Recorte de El Universal del 26 de julio de 1989 donde aparece publicado este artículo de Rafael Caldera.

Las asociaciones de vecinos

Artículo para ALA, publicado en El Universal, el 26 de julio de 1989.

El sentimiento de vecindad fue, sin duda después del vínculo familiar, el primero que acercó a los hombres para auxiliarse mutuamente y vivir en sociedad. Dice un viejo refrán: «¿Quién es tu mejor hermano? ¡Tu vecino más cercano!», Y aunque esa «fraternidad» no siempre sea efectiva, es indudable que en numerosas circunstancias hay que acudir al vecino para atender una necesidad, y que la unión de los vecinos es la que puede afrontar muchas obras o trabajos requeridos para bien de cada uno y provecho de todos.

En los primeros tiempos debieron ponerse de acuerdo los habitantes de cada vecindario para llevar el agua a sus hogares, para abrir y mantener caminos, para derribar árboles corpulentos, para enfrentar la amenaza de un animal salvaje. Como la historia se hizo de invasiones, los vecinos tenían también que mantenerse juntos, organizarse eficientemente, armarse y prepararse para defenderse de los ataques de grupos rivales.

La vecindad es la clave del municipio. Este constituye una institución natural, permanente, surgida de la propia realidad, creada para atender los servicios y disponer las normas impuestas por la convivencia. «Los municipios constituyen la unidad política primaria y autónoma dentro de la organización nacional», dice el artículo 25 de nuestra Constitución. «Es de la competencia municipal el gobierno y la administración de los intereses peculiares de la entidad, en particular cuanto tenga relación con sus bienes e ingresos y con las materias propias de la vida local, tales como urbanismo, abastos, circulación, cultura, salubridad, asistencia social, institutos populares de crédito, turismo y policía municipal» (artículo 30).

Fue el municipio de origen romano, la institución más característica que en el orden de la organización política trajeron los castellanos a América, justamente cuando su autonomía quedaba cercenada en la Península después de la rebelión de los comuneros. Su hora estelar la tuvieron aquí, cuando decidieron, a raíz de los sucesos de Bayona, el desconocimiento de la abdicación de Carlos IV y Fernando VII en José Bonaparte y asumieron la conducción del movimiento que llevaría a la Independencia.

Pero el municipio moderno ha crecido desmesuradamente, sobre todo en el aspecto demográfico. Una entidad compuesta por millones de habitantes difícilmente puede mantener entre ellos el sentimiento original de vecindad. Sus habitantes siguen conservando la vinculación que los refiere a su ciudad o a su espacio geográfico; pero es difícil, por no decir imposible, que guarden esa «fraternidad», esa «familiaridad» (relación cuasi-familiar) que en los primeros y remotos tiempos caracterizó la vida municipal. Las grandes metrópolis viven lo que un sociólogo norteamericano llamó «la muchedumbre solitaria» («the lonely crowd»). A veces, habitantes de apartamentos contiguos apenas se conocen y hasta llegan a negarse el saludo cuando se encuentran en el ascensor. Por otra parte, la autoridad municipal se constituye en una especie de Estado, de menor dimensión.

«La revolución industrial arrastró consigo importantes consecuencias: socio-políticamente dividió la sociedad en dos clases, la burguesía y el proletariado; industrialmente, produjo la desaparición del taller artesanal; geopolíticamente, introdujo el predominio de los países y regiones industrializados; y, a nivel urbano, la aparición de un tipo de ciudad, la ciudad industrial». Pero la ciudad se transforma: «es el resultado de un conjunto compuesto de la suma de elementos escalonados. La suma de manzanas o de super-manzanas da lugar al barrio. La suma de los distintos barrios da lugar a la zona, y la suma, en fin, de éstas, integra la ciudad. Aparece, así, la ciudad no como una masa amorfa, sino como un conjunto armónico y estructurado de pequeñas subdivisiones, escalones o comunidades urbanas jerarquizadas e integradas, entre las cuales figura como elemento básico y universalmente admitido la unidad de barrio».

