Un mensaje de Fe
Palabras de Rafael Caldera en el acto de graduación de bachilleres en el Colegio San Ignacio de Loyola, Caracas, el 27 de julio de 1971.
Me han pedido los padres del Colegio San Ignacio que diga unas palabras para clausurar este acto. Difícil para mí sería negarme; al fin y al cabo, muchas veces, en el salón de actos del viejo Colegio, me fue ofrecido su escenario para que aprendiera a perder el miedo de hablar en público y a tratar de buscar caminos para entenderme con los auditorios. Aquellos fueron más receptivos y generosos que muchos otros, a los cuales, en más de una circunstancia, tuve que enfrentarme en la vida.
El auditorio esta noche está integrado por profesores, por alumnos que culminan una etapa y se preparan para explorar el porvenir en un terreno más duro y difícil; por padres y madres que sienten una satisfacción profunda porque al cabo, quien sabe de cuántos esfuerzos, de penalidades materiales ignoradas, algunos, y de sufrimientos morales, quizás inapreciados, otros, han logrado ver la culminación de un trecho fundamental en la formación de la personalidad de sus hijos.
Yo no sé con qué carácter debo hablar esta noche aquí. Por una parte debería decir, como gobernante, que el Estado democrático venezolano todos los días tiene mayor conciencia de la contribución que prestan los educadores privados. En un problema de tanta dimensión como lo es el educacional, todos los recursos del erario se hacen escasos, y la tarea es tan vasta que merecen unánime reconocimiento quienes dedican su vida y afanes a participar en la obra de formación de nuestra juventud. También como gobernante, quizás me podría dirigir igualmente a los jóvenes que hoy se gradúan, porque siento por ellos, por toda la juventud, una especial devoción, y cuando me enfrento a sus angustias, a sus inquietudes, a sus rebeldías y a sus inconformidades, me acuerdo de que también mucha rebeldía, mucha inconformidad y mucha decisión nos empujó a los de otra generación a avanzar, a pie firme, en la senda de nuestro destino.
Podría hablar como padre, para decir que me siento profundamente emocionado. Seis hijos, el último de ellos recibiendo esta noche un diploma que le da nuevas responsabilidades, representan motivo de complacencia muy honda en el corazón.
Al empezar esa aventura que es el matrimonio, cuando nacen los primeros hijos y comenzamos en ellos a darnos cuenta de lo que es la vida, de lo que fue la nuestra, de lo que representaron nuestros padres, vemos muy a lo lejos el cumplimiento de nuestro primer deber, para poder decirle a Dios creador: «Tú nos asociaste en tu empresa; hemos cumplido nuestra parte, hasta el punto de ver que ya son hombres y mujeres aquellos niños que nos diste, y hemos tratado de que ellos sean fieles a los valores absolutos que nos han impulsado al ideal».
Pero quisiera, más bien, hablar esta noche en otra condición, por la circunstancia de que hace veinte días se cumplieron –me da pena decirlo– cuarenta años del día en que terminaron su bachillerato trece estudiantes del Colegio San Ignacio de Caracas, entre los cuales me encontraba. Y quisiera valerme de esta circunstancia para decirle a los jóvenes que hoy salen de aquí, qué es lo que a lo largo de la vida hemos encontrado que el colegio nos dio; qué fue lo fundamental que nos entregó durante nuestra permanencia en sus aulas; qué nos vinculó para siempre a su recuerdo, en actitud de leal reconocimiento.
Pequeña historia entrañable
El Colegio San Ignacio era todavía nuevo; el número de alumnos permite imaginarlo. Éramos sólo trece los que nos graduamos el siete de julio de 1931. Diez veces han multiplicado ustedes ese número en la presente promoción. El Colegio no tenía los laboratorios de Caracas, y no sería tal vez enteramente exacto decir que tenía los más brillantes profesores. Es verdad que algunos eran excepcionales; otros cumplían a satisfacción su tarea y otros tenían que hacer un sacrificio grande para cumplir con su deber. Algunos venían de maestrillos, y hay que pensar el esfuerzo que significaría para ellos el ejercicio de su función magisterial, por ejemplo, tener que dar el Padre Manuel Aguirre, especialista en historia, literatura y ciencias sociales, clases de aritmética razonada. En otros colegios había muy buenos profesores también, algunos de ellos glorias de la ciencia y las letras de Venezuela, cuyas figuras se han consagrado en el juicio de la posteridad. Pero lo que nos dieron esos hombres fue, sobre todo, una fe. Nosotros salimos del Colegio con fe; no una fe beatucona y rezandera, sino una fe profunda en ciertos valores fundamentales que nos han acompañado en la vida. Y eso es lo que yo quisiera para ustedes, jóvenes: que en medio de las contradicciones, en el mar de las negaciones, ante los desalientos, las tentaciones, la concupiscencia, las facilidades, las incomprensiones, la cobardía, que son quizá el pecado más grave de la juventud y hoy algo más común de lo que podríamos pensar, pues hay jóvenes que no se atreven a decir yo creo en Dios, porque el miedo se apodera de sus corazones y lo esconden; cuando sientan la tentación de ser cobardes, de negar a Cristo por Marx, o de ocultar la gloria y el genio de los que nos dieron la Patria, por efecto de alguna literatura de encargo o por la impregnación de algún tipo de melodrama de esos que está distribuyendo en el mundo –y especialmente en estos países– el arte cinematográfico, la fe profunda en ciertos valores esenciales será una compañera inseparable para el triunfo.
