Rafael Caldera, Jóvito Villalba y Rómulo Betancourt en 1958.

Portada de la Revista Momento del 31 de enero de 1958.

Veinte Años de Vida Democrática

Conferencia en la celebración de la cena de Nuevo Año de la Asociación Venezolana de Ejecutivos, Caracas, 19 de enero de 1978.

Agradezco muy sinceramente a la Asociación Venezolana de Ejecutivos la insistencia cordial en invitarme a participar en esta cena de Nuevo Año. En verdad, tenía tantos compromisos ya contraídos para estos días, que se me hacía muy difícil aceptar este otro; pero en el curso de la conversación surgió el recuerdo de que se van a cumplir veinte años de vida democrática, a partir de los acontecimientos del 23 de enero de 1958, y al fin y al cabo no podía invocar que el tema me fuera ajeno, ni eludir la responsabilidad de formular algunas consideraciones, de traer algunos recuerdos y de analizar un poco lo que este aniversario representa en la vida de Venezuela.

Debo decir, además, que los ejecutivos saben el respeto y la simpatía que les tengo. Este sector social nuevo, que viene a romper la dicotomía teórica entre el capital y el trabajo, tiene un papel cada vez más importante en la vida de la sociedad en todos los países, sea cual fuere el signo ideológico que prevalezca en su orientación política o económica. En resumidas cuentas, todos hallan que los ejecutivos tienen la clave, tienen en sus manos la palanca que mueve y el criterio que orienta el desarrollo de los acontecimientos. Me siento, pues, una vez más muy feliz de encontrarme entre este grupo responsable, competente, esforzado, que al lado de los empresarios y representándolos muchas veces, constituyen un grupo de trabajadores de selección, cuya participación intelectual y cuyos conocimientos son cada vez más importantes, a medida que avanza la tecnología y la ciencia de la organización de las empresas.

Había para mí una circunstancia personal que quizás no es ocioso mencionar. Esta fecha de hoy constituye también para mí un aniversario. Hace exactamente veinte años salí al exilio. Y encontré, por cierto, en el aeropuerto de New York esperándome —para sorpresa mía— a Rómulo Betancourt y Jóvito Villalba, acompañados de Gonzalo Barrios, de Ignacio Luis Arcaya, de Luis Augusto Dubuc y de un grupo de personalidades representativas de los dos más importantes partidos políticos, distintos del mío (que lo considero también otro de los más importantes) y con quienes no me había visto desde hacía muchos años. A Rómulo Betancourt, seguramente no lo veía desde que dejó el gobierno como Presidente de la Junta Revolucionaria. Durante el Gobierno del Presidente Gallegos, muchas veces conversé con Ga­llegos, pero no tuve oportunidad de conversar con el expresidente de la Junta Rómulo Betancourt. A Jóvito Villalba no lo veía desde los días que siguieron al 30 de noviembre y al de diciembre de 1952, poco antes de que se le «invitara», como dijo la prensa oficial, a abandonar el país con escala en Panamá, rumbo a New York. Me sorprendió encontrarles y me explicaron que el New York Times, el más importante de los diarios de Estados Unidos y uno de los más importantes del mundo, traía la noticia de mi llegada, por obra de un corresponsal que, sin duda, era un genio de la noti­cia, Tad Szulc, que se encontraba en esos días en Venezuela y que había logrado eludir la severidad de la censura hablando por teléfono con su esposa en polaco, que era su lengua originaria.

Salí, pues, hace hoy veinte años, al exilio más breve y más feliz que puede haber tenido un perseguido político. Me encontré allá ambiente de fiesta, de optimismo y de esperanza y me lancé a decir en la rueda de prensa que se celebró en el propio aeropuerto de New York, que la caída de la dictadura era una cuestión de muy poco tiempo, probablemente de muy breves días. Yo salía del asilo de la Nunciatura Apostólica; un asilo un tanto curioso, porque fui invitado por el Nuncio —a quien quiero rendir esta noche el homenaje de mi respeto, de mi admiración y de mi cariño— el Excelentísimo señor Rafael Forni, un hombre singular en su manera de ser, que tenía el prurito de su nacionalidad suiza, el cual le hacía sentirse permanente defensor de los derechos humanos y le hacía considerarse obligado siempre a expresar la verdad, quien me invitó el 1º de enero a ir a su residencia cuando habían ido a buscarme nuevamente a mi casa de parte de la Seguridad Nacional y cuando algunos amigos me habían advertido de que en esas circunstancias la prisión probablemente significaría algo más grave. Estuve, pues, en la Nunciatura hasta el 19 de enero y ese día se convirtió para mí en una fecha feliz, porque, si bien sentí al levantar el avión la desgarradura de dejar el suelo de la Patria, frente a un puñado de mujeres que gritaban en el aeropuerto ¡Caldera volverá!, se convirtió por obra de la Providencia en la iniciación de una actividad nueva y de una vida de singular intensidad.

En ese momento la sección editorial del New York Times, que seguía con intensidad los acontecimientos de Venezuela, compartía la misma opinión; y el acontecimiento del 23 de enero se celebró en New York casi con la misma intensidad (por lo menos para el grupo de venezolanos y latinoamericanos que allí estábamos) como se celebraba en Caracas y en el resto de Venezuela. En el hogar de los esposos Villalba nos reunimos y un brindis de champaña, casi forzado por exigencia de los reporteros gráficos, recogió en una fotografía un encuentro de tres corrientes políticas, de tres dirigentes políticos que nos habíamos combatido mucho a través de los años, pero que nos sentíamos comprometidos a poner por encima de todas las diferencias pasadas, presentes y futuras el interés de la Patria y las necesidades de la democracia venezolana. Fuimos a hablar con Eugenio Mendoza para persuadirlo de que aceptara el cargo de miembro de la Junta de Gobierno que se le ofrecía, ya que la incorporación de él y de Blas Lamberti convirtió la Junta originaria, con la salida de sus dos integrantes que suscitaban reparos desde el punto de vista de su supuesta posición política, en una Junta Cívico-Militar.

