Se fue el Agonistés

Por Pedro Paúl Bello

Miguel de Unamuno decía que el Cristianismo, más que doctrina, en lo histórico ha sido vida, ha sido lucha, ha sido agonía: «La Cristiandad fue el culto a un Dios Hombre que nace, padece, agoniza, muere y resucita de entre los muertos para transmitir su agonía a sus creyentes».

Agonía es mucho más que el trance humano cuyo término o desenlace es la muerte. El mismo fonema, significó en el griego antiguo lucha, combate y todo arte similar.  El luchador, el combatiente, era «agonistés» y el guía, el conductor «agogós».  El parentesco fonético de ambos vocablos revela que la misión del verdadero «líder» o conductor político es permanente lucha sin descanso, agonía.

Decía Rafael Caldera que el Creador cuando, más allá de todo tiempo y espacio, decidió crearlo, no le incluyó el descanso. Era cierto. Su misión de conductor, de guía, fue agónica. Alguna vez, esa extraordinaria mujer venezolana que es su esposa Alicia Pietri, como hablando consigo misma, se preguntaba por el «hasta cuando» de esa lucha. La respuesta del «agogós-agonistés» fue: «hasta la muerte».

La lucha de Caldera fue franca, honesta, leal, comprometida con los valores que recibió de su Fe. Jamás dosificó su entrega ni economizó sus sacrificios. Jamás calculó beneficios. Nunca pasaron por su mente limpia aspiraciones de honores, riquezas y todo eso que suele traducirse como «beneficios del poder». Ejemplificó con su vida aquello que como Política definió el Papa Pio XII: «la más alta expresión de la caridad (amor) después del sacerdocio».

Después de los duros avatares por la defensa de sus convicciones en el combate universitario, su ejemplar renuncia a la Procuraduría General de la República, que aceptó a raíz del 18 de octubre de 1945, fue ejemplo de conducta según recta conciencia. Más cómodo se hubiese entendido el callar y permanecer.

Fundado Copei, en 1946, entre mis primeros recuerdos, lo veo bajo una mesa –suerte de escudo para un diluvio de piedras-  en el primer mitin en Caracas, en junio de ese año, realizado en el Nuevo Circo. Desde entonces guió y orientó cada vez más venezolanos que se agruparon bajo banderas de ideales socialcristianos. El partido Copei fue obra de Caldera, no porque lo fundó sino porque lo orientó según su recta conducta personal. Ciertamente, algunas veces –aunque siempre respetado-  sus propósitos no fueron entendidos. En tales casos, no los imponía sino trataba de convencer. A la postre, la validez y conveniencia de sus juicios solía hacerse evidente.

Algunos discreparon de la decisión democrática de no apoyar ni participar con la usurpación militar de 1948. ¡El sí de un ambicioso, que buenos dividendos no hubiese producido! Lo mismo fue, en 1952, cuando el fraude electoral de la elección de Congreso Constituyente. Luego, derrocada la dictadura, muchos no entendieron   -algunos no la han entendido todavía-  la fundamental importancia del Pacto de Puntofijo y, luego, de la coalición que formó gobierno con Rómulo Betancourt. Después, no pocos militantes y dirigentes del partido no alcanzaron a ver que era necesario dejar la anterior alianza, para asumir autonomía de acción, pero Caldera no impuso su punto de vista, sino que, con un profundo discurso, convenció a la Convención copeyana reunida en el Teatro Municipal de Caracas.

Sus detractores  -que nunca faltan-  ante sus seis candidaturas presidenciales, lo juzgaron como obsesionado.  Nunca se detuvieron a pesar sus razones: en 1947, de 31 años de edad, fue candidato simbólico frente a don Rómulo Gallegos; es muy posible que Copei, que no tenía un año de fundado, sin esa candidatura le hubiese sido difícil crecer, pues al año siguiente Gallegos fue derrocado y Venezuela hubo de vivir casi diez años para recuperar la democracia. Alcanzada de nuevo ésta, en 1958, la candidatura volvió a ser simbólica: era evidente la imposibilidad de superar a Betancourt y Larrazábal. En 1963 pudo haber oportunidades, pero las candidaturas de Arturo Uslar y de Larrazábal dividieron los votos opositores, casi en tres partes iguales. En 1968 fue la primera oportunidad verdadera, facilitada por la división de AD y la candidatura de Prieto. En 1983, la candidatura copeyana frente a Lusinchi, candidato de un Acción Democrática reintegrado y después del llamado «viernes negro», tuvo cómo único propósito sumar votos al partido, cuyo mayor número dependía de si era o no Caldera el candidato, lo que evitó una catástrofe electoral para Copei.  En 1988 perdió la elección interna, pero tengo la convicción de que el único político que hubiese podido vencer a Carlos Andrés Pérez era él.