La Venezuela de hace medio siglo era una Venezuela acomplejada. Piensen ustedes en que muchos padres de familia se sentían orgullosos en mandar a sus hijos a estudiar a alguna de las Antillas cercanas; en que los enfermos de consideración se iban a tratar a cualquier país del Caribe, como un lujo que nos acomplejaba porque no teníamos suficiente fe o confianza en lo nuestro. Veíamos a Venezuela doliente, víctima de males tremendos. Oíamos en relato de nuestros padres y de nuestras madres, especialmente los que veníamos de la provincia, lo que había sido la violencia de las guerras civiles, bandas de saqueadores que llegaban, unos tras otros, a arrasar hogares, a destrozar vidas, a arruinar las posibilidades de que este país se levantara. ¡Cuánto se había inmolado en la violencia! Comenzaba la lucha por los discursos y en la demagogia los enfrentamientos, y en los dogmatismos quizás iluminados en algunas personas por sinceros afanes revolucionarios, pero en otros muchos por simple oportunismo, y terminaban quemando, destruyendo, matando y, en definitiva, no triunfaban los más idealistas ni los que querían el bien del pueblo, sino los más bárbaros, los más crueles, los más capaces de imponer por la fuerza bruta sus caprichos y sus pasiones, por encima de la dignidad humana de los demás. Esa era la Venezuela que habían vivido las generaciones precedentes a la nuestra; una Venezuela que acumuló glorias inmensas en los años de la Independencia, y que después se fue desangrando, y atrasando, y arruinando, y destruyendo, y nos hizo sentir, como un imperativo profundo en nuestras conciencias, el deber de trabajar y luchar y bregar para que no volvieran la guerra y la violencia, para que las diferencias entre los hombres se ventilaran en el terreno del pensamiento o en la acción cívica, civilizada y no civilizadora.
La pureza de los ideales
Nosotros sabemos lo que es la paz porque nuestros padres vivieron de cerca lo que fue la violencia y la guerra. Nosotros mismos pudimos escuchar el testimonio directo de los que mientras éramos niños sufrieron la barbarie de la tiranía, la crueldad de las cárceles… Yo no sé si habría que llevar hasta los jóvenes de Venezuela, por doloroso que fuera, el relato de lo que han sido las cárceles en nuestro país, de lo que padecieron hombres que pasaron doce y catorce años metidos en un calabozo con grillos de setenta u ochenta libras en los pies, sin ver a un miembro de su familia, por haberse atrevido a desafiar políticamente al régimen imperante. Rafael Arévalo González (recuerdo su figura, que vi de lejos cuando ya tenía yo la conciencia de los doce años) en un momento de movilización estudiantil, se atrevió a ponerle un telegrama al Presidente pidiéndole la libertad de los muchachos. «No se la pido de rodillas, se la pido de pie», dijo quien ya había sufrido largos y dolorosos cautiverios en las más horribles prisiones, y volvió varios años a la cárcel por el delito de enviar ese telegrama. Arévalo González es un símbolo, pero fueron muchos más los que también sufrieron, y es necesario que sepan ustedes, jóvenes que se enfrentan hoy con un mundo difícil, con un mundo conturbado, que sienten la inconformidad de muchas cosas, que ustedes tienen que cambiar las estructuras, pero que deben hacerlo con sinceridad y con justicia y que el país que van a recibir de nosotros es distinto del que nos tocó vivir en nuestra infancia. Un país que crece, que tiene fuerza, que tiene vigor, que tiene libertad, que tiene conciencia; un país que ofrece al hombre la posibilidad de llegar a los más altos niveles de la educación por encima de todas las penurias y de todas las dificultades económicas; un país donde no hay ser humano que no sea capaz de reclamar, levantando su voz, y que no merezca el respeto y la consideración de una nación que pretende construirse sobre postulados de humanidad y de justicia. En el viejo Colegio nosotros encontramos afirmación de ciertos y profundos ideales, conciencia del deber, de la constancia del trabajo. Es bueno que sepan ustedes, también, que no fue para nosotros más fácil la vida por haber sido alumnos de los jesuitas, sino todo lo contrario. Desde los exámenes, que no los presentábamos en el Colegio ni ante nuestros maestros, sino en otros locales a dónde íbamos para comparecer ante profesores extraños, que no nos conocían y que no nos querían porque no estimaban a nuestros maestros, y nos examinaban por programas a los que muchas veces no encontrábamos acceso; y teníamos que ir a dar la frente, a presentarnos, a ser consecuentes con nosotros mismos, y a levantar nuestra voz. Nuestra voz de alumnos de los jesuitas, que el serlo en esos tiempos fue causa de muchas dificultades, fueron muchos los obstáculos y las persecuciones que nos trajo.