Ahora, pienso que para entender el 23 de enero de 1958 hay que relacionarlo con algunas fechas anteriores. Yo diría que, por lo menos, con el 17 de diciembre de 1935, con el 18 de octubre de 1945, con el 24 de noviembre de 1948 y podríamos decir, con el 21 de diciembre de 1952. El 23 de enero no fue un hecho fortuito, casual, no fue meramente una cir­cunstancia afortunada, aun cuando no puedan descartarse todos los elementos anecdóticos y circunstanciales que le dieron contenido definitivo a la fecha. Fue resultado de un proceso de maduración, de sufrimiento, de dolor, de esperanza, de avance, de retroceso, que vino a producir en la dirección de la vida política del país, en la dirección de la vida económica y social, en la dirección de la vida militar y en el pueblo de Venezuela la conciencia de que había objetivos fundamentales que lograr y que estos objetivos peligraban si reincidíamos en equivocaciones, en errores o en fallas que se habían cometido con anterioridad.

Porque el 17 de diciembre de 1935 fallece en su lecho de enfermo, de muerte natural, el Presidente Gómez; se le entierra con todos los honores, pero comienza una experiencia nueva en Venezuela. La generación del 28, que en cierto modo había sido precursora del cambio político, participa activamente en todo ese proceso, un poco confuso y contradictorio, de evolución hacia formas permanentes de vida democrática. Y la generación del 36 aparece y brota, tratando de competir y de disputar en algunos momentos a los líderes políticos, que ya tenían un nombre hecho y una credencial obtenida a través de los últimos años del gobierno del General Gómez, la orientación de la vida nacional.

El año de 1936 fue un año lleno de circunstancias sumamente curiosas. Cuando me preguntaron en España si había en verdad alguna analogía entre la situación actual que se vive en la Península y la situación que vivió Venezuela, no podía menos que admitir algunas similitudes, aun cuando hay profundas diferencias entre una nación al fin y al cabo más adelantada y más desarrollada como lo es España, con la nación rural, atrasada, aislada del mundo que era Venezuela en 1936. Porque sin duda, se inició un proceso cuyo protagonista, el Presidente López Contreras, electo por el Consejo de Ministros y luego por el Congreso de la República para completar el período del General Gómez —de él había sido su último Ministro de Guerra y Marina—, tuvo un papel que en algo presenta ciertas similitudes con el que al Rey Juan Carlos le ha tocado vivir en el proceso actual de España. El Presidente López Contreras anunció al país como motivo de duelo nacional la muerte del General Gómez, lo besó en la frente, depositó una lágrima en su féretro, lo inhumó con todas las solemnidades. Al cabo de una semana la situación había cambiado de una manera radical: los familiares inmediatos, los colaboradores más íntimos del presidente Gómez estaban fuera del país y el pueblo comenzó a aparecer y a retomar conciencia de su propio destino.

Pero indudablemente que aquel fue un proceso complicado de marchas y de retrocesos. El 6 de enero se suspendieron las garantías constitucionales, y la suspensión fue un poco simbólica. El 14 de febrero, cuando se quiso hacer más efectiva y dura, vino aquel gran movimiento nacional encabezado por el estudiantado; luego siguieron formas distintas que no es el caso rememorar, porque sería alargar demasiado esta charla y reducir lo fundamental que es el análisis de estos veinte años de vida democrática. Lo cierto es que desde el 17 de diciembre de 1935 al 18 de octubre de 1945 se realizó un proceso evolutivo de ciertas características. En medio de estos avances y retrocesos, para el 45 los líderes políticos que habían ido al exilio habían regresado al país. Cabe citar también otro hecho anecdótico: cuando de acuerdo con la Constitución promulgada en 1961, el General López Contreras se incorporó como Senador Vitalicio al Congreso de la República, algunos de los oradores que lo recibieron y que lo saludaron en nombre de sus partidos, habían sido perseguidos políticos suyos dentro de las circunstancias casi inevitables de aquel primer quinquenio de gobierno.

El 18 de octubre se produce la ruptura del hilo constitucional, aquel hilo constitucional que celosamente se había conservado en los años del 1936, y se realizan una serie de fenómenos, la participación masiva del pueblo, el voto universal directo y secreto para los mayores de 18 años, supieran o no leer y escribir, y el germinar de los partidos políticos que venían incubándose a lo largo del proceso anterior. Por eso los mayores partidos nacieron en esos días siguientes al 18 de octubre, salvo Acción Democrática que había nacido un poco antes (durante el Gobierno del General Medina se había formalizado) y del Partido Comunista, que había tenido su reunión formal en las postrimerías del Gobierno de Gómez.

Fueron muchos los errores, al mismo tiempo que son innegables los avances y los hechos positivos que ocurren en ese trienio de 1945 a 1948. El mayor de todos los errores fue el enguerrillamiento cerril que surgió entre los grupos políticos. De ese enguerrillamiento no podemos nosotros eximirnos porque fuimos partícipes de él. Pero debo decir, en descargo nuestro, que los grupos que salieron en oposición durante aquel proceso fueron recibidos con toda clase de ataques verbales y físicos y que la reacción ver­bal de la oposición tuvo su origen en la intemperancia verbal de los cuadros del gobierno. No cometo ninguna injusticia señalando esto.

Cuando URD y COPEI anunciaban su intención de celebrar actos públicos de masas, la situación imperante se lanzaba a impedirlos y sus voceros fueron calificados en una forma injusta e impropia. Lo cierto es que la lucha se hizo tan tremenda que parecía difícil que la situación se pudiera sostener y se dio el hecho de que en más de una circunstancia, cuando un grupo como el nuestro, por ejemplo, salía a la calle a publicar sus ideas, a exponerlas en una plaza pública y era objeto de una agresión, tenía que intervenir la fuerza armada, no ya la policía, que estaba parcializada de antemano, sino la fuerza militar; con lo que instintivamente el pueblo se fue acostumbrando a ver en el Ejército y en la Guardia Nacional el árbitro entre las facciones, ya que era el que ponía el orden y garantizaba las vidas y la seguridad de los participantes de la oposición.