Finalmente, la de 1993, cuando venció, fue su reacción personal ante lo que se vislumbraba en aquel presente y para el futuro de Venezuela.  Soy testigo de excepción sobre su rechazo humano, sobre su sacrificio personal, así como el de su esposa y toda su familia, ante esa postulación.  Como lo había ofrecido, en sus manos no se perdió la República. Muy difícil y agotador fue ese encargo:  la crisis era, y es hoy, mucho más profunda que cualesquiera crisis política o económica:  era y es la crisis de nuestro modelo de Estado agotado en su totalidad; era y es la crisis de valores y de integración ciudadana de los venezolanos. Es la crisis de la conciencia recta, de la solidaridad, de la amistad cívica, de la vocación de servicio, de la responsabilidad.

Pero la dimensión humana e intelectual de Rafael Caldera no se limitó al ámbito –para él principalísimo-  de su Patria, sino que trascendió al mundo. Promotor, entre los fundametales,  del desarrollo de la Democracia Cristiana como movimiento político en América Latina, Caldera era reconocido en todos los Continentes. Hecho sin antecedentes fue la invitación que le hiciera el inolvidable Papa Juan Pablo II para que, en el Aula del Sínodo de los Obispos, en el Vaticano, el 24 de marzo de 1987, fuera orador único ante los miembros del Colegio Cardenalicio de la Iglesia Católica, para pronunciar el discurso de orden  en el Acto presidido por el Papa, Conmemorativo de los veinte años de la Encíclica «Populorum Progressio» del Papa Paulo VI, hecho sin precedentes en la historia de la Iglesia como participación de un seglar. Sólo Jacques Maritain, el gran filósofo católico francés, había participado, por invitación de S.S. Paulo VI, en un acto realizado cuando terminó el Concilio Vaticano II, para que pronunciara el «Mensaje del Concilio para los Hombres de Pensamiento y de Ciencia».

Caldera, el Agonistés, por fin descansó al amanecer del día en cuya medianoche el mundo cristiano, encabezado por la Iglesia que fundó el Redentor, conmemora con espíritu alegre la llegada del Reino de Salvación. Nos dejó a todos los venezolanos un hermoso mensaje de despedida que resume su modo de ser y de amar:

«Llamado por Dios a dejar este mundo, como es destino de todo ser humano, deseo para mi Patria aquello por lo que tanto he luchado.

Quiero que Venezuela pueda vivir en libertad, con una democracia verdadera donde se respeten los derechos humanos, donde la justicia social sea camino de progreso. Sobre todo, donde podamos vivir en paz, sin antagonismos que rompan la concordia entre hermanos.

Procuré tener el corazón cerca del pueblo y me acompañó el afecto de mucha gente.

He tenido adversarios políticos; ninguno fue para mi un enemigo.

He intentado actuar con justicia y rectitud, conforme a mi conciencia. Si a alguien he vulnerado en su derecho, ha sido de manera involuntaria.

Asumo con responsabilidad mis acciones y mis omisiones y pido perdón a todo aquél a quien haya causado daño.

Me voy de este mundo en la fe de mis padres, la fe de la Santa Iglesia Católica. Creo en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo; creo en Jesucristo, Nuestro Señor, Dios y hombre verdadero. Creo en el perdón de los pecados, la resurrección de la carne, la vida eterna.

A la Santísima Vírgen, nuestra Madre, acudo ahora, como tantas veces a lo largo de los años: ruega por nosotros, pecadores, en la hora de nuestra muerte.

Pido a mis hijos especialmente que cuiden a Alicia, aquejada por una grave pérdida de memoria que le impide valerse por si misma.

Dios bendiga a Venezuela y nos abra el camino del desarrollo en libertad, justicia y paz.»

Rafael Caldera-