Ante el futuro sin complejos
Hemos logrado cambios profundos en este país. Aquel antagonismo que existía entre la educación pública y la educación privada, está en gran parte superado y ¡ay! de aquellos que intenten revivirlo. El país no quiere odios, no quiere negación, y mucho menos entre los que se entregan a la enseñanza y a las tareas de la educación. Hoy cualquiera puede sin temor proclamarse cristiano, y ser cristiano, salvo que por nuestra negligencia o cobardía dejemos que las cosas vuelvan a caminos que no deben tomar, es motivo de aceptación y de respeto. Les digo a ustedes que es un don preciado esta convicción profunda, esta idea de servir, esta idea de entregarse, y que agradecemos a la Providencia el haber tenido profesores, que quizás no nos enseñaron todo lo que nosotros habríamos podido aprender, pero si todo lo que estaba a su alcance; quizás hemos tenido que rectificar muchas nociones como se ha venido rectificando, aceleradamente, todo el núcleo de conocimientos en el mundo moderno, pero que como hombres nos dieron testimonio de una vida pura, de una vida generosa, de una vida limpia. Si se pelearon entre ellos, nosotros nunca pudimos advertirlo; si tuvieron momentos de vacilación o decaimiento, nunca nos lo dejaron notar. Fueron hombres que se entregaron con generosidad; y con esa conciencia de estar realizando el más noble de los apostolados, nos ofrecieron a nosotros la presencia de un corazón siempre dispuesto a comprender y a perdonar, y la convicción de una verdad que no temía confrontarse con otra.
Esto es lo esencial en la vida. Y aquí, esta noche, como padre, como gobernante, pero más como alumno de este mismo Colegio -del pequeño colegio de jesuitas de aquellos tiempos– yo les quiero decir a ustedes: mi mejor deseo es que en sus corazones no flaquee la fe, que no se sientan acomplejados por la audacia o la incomprensión de otros. Yo respeto y discuto el marxismo, pero creo que el cristianismo tiene mucho más contenido y mucha más verdad. Me duelen los cristianos disfrazados de otras cosas, me duelen los que no buscan en su propia fuente la razón de lo que deben ser. El tesoro que tenemos a nuestro alcance cada uno de los que estamos aquí, lo iremos valorando a medida que queremos ser algo, realizar más, y tengamos idea clara de que si es mucho lo que tenemos que cambiar, hay valores absolutos que nos animan a lograrlo y sin los cuales el cambio es traición y es suicidio.
Ser fieles a nosotros mismos
Esta es una noche hermosa, de recordación y de propósitos. En la vida de un centenar de muchachos se abren muchos caminos y carreras; se abren también conflictos y dificultades. Ustedes no van a vivir un mundo fácil, gracias a Dios, y no crean que el nuestro lo fue. Quizás han visto los últimos años de la bonanza, de lo artificioso, del exceso en una serie de cosas que no son fundamentales, pero el esfuerzo, el sacrificio de cada uno fue muy grande, y los momentos en los cuales estuvo a punto de perderse todo el resultado de nuestra lucha, abundaron a lo largo de nuestra existencia. Ustedes también van a encontrar dificultades. Ojalá que siempre, donde esté uno de ustedes, diga quien lo vea: este es un hombre que tiene fe para creer, esperanza para luchar, corazón para entender y perdonar. Porque así como Dios, el Dios que queremos, no es el viejo barbudo y bonachón de los cromos de encargo, sino la fuerza inteligente, creadora, responsable, principio del bien y la justicia que inspira nuestros actos y nos sirve de fuente inagotable de energía, así la caridad no sólo no es la limosna, a veces humillante, pero ni siquiera se agota en otro tipo de esfuerzos por el prójimo, ni es tan verdadera como los es en el acto de entender, de perdonar y de ayudar a los demás.