El barrio, el vecindario, la unidad vecinal –como quiera que se la denomine– (para los franceses es «unité de voisinage» y para los norteamericanos «neighborhood unit») fue señalado por primera vez como tal en el Plan regional de Nueva York, a partir de los años 20, propugnado especialmente por Perry, cuya aportación fundamental fue «el paso del ‘barrio’ a la ‘unidad de barrio’, es decir, de un simple concepto de cohabitación a la creación de una nueva forma y una nueva institución para una comunidad urbana moderna» (Javier Berriatúa, San Sebastián, «Las Asociaciones de Vecinos», Instituto de Estudios de Administración Local, Madrid, 1977).

Puede alegarse que el barrio no es cosa nueva. Que en las ciudades de la antigüedad existía y en algunos casos como consecuencia de hondas discriminaciones sociales. El «ghetto» es expresión de un barrio circunscrito y diferenciado en el seno de una ciudad. La «judería» en algunas urbes españolas tenía una muy precisa identidad (a veces, de un valor excepcional). En la sociedad racista norteamericana, hasta muy avanzado el siglo XX, los barrios ocupados por gente de color estaban sujetos a una discriminación que las propias ordenanzas y leyes establecían. El régimen de apartheid en África del Sur aún la mantiene.

Pero lo que es característico de nuestro tiempo es el concepto universalizado de «unidad vecinal» y la importancia creciente, en todas partes, de las asociaciones de vecinos. No es cierto que ellas aparezcan simplemente como respuesta a la mala administración de algunos órganos municipales. Ésta, ciertamente, contribuye con frecuencia a su aparición, pero aún en aquellos casos en que la administración confiada a un Concejo Municipal o a un Alcalde sea eficiente, las asociaciones de vecinos entran a jugar un papel de cada vez mayor importancia. No para sustituir al ente administrador del municipio, sino más bien para complementarlo. O para corregirlo y resistirlo cuando sus determinaciones sean contrarias a la conveniencia de los habitantes del respectivo vecindario.

En Venezuela las asociaciones de vecinos han impresionado bien, y en general, se les ha recibido con simpatía. Su actividad se hace sentir en la medida en que se proyectan sus dirigentes. Son muchas las tareas propias de lo que el sociólogo Castells (La cuestión urbana, trad. Española, Madrid, 1974) denomina «consumo colectivo urbano»: «las condiciones de alojamiento de la población, de los accesos a los equipamientos colectivos (escuelas, hospitales, guarderías, jardines, estadios, centros culturales, etc.), los problemas derivados de la condiciones de seguridad de los inmuebles (donde de día en día se asiste cada vez más a verdaderos accidentes mortales colectivos), el contenido de las actividades culturales de los centros juveniles (reproductores de la ideología tradicional), las largas horas de espera en las colas de los transportes colectivos o en los atascos de circulación en un mundo invadido por el automóvil, la separación funcional de las actividades, el tiempo fraccionado de la jornada, la soledad de las colmenas de bloques, de los ancianos, de las minorías étnicas, de la juventud marginada… Este conjunto de fenómenos forma un todo. No son hechos diversos de una civilización en crisis. Constituyen un proceso social estructurado, cuyo desarrollo progresivo corre parejo con las nuevas contradicciones sociales de las sociedades industrializadas capitalistas».

A cada momento, las asociaciones de vecinos experimentan la urgencia de asumir además otras funciones. El dramático aumento del costo de la vida las empuja a absorber el papel de las asociaciones de consumidores; la crítica situación de la vivienda les lleva a actuar por las familias, por los usuarios, por los deudores hipotecarios; la posición de las autoridades estatales y municipales las lleva con frecuencia al conflicto con la Administración. Por otra parte, aumenta constantemente el número de ciudadanos que miran hacia las asociaciones de vecinos como única tabla de salvación. Y se mira con optimismo la postulación de dirigentes vecinales para cargos de representación municipal.

Se ha señalado con razón, eso sí, el alerta de las asociaciones de vecinos contra la penetración indebida de los partidos políticos en plan de instrumentarlas. Permitirlo disminuiría su fuerza y comprometería su eficacia. Pero, al mismo tiempo, los dirigentes más perspicaces rechazan igualmente la tendencia contraria: la de convertir las asociaciones vecinales en partidos políticos. Uno y otro extremo son nocivos. Su papel es el que específicamente les ha dado su razón de ser (sin confinarlo en límites estrechos). Pueden cumplir y deben cumplir un gran papel. Su éxito tendrá no poco que ver en el fortalecimiento de la democracia.