Y como el movimiento del 18 de octubre en su origen había sido promovido por un grupo de oficiales de las Fuerzas Armadas y de dirigentes políticos, esa unión se fue desvaneciendo rápidamente por muchas circunstancias y llegamos al doloroso hecho del 24 de noviembre de 1948. Indudablemente, no fue este el deseo del Presidente Gallegos y yo puedo decir que tuve una serie de curiosas experiencias con él, porque cada vez que solicitaba una audiencia para ir a quejarme, sentía él la necesidad de desahogarse conmigo y de hacerme confidencias que a mí mismo me abrumaban, creándose una amistad muy extraña porque nos separaban la edad, la militancia política, los mismos acontecimientos, pero que para honra mía se fue convirtiendo en una relación personal de verdadero aprecio, que se incrementó hasta el día en que me correspondió, ya en la Presidencia de la República, pronunciarle unas palabras de despedida en el Salón Elíptico del Capitolio Federal.

Gallegos era un hombre cargado de gloria, de méritos, de autoridad personal, moral, pedagógica, literaria. Era un hombre de sesenta y dos años, cuando yo tuve la osadía a los treinta y uno de aceptar la postulación para una primera candidatura presidencial y recorrer el país tratando de competir aunque fuera de manera simbólica con aquella candidatura que de antemano estaba destinada a convertirse en elección. Pero no es tampoco ningún descubrimiento, ni ninguna injusticia admitir que el Presidente Gallegos, cargado como dije de méritos y glorias, no tenía la vocación de estadista y las condiciones de político que habría necesitado para superar aquella situación y para poder impedir el nuevo tropiezo que hubo en la marcha de la democracia venezolana.

El 24 de noviembre abre una nueva experiencia: lo tradicional en Venezuela era, tras cada golpe de los muchos que ha habido en nuestra difícil historia política, que los opositores del régimen caído se convirtieran en perseguidores y se aprovecharan del cambio para desahogar rencores y venganzas. En esta circunstancia, para bien del país, los que habíamos sido perseguidos y nos considerábamos agraviados, ofendidos, amenazados por el gobierno derrocado, más bien comenzamos a tender cables de acercamiento, a recordarle al nuevo gobierno militar que era necesario volver a la vida civil, a la experiencia constitucional y se fue realizando un proceso a través del cual se hicieron amistades entre antiguos adversarios, en las cárceles, en el exilio y en la persecución.

Una de las cosas que me dijo el Presidente Gallegos en una ocasión que lo visité, recién instalado en la Presidencia de la República, fue esta frase que recuerdo de una manera gráfica: «Caldera, el hombre de presa acecha. Quizás no está lejano el día en que usted y yo nos encontremos en el exilio». Esas palabras, dichas por un Presidente que tenía dos o tres meses en el ejercicio del poder, envolvían un amargo pesimismo, hasta el punto de que pienso que el 24 de noviembre el Presidente Gallegos sintió que se había cumplido el destino, era como un fatum que pesaba sobre él, como un desenlace que tenía que cumplirse con características de tragedia griega.

Ese proceso que empezó el 24 de noviembre, el recuerdo de los fracasos y las luchas y las dificultades en el período 45-48, la revaloración por parte de nosotros y especialmente de quienes habían sido más ardorosos opositores de los Presidentes López Contreras y Medina, de los acontecimientos, de los hechos, de las circunstancias en que ambos tuvieron que moverse, explica eso que llamó la propaganda «el espíritu del 23 de enero»: una necesidad de tregua, de unidad, de paz, de entendimiento, un reconocimiento de que si volvíamos a la intemperancia haríamos más frágil, más difícil de permanecer el nuevo experimento, realizado con la característica muy peculiar de que el 23 de enero fue un movimiento casi espontáneo, cuyos líderes no estaban visibles, cuyos agentes eran nuevos todos en el acontecer político. Los líderes más conocidos de los principales partidos estaban todos en el exilio; fuera del país estaba Eugenio Mendoza que era considerado como representante calificado del movimiento empresarial progresista; los jefes militares eran poco conocidos por el país en general y fueron a los cargos que ocuparon por razones de grado, de jerarquía, de antigüedad.

La Junta Patriótica apareció formada por jóvenes que hasta ese momento no habían logrado una gran notoriedad: fue un movimiento militar-civil, empresarial-obrero, de políticos e independientes. Un movimiento que se precipitó y que llevó en los últimos días a la Seguridad Nacional a gente de las más variadas actitudes y de los más variados modos de ser, pero que aparecía como la expresión genuina de una voluntad nacional. Mientras tanto, quienes representábamos a los principales partidos políticos nos reuníamos en New York: nos invitó Ignacio Arcaya a almorzar en el Athletic Club y allí hablamos de la inminencia de un cambio, de la necesidad del entendimiento, de la urgencia de un compromiso para salvar un nuevo experimento que sentíamos llegar, que era el advenimiento de la democracia venezolana.

Pero lo interesante para el observador es que los partidos estaban vigentes, que los miembros de la Junta Patriótica, poco conocidos como individuos, obtenían adhesión porque hablaban a nombre de unos partidos que tenían audiencia en el país. Diferencia profunda con lo que al año siguiente iba a ocurrir en Cuba, porque cuando el Presidente Batista abandonó el gobierno no hubo una organización, una voz, un conjunto de grupos civiles, de partidos políticos que pudieran orientar al pueblo y señalarle un rumbo; solamente el grupo de Fidel Castro, que venían de la Sierra y que se tomó todo su tiempo para llegar hasta La Habana, aparecía como el punto de referencia para un nuevo destino nacional.

El año de 1958 fue difícil: ustedes deben recordarlo. El gobierno se recompuso cuatro veces. Primero, una Junta de cinco militares; salieron después, por una renuncia que no parece haber sido enteramente voluntaria, o por lo menos espontánea, dos de los militares y fueron sustituidos por Eugenio Mendoza y Blas Lamberti; renunciaron después Eugenio y Blas y entraron a formar parte de la Junta Edgar Sanabria y Arturo Sosa; finalmente renunció el Presidente de la Junta Larrazábal para lanzarse como candidato y asumió la presidencia del cuerpo el doctor Edgar Sanabria.