También quiero decirles, jóvenes bachilleres del Colegio San Ignacio: Tenemos un gran pueblo, un pueblo bueno; hay que verlo de cerca y conversar con él para ver que en su pecho no es fácil desarrollar el odio. La prédica del odio la mira nuestro pueblo con profundo y quizás ancestral desagrado. El pueblo quiere encontrar oportunidades y ductores, gente que sea capaz de ser fiel a sí misma y de asumir en todo instante con sinceridad la responsabilidad de sus actos. Los equipos que salen de aquí, y de otros colegios de religiosos o de no religiosos, y de muchos planteles oficiales, en los cuales también hay muchos maestros que entienden y sienten los valores absolutos de la justicia y del bien, del amor y el deber, son la esperanza de un gran país que tiene derecho a un gran destino.
Muchas y muy graves tareas esperan a las futuras generaciones. Si ustedes no se encuentran a sí mismos, o no tienen fe en su destino, en su conciencia y en su país, no van a estar a la altura de la inmensa carga que la Providencia echará sobre sus hombros. En la Universidad y en la vida, encontrarán ustedes al pueblo en mil formas; en el compañero que sale del rancho con su libro bajo el brazo hasta el Liceo o la Universidad y cuyo grado espera con ansiedad anhelante la familia para poder tener la oportunidad de una existencia más fácil. Lo encontrarán en todas partes, deseando que le abran vías para el ascenso. Ese pueblo está dispuesto, con voluntad de superarse hacia grandes y hermosos destinos.
Esto es lo que yo pienso cuando veo, después de cuarenta años de mi graduación, a nuevos bachilleres. Nosotros no teníamos graduaciones solemnes. No se hablaba de promociones. Presentamos los exámenes, en el año de 1931, en una escuela oficial de la plaza de Capuchinos, ante un jurado, que al fin y al cabo ya nos conocía y nos había tomado consideración y aprecio. Nos reunió después, una tarde, en una sala del colegio, el Padre Víctor Iriarte, que había sido antes el áspero Prefecto de estudios y después el bondadoso Rector de nuestro último año del bachillerato. Nos dieron un diploma, una copita de vino de honor y unas palabras que se nos clavaron muy hondo. Hicimos unos ejercicios espirituales, aislados, por allá, en el cerro, dirigidos por un hombre muy feo, muy bueno y muy sabio, que se llamaba Hermógenes Basauri, y cuando nos hemos encontrado después, todos recordamos que en aquellos tres o cuatro días de meditaciones fueron muchos los propósitos que hicimos y los caminos que encontramos para desplegarlos más tarde en la vida.
Siempre estará brillando el sol
Muchachos: la juventud se caracteriza por un atributo irrenunciable: mirar al porvenir con alegría. Cuando el hombre mira el futuro con tristeza y comienza a nutrirse, exclusivamente, de los recuerdos del pasado, es que se le acabó el mejor período de la vida. Para ustedes empieza ahora, de verdad, la primera juventud. ¡A mirar hacia adelante con entusiasmo! A saber que hay muchos y tremendos problemas, injusticias y dificultades, pero que no se curan negándose y no se remedian con el odio y la violencia. El odio y la violencia los ensayó Venezuela durante más de cien años con frenesí y ansias de destrucción, y su consecuencia fue, al cabo de un siglo, convertir en uno de los países más atrasados de América y del mundo a la cuna de las más altas glorias de América Latina. Ahora debemos mirar hacia adelante con entusiasmo, con coraje, con fe y con decisión.
Lo que le deseo a mi hijo se lo deseo a cada uno de los ciento y más bachilleres aquí reunidos: que en medio de sus mortificaciones, de sus preocupaciones, de sus inquietudes, de la rebeldía que le sale contra aquello que no refleja la plenitud de la justicia, encuentre su camino a través de la voluntad de servicio, de la confianza en Dios y en sí mismo, con la cual se pueden afrontar todas las tempestades, en la seguridad de que tras la oscuridad de la noche siempre estará brillando el sol de la mañana.