El leal adversario

Por Luis Prieto Oliveira

Rafael Caldera, en una de sus más conocidas frases, dijo una vez «vengo de la arena de la lucha», para expresar, de manera paladina, su condición de luchador militante. Muy pocos pueden discutir que, en efecto, este venezolano singular, tuvo un camino de batallas sin cuartel. En 1936, poco después de la muerte de Juan Vicente Gómez, fundó, con un grupo de jóvenes estudiantes, casi todos egresados de escuelas católicas, la Unión Nacional Estudiantil (UNE), para combatir en las calles contra los estudiantes que se agrupaban en la Federación de Estudiantes de Venezuela (FEV).

Era el tiempo de grandes triunfos electorales de la izquierda unida en Caracas y no se ocultaba la simpatía por la República Española y su desigual combate contra las fuerzas coaligadas del fascismo. Por esos días se enfrentaban  con frecuencia, y no precisamente en debates académicos, los que cantaban «La Internacional» y los que entonaban «De cara al sol, con la camisa abierta». En cierta manera, las batallas de la Madre Patria se libraban en las esquinas del centro de Caracas.

Caldera, que había surgido como dirigente nacional de la Juventud Católica y acudido al congreso mundial convocado en Roma para formar una fuerza juvenil cristiana, trajo a Venezuela mucho de la retórica de aquellos tiempos, en los cuales las ideas socialistas no se discutían, sino que se les ponían grillos de sesenta libras, para que no volaran.

Muchos de los que aparecían al frente de los organismos estudiantiles de izquierda contaban con una historia de cárceles, trabajos forzados, grillos en el Castillo de Puerto Cabello, exilios y llegaban a un nuevo escenario, que se abría por primera vez en el siglo 20, en el cual aunque no era aceptado, era posible discutir las nuevas ideas. El grupo encabezado por Caldera, con sus compañeros de entonces, representaba una minoría vocal muy importante y no titubeaban en vocear sus consignas y dar la batalla, de ideas o de palos.

Ese fue el comienzo de la lucha de Caldera, pero en poco tiempo, en la medida en la que la doctrina social de la Iglesia se nutría con las contribuciones de Mounier, Maritain, Teilhard de Chardin y se transformó en un continente doctrinario muy distinto, Rafael Caldera se convirtió en un líder civil y civilista, que condujo una batalla ideológica muy interesante.

La nación recuerda los encendidos debates de la Asamblea Nacional Constituyente de 1946 y los brillantes e ilustrados discursos de Caldera, que, por vez primera eran trasmitidos por radio a todo el país.

A pesar de ser una minoría, frente a Acción Democrática, y después de ser designado como Procurador General de la República por Rómulo Betancourt en octubre de 1945, lo que indica que su más connotado adversario respetaba su honestidad intelectual y su estatura de jurista, fundó el Comité de Organización Política Electoral Independiente (COPEI) como partido que participó en las elecciones de la Constituyente y obtuvo un segundo lugar, ganando mayorías en los estados Táchira, Mérida y Trujillo y constituyendo la segunda fracción política en esa asamblea.

En 1947 se lanzó, a los 31 años, apenas sobrepasando la edad límite para el ejercicio de la presidencia, con el lema «El presidente más joven de América», para contrastar con don Rómulo Gallegos, que duplicaba su edad. Su derrota no lo arredró y siguió luchando. Su exilio en 1957, después de asilarse en la Nunciatura Apostólica, lo llevó a una cita fundamental para el futuro de Venezuela, en New York, donde se encontraron Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba y él, junto con Eugenio Mendoza Goiticoa, para cerrar un pacto político que dio fuerza legal a la Junta Patriótica y organizó el movimiento para acabar con la dictadura.

Después, en su casa Puntofijo, de la Calle La Línea de Sabana Grande, se firmó el pacto que dio origen al proceso democrático, en el cual los partidos, aunque conservaban sus diferencias, se pusieron de acuerdo con un proyecto de país, en el cual los adversarios antepusieron la lealtad a los principios individuales.

Sin duda, entre 1936 y 1999, por 63 años, fue un adversario leal, un defensor de la democracia y un hombre que hizo aportes definitivos a la posibilidad de convivencia civilizada, muy escasa en nuestra Venezuela, a la que Páez alguna vez llamó «cuero de vaca seco, que si lo pisan por un lado, se levanta por otro».