Al mismo tiempo ocurrían hechos graves. El 23 de julio (el 22, o mejor dicho, hasta el amanecer del 23) fue un día en que prácticamente las fuerzas militares estaban controladas por un movimiento insurreccional. El 7 de septiembre ocurrieron hechos muy graves, protagonizados por la propia Guardia de Honor de la Junta de Gobierno. Por eso, el país se inquietaba y se alarmaba y, si bien había brotes en algunos casos de intemperancia o sectarismo, se sentía la necesidad de unir fuerzas. En más de una ocasión, en la campaña electoral, nos encontramos con una bandera de cuatro colores: el blanco, el amarillo, el verde y el rojo, que llamaban «la bandera de la unidad», elaborada por manos anónimas. Cuando íbamos de campaña, nos decían que los representantes de los otros partidos querían saludarnos.

La campaña electoral fue muy breve en el tiempo, porque empezó oficialmente alrededor del 1º de noviembre y las elecciones eran en la primera semana de diciembre. En los actos aparecían oradores, de todos los partidos y era una especie de juegos florales, aun cuando el proceso, o como dice el pueblo, «la procesión estuviera por dentro».

Este estado de ánimo llevó a varias tentativas y hubo una proposición de gobierno plural, de que en vez de elegirse un presidente se eligiera una junta de cinco miembros, de los cuales cuatro estaban prácticamente electos: el Presidente Larrazábal, los señores Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba y Rafael Caldera, como representantes de los tres principales partidos, y un representante de los sectores económicos. Esto estuvo a punto de lograrse y recuerdo que me tocó la tremenda, la difícil responsabilidad de oponerme a aquello y hacerlo fracasar, aunque parecía el más bello movimiento unitario. Si mal no recuerdo, el Presidente Larrazábal empujaba la idea; el doctor Villalba decía que si los demás aceptaban él aceptaría; el señor Rómulo Betancourt decía que si los demás aceptaban él aceptaba también, y yo me cerré porque consideraba en realidad que el país necesitaba un Presidente que asumiera el mando.

Pocas esperanzas tenía de que mi candidatura en aquellas circunstancias pudiera tener éxito, pero prefería perder a diluir la responsabilidad del gobierno. Se trabajó, sí, por la idea de un candidato independiente común; propusimos al doctor Martín Vegas, nos costó trabajo convencerlo para que aceptara que lo propusiéramos, pero en definitiva no nos fue aceptado por el otro partido y finalmente se llegó al llamado Pacto de Puntofijo, porque se firmó en mi casa, a la que habíamos denominado así antes de que supiéramos que había un pueblo llamado a ser una gran ciudad de la Península de Paraguaná con el mismo nombre; y se firmó el 31 de octubre para comprometernos a que se gobernaría en conjunto aun cuando cada partido fuera con su propio candidato y con sus propias listas y con sus propias fórmulas al proceso electoral.

Después del 58 el proceso se hizo más difícil. El triunfo de Fidel Castro en Cuba, ayudado —por cierto— por Venezuela, despertó una serie de preocupaciones e ideas en sectores políticos del país y especialmente en sectores de juventud radical, que vinieron a sentirse como defraudados por aceptar el proceso que se había realizado a raíz del 23 de enero en Venezuela. Surgió el hecho de la violencia; probablemente factores internacionales influyeron considerablemente en esto; también se invocaba el temperamento del Presidente Betancourt como un factor que agudizaba la controversia. Pero lo cierto es que cuando comenzamos el ejercicio democrático, paralelamente se fue produciendo un clima de conflicto que llegó hasta graves hechos de violencia y que se convirtió en una situación grave a la altura del año de 1962.

El 19 de enero de 1959 —y aquí también para nosotros es un aniversario— se instalaron las Cámaras Legislativas electas por voto popular. Para mí resultó algo inolvidable el que al año justo de haber salido al exilio estuviera instalando como Presidente de la Cámara de Diputados, el nuevo Parlamento Democrático de Venezuela. Se planteó el problema constitucional y se analizó y se propuso la posibilidad de restablecer, por acto de soberanía popular, la Constitución de 1947. Yo fui uno de los que creyeron que esto podría retrotraernos a la lucha enconada que para elaborar esta Constitución, diez o doce años atrás, se había cumplido en el país. Se nombró una Comisión Bicameral, se trabajó en un clima de gran armonía y dos años más tarde, en 1961, se adoptó la Constitución que está vigente.

Esta Constitución, entre muchas novedades que tiene para la historia de Venezuela, introdujo el mecanismo de las enmiendas, en el cual insistimos por considerar que seguramente la norma constitucional podría reclamar algunos cambios y no podía convertirse en camisa de hierro, pero no podíamos continuar cambiando la Constitución a cada rato. Observamos que mientras se dice que Venezuela ha tenido más de veinte constituciones, se observa que muchas de ellas han tenido una diferencia banal (que haya un vicepresidente, que haya dos vicepresidentes, que no haya vicepresidente) y, en cambio, en los Estados Unidos con razón se ufanan de que han tenido una sola Constitución en doscientos años, pero ha tenido veinte y tantas enmiendas, entre las cuales no solo está la admisión de nuevos estados, sino la libertad religiosa, la libertad de los esclavos, el principio de la no reelección, es decir una serie de elementos trascendentales, pero conservando el respeto por la carta de Filadelfia, que ha ido adaptándose a las circunstancias a través de los tiempos.

