Una revolución sin rumbo III

Tercero y último artículo sobre la Revolución de Octubre, escritos especialmente para el diario El Gráfico y publicado durante tres días consecutivos.

¿Hay una política social y económica?

Nadie que viva en este siglo y sienta la honda inquietud social que caracteriza nuestra época, puede creer que una revolución cualquiera puede cumplirse hoy sin un objetivo social. La Revolución de Octubre no podía ni puede ser un episodio simplemente político. Tenía que afirmar postulados de transformación social y hallar en el ansia profunda de justicia que anima a las masas populares un motivo fundamental de acción.

Imposible habría sido, por ello, que la Revolución se hubiera ofrecido al país como un movimiento simplemente encaminado a lograr la democracia política. Tenía que anunciar algo más que también llegara al corazón de las clases humildes y ese algo, lo de más relieve y de más bulto, lo más inmediato y urgente, tenía que ser «abaratar el costo de la vida y elevar las condiciones económicas y sociales en que vive el pueblo». Así lo prometió la Junta Revolucionaria de Gobierno en el anuncio de su constitución.

¿Se ha desarrollado una política económica?

Hasta aquí todo va dentro de la lógica más elemental y dentro del más sencillo planteamiento. Clara había sido la línea política mantenida desde la oposición por quien encabeza el Gobierno Revolucionario. Rómulo Betancourt había formulado, en efecto, las críticas más radicales a la inepcia de la administración que había permitido la escasez, el encarecimiento de la vida, las «colas» y el racionamiento. Al llegar al poder, con la misma sencillez radical se anunció la supresión de las colas en el transporte colectivo, la baja de los precios, la venta de la carne durante todos los días de la semana. Se adquirieron después de unos meses algunas unidades para el transporte urbano, se decretaron rebajas generales de alquileres, se importaron artículos de primera necesidad. Al cabo de veinte meses (y no diez y ocho como anteriormente dije), el Gobierno ha reconocido que la situación no es tan simple. La escasez ha seguido aumentando y los precios de los artículos, pese a los índices oficiales, se mantienen en alza progresiva.

La conclusión que el público formula es, o la de que la política económica de AD ha fracasado, o la de que no se ha formulado todavía esa política económica. En abono de una u otra tesis podría interpretarse un hecho, de trascendencia decisiva: la remoción del doctor Carlos Alberto D’Ascoli, el hombre de más autoridad respecto a estas cuestiones en el seno de Acción Democrática, y su reemplazo por un ciudadano de filiación independiente. O es que Acción Democrática, tan celosa de su hegemonía en el campo político, no cuenta con elementos suyos para realizar el plan de transformación nacional en este campo; o es que, mientras se aferra a conservar posiciones políticas como las Presidencias de Estado, ha querido «lavarse las manos» acerca del resultado de la política económica y fiscal.

Hondas contradicciones

Porque es en este campo donde también las contradicciones han sido más hondas. Si se propugna una política de equilibrio creador, de armonía fecunda entre el capital y el trabajo, debe desecharse la tendencia a hacer pensar que la revolución social que se anuncia está marcada con un signo destructor. Porque sucede que, con un propósito simplemente electoral, muchos en nombre del Gobierno o su Partido ofrecen –especialmente en el medio rural– una transformación que romperá con todo equilibrio y con toda armonía y llegará al arrase definitivo de una clase social.

«Firmes estaremos –se dice– abriéndole surcos a una Revolución que no se va a detener aquí –óigase bien– que va a llegar muy lejos y que tiene un camino claro de redención social, donde no cabrán cuando ella llegue a su cenit, los explotadores, los terratenientes (sic) y los que en una u otra forma están traficando y siguen traficando con el dolor del pueblo».

