscaran la posibilidad del diálogo un camino abierto para el destino nacional.

Esta tarde me complace que el Director de la Casa de Bello, Oscar Sambrano Urdaneta, me haya pedido abrir el presente acto, porque me da ocasión de renovar un testimonio de admiración, de amistad y de afecto. Una amistad y un afecto. Una amistad y un afecto que nacieron a una gran distancia: distancia de generaciones, distancia de actitudes políticas, aumentada desde la barricada, pero amistad que fue haciéndose cada vez más firme y más clara merced al gran contenido humano del alma del poeta, del venezolano y del luchador cívico que fue Andrés Eloy Blanco. Y como antes dije, hemos pensado que nadie mejor que Luis Beltrán Prieto Figueroa, su compañero de luchas de muchos años atrás, oriundo de la misma región, co-partícipe de muchos de los azares de su vida, llevara la palabra en elogio de Andrés Eloy.

Cuando el gobierno de Rómulo Gallegos terminó ante eso que algunos llaman con despreocupación «la solución de fuerza», Andrés Eloy se encontraba en París presidiendo la delegación de Venezuela que suscribió la Carta Universal de Derechos Humanos.

En el momento en que falleció en el exilio, en la tierra hermana de México, su muerte fue como una clarinada que reanimó en muchos venezolanos el sentimiento de amor por la patria y de amor por la libertad.

En esta ocasión de los veinticinco años de su fallecimiento encontramos en sus últimos versos un mensaje final; aquel mensaje que no está circunscrito sin duda a los propios hijos de su carne y de su espíritu, sino a todas las nuevas generaciones venezolanas, en que le ofrece al pueblo «la luz y el pan que le darán mis hijos» y en que afirma, con una precisión insuperable, «vivir es desvivirse por lo justo y lo bello».

Andrés Eloy descansó en paz hace veinticinco años. Hoy día renace, como un motivo de superación y de estudio para la lucha por la libertad, por la honestidad y por la justicia, que él supo, a través de su parábola vital, encarnar.