Se adoptó también en Venezuela el procedimiento de colocar las disposiciones transitorias en texto separado, con la idea de que deben irse cumpliendo o agotando, para que las generaciones futuras conserven la Constitución y no esa otra parte un poco circunstancial y en algunos aspectos enojosa. Se mantuvo una forma presidencialista pero dándole mayores atribuciones a los otros poderes: la facultad de control de las Cámaras Legislativas, la fortaleza del Poder Judicial y una serie de aspectos en los cuales se buscó conjugar la teoría y la experiencia, porque la actual es una de las Constituciones que quizás haya tenido en su cuerpo de redactores un mayor número de profesores y especialistas en materia constitucional, pero al mismo tiempo un conjunto de líderes políticos que sabían lo que era la experiencia del gobierno, de la oposición, de la persecución. Y se escogió para sancionarla el día 23 de enero de 1961, para que de esta manera la fecha inicial del experimento democrático quedara consagrada con un documento de tanta importancia como lo es la Carta Fundamental.

Rómulo Betancourt, Rafael Caldera, Jóvito Villalba y Rómulo Gallegos durante la firma de la Ley de Reforma Agraria. Campo de Carabobo, 5 de marzo de 1960.

El carácter nacional, de consenso, de la Constitución fue a mi entender uno de los hechos más fundamentales. Estaba revisando hace poco la lista de los firmantes de la Constitución y encontré cosas como estas: las dos primeras firmas, desde luego, fueron las del doctor Raúl Leoni y la mía como Presidentes del Senado y de la Cámara de Diputados; la firma del Presidente Betancourt estaba en el ejecútese, como Presidente del Poder Ejecutivo; estaban la firma de candidatos actuales a la Presidencia, como Luis Herrera Campins, Luis Beltrán Prieto Figueroa, José Vicente Rangel; firmas de representantes de las más variadas corrientes políticas, entre los cuales podría recordar a Pedro Del Corral, Godofredo González, Pedro Pablo Aguilar, Lorenzo Fernández, Arístides Beaujon, García Bustillos, Acevedo Amaya, Rodolfo José Cárdenas, Arístides Calvani, de la corriente a la que yo pertenezco; Gonzalo Barrios, Leandro Mora, Lepage, Leidenz, Luis Augusto Dubuc como Ministro de Interior; Jaime Lusinchi, entre la corriente acción democratista actual; Humberto Bártoli y Enrique Betancourt y Galíndez y otros que dirigen a URD; Raúl Ramos Giménez, Jesús Paz Galarraga, Adelso González, que dirigen el MEP; Jorge Dáger; Gustavo Machado, Jesús Farías, Pedro Ortega Díaz, que dirigen el Partido Comunista; Eduardo Machado, Guillermo García Ponce, que dirigen Vanguardia Comunista; Pompeyo Márquez, que es Secretario General del MAS; independientes como Arturo Uslar Pietri, Miguel Otero Silva, Tomás Enrique Carrillo Batalla (Ministro de Hacienda); Ramón Escovar Salom, Orlando Tovar, José Herrera Oropeza, Domingo Alberto Rangel, Jesús María Casal, Elpidio La Riva, el difunto Fabricio Ojeda, Juan Pablo Pérez Alfonzo como Ministro de Minas e Hidrocarburos; mujeres, sindicalistas, agraristas, maestros y otros; y no aparecen otros que por circunstancias del momento no pudieron estar para la firma porque desempeñaban algunas funciones que no eran las de Senador, Diputado o miembro del gabinete ejecutivo.

Esto de la lista representa para mí un gran interés, porque recuerda al país que esa Constitución no fue fruto de un entendimiento vergonzante del estatus ni una combinación impropia o indebida de determinadas fuerzas políticas, fue la expresión de la voluntad nacional; y las corrientes que pudieran mantener hoy mayor discrepancia con lo que es la propia vida constitucional actual, indudablemente están comprometidas con el Programa Generacional que representa para el país la Constitución de 1961.

Pienso que ese experimento democrático que nació y que pervive y que, sobre todo, tiene la característica de haberse fortalecido en momentos en que la democracia pasó por circunstancias muy duras en el Hemisferio, y que para Venezuela constituye un motivo de mayor prestigio y de simpatía por parte de los pueblos latinoamericanos de lo que pueda darnos el petróleo, representa una serie de circunstancias que es necesario tener a la vista para no descuidarlas, para aprovechar toda su significación. Por ejemplo, un entendimiento de militares y civiles: la vieja suspicacia se venció; los militares han sido para los civiles un tema, no diría que tabú, pero por lo menos muy comprometido. La literatura política tradicional en nuestro país y en otros países hermanos ha oscilado entre la adulancia servil a las Fuerzas Armadas, sobre todo cuando se han encontrado en ejercicio pleno del poder, y la abominación o la injuria.

Lo que las Fuerzas Armadas representan y deben representar, borrar esa especie de pugna entre militaristas y antimilitaristas, se logró en los días iniciales de este experimento. Y a mi entender, esta es una de las cosas que se necesita preservar: reconocer en los militares los elementos básicos fundamentales, el sentido de responsabilidad, el papel que cumplen en la vida del país, la necesidad que hay de que exista siempre una institución armada sólida, honesta, bien organizada. Al mismo tiempo que el reconocimiento por parte de los oficiales de las Fuerzas Armadas de que el salirse de su cauce legítimo, asumir funciones que no le corresponden, siempre ha repercutido en daños para el país y para la misma Institución.

La relación entre partidos e independientes: el 23 de enero surge la democracia con un signo pluralista, un pluralismo que les da a todos plena oportunidad y que amplía hasta límites mayores de lo establecido en cualquier país del mundo, la posibilidad de participación pública de cualquier grupo por minoritario que sea. Creo que no hay, por lo menos no lo conozco, ningún otro país en que un partido, obteniendo en toda la República apenas un total de votos igual al cociente nacional para elegir a un diputado, tenga su representación en la Cámara. Los cuerpos fundamentales del proceso político están integrados por los partidos: El Consejo Supremo Electoral no es, como en otras partes, una rama del poder judicial o un órgano del ejecutivo, sino que está integrado fundamentalmente a base de la representación de los partidos.