Esto afirmó en la sesión matutina del sábado 14 de junio, el Representante Domingo Alberto Rangel, vocero calificado de la mayoría. Frases como esa, y más categóricas aún, han ocasionado en el medio rural una actitud esterilizadora: muchos dueños de tierras tratan de reducir sus inversiones porque creen en la proximidad de una catástrofe, mientras los campesinos se niegan en veces a contribuir con su esfuerzo a lo que consideran un enemigo ya vencido y en trance de desaparecer.

El reparto de millones de bolívares en créditos agropecuarios no puede rendir grandes frutos en un medio psicológico de desconcierto, de inestabilidad. Para producir se necesita confianza. No confianza en el abuso, en la injusticia: porque el Estado debe manifestar su firme voluntad de mejorar las condiciones de vida y trabajo del obrero. Pero sí, confianza en que, una vez llenados los requisitos y exigencias de la justicia social, el esfuerzo productivo y creador puede contar con un margen de seguridad. Confianza en que el fruto de ese esfuerzo no quedará a merced de fórmulas verbales o de acaloradas concepciones que echen por tierra el sistema jurídico al amparo del cual se formó. Pues, en este sentido, un régimen de demagogia es más peligroso todavía que un régimen de colectivismo; dentro de éste, ya destruido injustamente quien representara un esfuerzo privado, aparece al menos quien tiene la responsabilidad de que se produzca, a saber, el Estado. Pero, en un régimen de demagogia, el esfuerzo privado, que sigue siendo el responsable de la producción, se encuentra timorato y huraño.

El Banco Central y la iniciativa privada.

Autorizadas y aleccionadoras resultan, en consecuencia, algunas palabras del capítulo «Perspectivas” de la reciente Memoria del Banco Central de Venezuela. «El futuro económico de Venezuela –se expresa allí– más que de la riqueza petrolera, depende, según lo ha reconocido una autorizada dependencia gubernamental, de la labor y de las iniciativas particulares y de que se construya sobre cimientos firmes y adecuados el desarrollo de las actividades colectivas. Si el Estado se transforma en empresario, es preciso que su política intervencionista no pierda contacto con el sector privado de la economía, que establezca límites a su actuación y que sus iniciativas se dirijan con preferencia hacia aquellas actividades susceptibles de ampliar el radio de las inversiones de los particulares y de colaborar con los restantes sectores de la economía».

El referido Instituto concluye el análisis de las Perspectivas con frases de extrema gravedad. Señala cómo «el año 1947 puede ser decisivo  para la trayectoria económica del país» y finaliza así: «De no hallar adecuado y pronto remedio, crecerán las posibilidades de una crisis futura y lo que es más grave, se pondrá en trance de riesgo la obra apenas comenzada de renovar y modernizar nuestra estructura económica».

Momentos de honda gravedad

En lo económico y social, pues, como en lo político, Venezuela está viviendo momentos de honda gravedad. No basta que Venezuela oiga el que se está viviendo una Revolución. Es necesario darle la clara impresión del objetivo adónde esa Revolución conduce. Si el objetivo de esa Revolución fuera la implantación de un Estado socialista con sus características de invasión del Estado en todas las esferas de la libertad humana y de abolición del régimen económico basado en la iniciativa privada, sería preferible que eso se hiciera pronto, para ver si el Estado Providencia es capaz de resolver los problemas urgentes. Pero si ese objetivo es la creación de un Estado democrático, con vivas preocupaciones sociales y una moderada y justa intervención en los aspectos que así lo requieren, no parece adecuado el que se continúe esparciendo la especie de que apenas estamos viviendo la antesala de una revolución total a través de la cual se arrasará con lo existente.

La elección de un rumbo constituye, pues, necesidad urgente. Y que en ese rumbo coincidan los responsables del gobierno: funcionarios, líderes y parlamentarios comprometidos con la línea oficial. Por malo que sea ese rumbo que se pueda dar a Venezuela, es todavía mucho más grave el que ande como un barco perdido, sin orientación sobre las olas procelosas, y sin que su tripulación tenga otro propósito que impedir que nadie más pueda hallar acceso al timón.