La presencia de los partidos es muy importante. Yo podría referir esta anécdota: el Ministro Vallenilla Lanz era mi amigo personal, habíamos sido alguna vez, de niños, compañeros de Colegio; en la conversación que tuvimos una semana antes de hacerme preso, que pienso fue una especie de clarificación de posiciones en que debatimos ásperamente algunos puntos y él trataba de convencernos de otros, mientras yo trataba de razonar los míos, recuerdo que me dijo: «Esos partidos son fantasmas; Acción Democrática no existe; de los tres miembros del CEN en la clandestinidad, dos son agentes míos; si Rómulo Betancourt viene y se presenta ante sus electores de San Agustín que lo llevaron al Concejo Municipal, nadie lo conocería, porque son italianos, portugueses y españoles que han llegado estos años». Este era el criterio que a mi entender él tenía y era en agosto de 1957, pero en diciembre de 1958 Acción Democrática ganaba las elecciones con un 48% y llevaba a la Presidencia de la República a su líder máximo Rómulo Betancourt.

Ese fenómeno de permanencia de los partidos es muy definido. Por eso no me preocupa, aunque me duele, el hecho de que algún gobierno, o algún país amigo como Chile, pueda pensar que por decreto, persecución o mordaza puedan destruir partidos políticos que son el resultado de un largo proceso, de una gran voluntad de respaldar unas ideas, unos programas y unos hombres.

La relación entre empresarios y obreros: la CTV y Fedecámaras comenzaron a aparecer como platillos de una balanza, como fuerzas de un equilibrio, como polos de una relación económica, y esto se ha mantenido hasta ahora. El pluralismo se extendió a otros grupos profesionales, grupos de maestros, grupo de periodistas, las universidades que tomaron una posición autonómica y otra serie de aspectos de nuestra democracia venezolana, entre los cuales a mi entender uno de los más importantes fue el sistema de la no reelección por dos períodos que se introdujo en la Constitución.

Si se va a la historia de esta disposición se encuentra que había dos tesis: la tesis de no reelección absoluta, tipo mexicano (el que ha sido presidente no puede volverlo a ser más nunca); y la tesis tradicional de no reelección por un período, por la que se inclinaba AD (el que ha sido presidente puede volverlo a ser, siempre que pase un período de su mandato).

Fue una fórmula de transacción la que yo propuse y encontré antecedentes, especialmente en Costa Rica. Ahora, debo pensar que en el fondo de muchos de los que discutían el asunto, había como la idea de que podía crearse un juego de ping-pong, un sistema como el de los Monagas (José Tadeo, José Gregorio, nuevamente José Tadeo) y que en el fondo podían incitar al expresidente Betancourt, que estaba en ejercicio, a comenzar al terminar su período a preparar una campaña de reelección para suceder a su sucesor, que iba a ser o que fue históricamente el doctor Leoni.

En Costa Rica parece que se vivió un proceso parecido en la época de don Cleto y don Ricardo y esta alternativa, a pesar de realizarse entre gente muy eminente, le restó vitalidad y por eso vino después la norma de no reelección por dos períodos, y yo creo que ella contribuye a hacer surgir nuevos líderes, porque obliga a salir otras figuras, a que se presenten otras caras y esto conduce, dentro de un país presidencialista como el nuestro, a una mayor aireación del mecanismo de selección del gobierno.

No me puedo extender demasiado, ni abusar de ustedes; ya he pasado con exceso el tiempo que me había propuesto, pero debo decir cuáles son las ventajas y defectos principales de la democracia venezolana. Sus realizaciones son muchas.

Tomando las cifras, por ejemplo, en materia de educación, entre 1958 y 1978 la diferencia cuantitativa es de volumen impresionante. Esta misma necesidad de convivencia que se ha sostenido en medio de todas las alternativas, de que la controversia política no se convierta en odio visceral es un hecho muy positivo. Cecilio Acosta, el hombre que tal vez profundizó más en el análisis de nuestros acontecimientos pasados, porque fue un gran observador del drama y escribió cuando habían pasado las más terribles contiendas, afirmaba que la causa de nuestros males estaba en el odio político. Pienso que en Venezuela se ha creado una como obligación de mantener las formas, más que en países muy civilizados. En días pasados el doctor Uslar observaba que en un país tan ilustrado como Francia, no entenderían una conversación cordial entre el Presidente Giscard y el candidato Mitterrand al menos en el momento actual.

En Venezuela el país nos reclama y nos exige tratarnos cortésmente, y cuando levantamos la voz nos lo reprocha. Hay como una especie de gran compromiso nacional en mantener por encima de nuestras diferencias y de nuestras luchas la idea del interés nacional.

El desarrollo sindical, aun con todos los defectos que se le puedan señalar en la actualidad, ha sido un fenómeno de trascendental importancia, lo mismo que el movimiento agrario, con todos los defectos y fracasos, ha abierto muchos caminos para el acceso de la tenencia de la tierra a los que la trabajan.

El sentido de la defensa de la soberanía es otro aspecto trascendental. Es curioso, pero los gobiernos democráticos en Venezuela han sido más defensores de la soberanía que los gobiernos dictatoriales. Los gobiernos más fuertes en lo interior fueron los más débiles ante lo exterior. El Laudo a través del cual perdimos centenares de miles de kilómetros cuadrados para el país, no lo perdieron gobiernos democráticos, sino gobiernos «fuertes», encabezados por hombres «fuertes», que encarcelaban y perseguían a sus enemigos, pero no se atrevieron, o no supieron realizar una política internacional que defendiera los intereses del país. Le tocó al Gobierno del General Gómez la ejecución del Laudo, la entrega de vastos territorios que habían sido venezolanos, donde había pueblos venezolanos. Me encontré en la Guajira gente como el Torito Barroso, que nació en Castillete del lado allá de la línea actual, cuando existió un pueblito que estaba bajo jurisdicción venezolana.

La política petrolera indudablemente es un punto de honor y de orgullo para la democracia venezolana. La afirmación de un proceso de nacionalismo, la creación de la OPEP, la defensa de mayores derechos para el país, todo ello ha sido la expresión de una voluntad nacional. El mecanismo de integración. El aumento de los servicios de salud, con todos los defectos que tiene. El aumento de la riqueza fiscal y las facilidades que el mismo sistema democrático ha dado para el desarrollo de la riqueza en todos los sectores.

La democracia tiene fallas, muchas. Se ha recordado la frase de Churchill de que la democracia es el peor de los regímenes, «si se exceptúan todos los demás». No hay sistema de gobierno perfecto, no hay sistema de gobierno bueno; pero la democracia, con todo, es el menos malo. El problema que tienen ahora las generaciones, el que tenemos los venezolanos a quienes nuestros compatriotas nos atribuyen funciones de dirección de la vida nacional, es el de saber utilizar los recursos que dan las instituciones democráticas para curar los males, los más graves males que actualmente afectan a la democracia venezolana. Para eso la misma democracia estimula el estudio, el análisis, el conocimiento, la divulgación de los problemas, en una proporción mucho mayor que en los sistemas no democráticos.

¿Vicios, fallas de la democracia? La marginalidad, sin duda. Para salud de la democracia venezolana necesitamos hacer frente a ese problema, que exige el esfuerzo de todos, el sacrificio de todos. Es difícil, pero hay que crear una mística y una confianza en que los programas que se realicen sean capaces de incorporar a la vida nacional esos vastos sectores que están marginados de la civilización, del progreso, de los beneficios de la vida moderna. Muchos de los derechos fundamentales de la Constitución, no es que no existan, pero indudablemente no se aplican a plenitud desde que hay sectores a los cuales no alcanzan. El problema del régimen municipal, que tanto nos ha preocupado en los últimos tiempos, que ha llegado a presentarnos cuadros bochornosos. Creo recordar, sin embargo, que en una de las municipalidades del país, la que más escándalos ha dado, hechos de corrupción en gran escala se iniciaron en los propios días de la dictadura como consecuencia de la valorización de la tierra, de la importancia de los permisos, del valor de las «zonificaciones».

De manera que no empezó esto con la democracia, como no empezó sin duda con la democracia el hecho doloroso, lacerante, repugnante, de la corrupción. En el Poder Judicial hay que hacer un esfuerzo a fondo, porque es la rama del Poder Público que más importancia tiene en la vida diaria de los ciudadanos. Y la ineficiencia es característica administrativa en muchos de los organismos y empresas del Estado. Esto es cierto también.

Ahora, yo me pregunto si estas fallas, si estos vicios son propios del sistema democrático y si en conciencia los que a veces, indignados por la situación, dicen «aquí tiene que suceder algo», como admitiendo o invocando la posibilidad de un hecho de fuerza que rompa el experimento iniciado el 23 de enero del 58, en el fondo de su conciencia creen que al establecerse un gobierno de fuerza, sin controles legislativos, sin partidos vigentes, estos defectos se van a corregir o por el contrario van a aumentar. Porque el gobernante de fuerza es esclavo de aquellos que lo apoyan y lo sostienen, y su fuerza se estrella ante los vicios de los que le dan la posibilidad de mantenerse en el poder. La historia de la corrupción es muy larga, y valdría la pena hacer un estudio de los mensajes de todos los presidentes de la República desde el primer día, para encontrar en todos o casi todos ellos el señalamiento de la lucha contra el peculado como una necesidad fundamental. Estos problemas desbordan los regímenes políticos y se encuentran por todo el mundo.

Cuando uno tiene la oportunidad de viajar un poco, se encuentra con que no hay régimen en el cual, en alta voz o a través de murmuraciones, no se señalen los abusos, los hechos de corrupción que se realizan y solamente pueden enfrentarse a ellos la conciencia social que hay que forjar para repudiarlos en su realización concreta y la vigencia de leyes y Poder Judicial que sean capaces de cumplir su deber.

He recordado en estos días, cuando oigo las quejas contra el sistema democrático, una anécdota que solía contarme un ameno conversador, gran intelectual y gran persona que fue Víctor Andrés Belaúnde, historiador, académico, ensayista peruano y Presidente de la Asamblea de las Naciones Unidas durante algún tiempo. Él, que tenía una formación religiosa profunda, decía que cuando el hombre pecó en el Paraíso, Dios le impuso tres maldiciones, pero de las tres le dio redención; pero en cambio hubo una maldición implícita que no pronunció, que no está en la Escritura, pero de la cual no le dio redención posible. Le dijo: «Con el sudor de tu frente ganarás el pan», pero puso en el trabajo la fuente de la superación moral, una pena que se convertía en motivo de purificación y de engrandecimiento. Le dijo: «hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella te sacaron, pues eres polvo y en polvo te convertirás», pero la muerte fue el comienzo de una nueva vida. Y a la mujer le dijo: «parirás tus hijos con dolor», pero puso en la maternidad la más noble de todas las funciones y especialmente la sublimó con la concepción de la maternidad divina de María.

Mas hubo otra maldición —decía Víctor Andrés—, que Dios no pronunció, que no está en la Biblia, pero de la que el hombre no puede liberarse nunca. Le dijo: «hombre, no has querido que yo te gobierne, de ahora en adelante te vas a gobernar tú mismo». Y esa maldición la tenemos. La de ser gobernados por nosotros mismos, la de ser gobernados por hombres, con todos sus vicios, con todas sus fallas, con todas sus pasiones. Y por eso, los regímenes todos están llenos de defectos; pero entre ellos, el que nos garantiza la libertad, el que nos asegura el derecho de expresarnos, el que nos da el derecho de movernos, el derecho de organizarnos, ese nos da la posibilidad, por lo menos, de luchar para que la situación sea mejor. Y son ciento cincuenta y más los de experiencia en la vida política de nuestro país, los que nos demuestran cómo todas las revoluciones violentas empezaron por hermosos programas y terminaron en monstruosas situaciones de dolor y crueldad.

Quizás, cuando dije antes que para entender el 23 de enero de 1958 hay que recordar el 17 de diciembre del 35 y el 18 de octubre del 45 y el 24 de noviembre del 48 y el 2 de diciembre del 52, podría haber añadido para no cubrir más que este siglo, que deberíamos también recordar el 23 de mayo del 99 y el 19 de diciembre de 1908. Porque si releemos el mensaje de Cipriano Castro: «Nuevos Hombres, Nuevos Ideales, Nuevos Procedimientos», entendemos por qué la juventud universitaria lo salió a recibir en triunfo, cuando llegó a Caracas como el vencedor de la corrupta situación en que se encontraba el gobierno del liberalismo amarillo. Cuando leemos los primeros documentos del General Gómez, entendemos por qué las mentes más preclaras aquel entonces escribieron abriendo compases de esperanza y de fe al nuevo sistema de libertad que con Gómez se iniciaba. Ha sido una experiencia muy larga; y nuestra generación y la generación antecedente y la generación que la sigue tienen que conservar ciegamente la confianza en la libertad.

La gran angustia en que vivimos es que hay ya grandes grupos humanos que no supieron lo que era la falta de libertad, y que tienen frente a este supremo valor una posición despectiva, análoga a la que tienen las nuevas generaciones europeas en relación al problema de la guerra. Los nuevos jóvenes de Europa no saben lo que fue la guerra; lo han oído pero no pueden medir lo que significó aquella tragedia. Y hay muchos jóvenes en Venezuela que no se imaginan lo que fue la tiranía y lo que representa como ganancia fundamental la conquista de la libertad.

Ya voy a terminar, pero no quiero eximirme de leer un párrafo o dos de un discurso del Presidente Carter en París que acaban de enviarme de la Embajada Americana. En esta gira del Presidente Carter a varios continentes, más conocida por una serie de anécdotas, no todas muy favorables a la organización de la misma y a los mecanismos empleados, hubo hechos importantes y uno de estos fue el discurso en defensa de la democracia, que pronunció ante el Presidente Giscard d’Estaing el Presidente Carter, planteando con una claridad que impresiona cosas muy interesantes. Después de hacer el elogio de la democracia dice: «la democracia es indudablemente una idea cautivante, una idea tan atractiva que inclusive sus enemigos tratan de disfrazar la represión con falsos lemas democráticos…

Pero nuestro orden democrático está sometido a prueba. Hay quienes preguntan si los valores democráticos son apropiados a las circunstancias contemporáneas. Voces procedentes del mundo en desarrollo se preguntan si las nociones de libertad de expresión, libertad personal y gobierno libremente escogido no deben ser dejadas a un lado en la lucha para vencer la pobreza. Voces procedentes del mundo industrial se preguntan si la democracia nos habilita para el vertiginoso ritmo de cambio en la vida moderna. Hemos escuchado algunas afirmaciones en el sentido de que la sociedad democrática no puede imponerse la moderación ni la autodisciplina necesaria para hacer frente a los problemas económicos persistentes». Después dice: «Estos problemas son reales, debemos admitir su existencia, pero debemos llevar también la responsabilidad que impone la sociedad democrática sobre los que forman parte de ella. Esto significa proclamar nuestra fe inconmovible en los valores de las naciones democráticas y nuestra convicción de que esos valores son todavía relevantes para el rico y para el pobre, en el Norte y en el Sur, en el Este y en el Oeste. Es precisamente cuando la democracia afronta difíciles problemas, que sus líderes deben mostrar firmeza en cuanto a resistir la tentación de hallar soluciones a las fuerzas no democráticas».

Les confieso que la lectura de este discurso, extenso y con una serie de observaciones más, de mucha importancia, me ha causado una gran impresión. Por una parte, porque nos recuerda que el problema no es solo nuestro, sino que desborda nuestras fronteras y nuestro continente y alcanza a todo el mundo en vías de desarrollo y a todo el mundo industrializado, que se plantean esta tremenda interrogante de si la democracia es apta para resolver los problemas que se plantean. Y por otra parte, porque hace un llamado, un llamado vigoroso para reforzar la fe en los valores fundamentales que inspiran a la democracia. Y como los Estados Unidos lograron en la Segunda Guerra Mundial, ante una crisis de fe en la democracia, que esa fe reviviera porque demostraron la eficiencia, la decisión, el coraje que fue capaz da derrotar a las maquinarias fabulosas construidas por el totalitarismo, estas palabras creo que revisten una gran trascendencia y una gran actualidad.

Pienso que para Venezuela, la celebración de los veinte años del 23 de enero de 1958 debe significar una cruzada para que se conozcan los hechos, se analicen; para llevar especialmente a las nuevas generaciones la fe en esas libertades conquistadas con tantos esfuerzos, con tanta constancia, con tantos sacrificios, con tanta conciencia de la unidad nacional por encima de las diferencias que separaban. Que es necesario, sí, entrar a fondo al análisis de problemas como el de la corrupción, el de la marginalidad, el de la ineficiencia; provocar una renovación institucional en el Congreso, en los Tribunales, en los Municipios, en la Administración, recordando que la falla de muchas de esas instituciones no es una falla propiamente del sistema democrático en sí, sino una falla nuestra, del país, de las costumbres, de la educación, de los sistemas que nos han antecedido y que se han ido endureciendo a través del tiempo. Encontrar un modelo propio de desarrollo, y en vez de poner a la democracia en el banquillo, lo que hay que hacer es reconocerle su virtualidad, estudiar sus posibilidades y convertirla en un hecho dinámico para la transformación del país.

Pienso, para terminar, que al cumplirse veinte años del 23 de enero de 1958, debemos pensar que comienzan otros veinte años de ejercicio de la vida democrática, que tienen que consolidar lo positivo logrado, enfrentar lo negativo, corregir las fallas y las deficiencias y demostrar un hecho que tantas veces se negó a través de la historia: que el pueblo de Venezuela puede ser gobernado como una comunidad de hombres libres; que no nacimos para ser esclavos, y que es falsa y perversa la historia, la idea o el rumor de que no podemos ser gobernados sino por el látigo y la bota inclemente. En esto, el compromiso no puede ser de los políticos tan solo, sino que tiene que ser de todos los factores que hicieron posible la transformación operada el 23 de enero: políticos de partido e independientes, militares y civiles, empresarios y trabajadores, intelectuales y campesinos, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, todos tenemos el deber de afianzar esta convicción y de movilizar los resortes materiales y espirituales para afirmar en realidad el decoro y la superación de Venezuela.