Reforma agraria y técnica administrativa

Columna Consignas, publicada en el diario El Gráfico.

La discusión del Proyecto de la Ley Agraria en la Cámara de Diputados ha puesto de relieve un fenómeno observado con anterioridad. Se odia la técnica legislativa. No se quiere hacer un instrumento conforme a las reglas que la experiencia aconseja para darle claridad, precisión y armonía. Se responde con ira cuando se pide propiedad en el vocabulario. Hasta, según lo recogiera un diario que no es precisamente de nuestra tendencia, se tiene a orgullo afirmar que en la elaboración de un proyecto de tanta trascendencia social no ha intervenido ningún abogado.

Las exposiciones del señor Diputado Quijada, patrocinante del Proyecto de Ley Agraria en nombre de la mayoría de la Cámara de Diputados, y la interpretación gráfica del Diputado Manuel Martínez a las objeciones presentadas en este sentido, son claro índice de aquel estado de ánimo.

Es la secular pugna del empirismo en contra de la técnica. Cuando se les conocen las dificultades que la ciencia ha encontrado en la producción de obras humanas y las normas que ha ido elaborando para vencerlas, se tiene una audaz propensión a despreciarlas como estorbos. Pura ridiculez, pasión o frenesí de garabatos, le parecen al maestro de obra los cálculos del ingeniero. Pedanterías garrulescas son para el sacamuelas las investigaciones científicas de la Odontología. Ridículos inventos son para el curandero, los microbios o las vitaminas.

Así mismo, cuando alguien en nombre de la técnica jurídica invoca preceptos legales o principios científicos para pedir que una ley se someta a las condiciones de la elaboración legislativa, surge la afirmación inconsulta de que eso son «leguleyerías», o se califican de «sofismas» las nociones que no se comprenden.

Olvidan quienes así proceden, que la durabilidad de las obras humanas exige una construcción adecuada. Si se resuelve hacer un edificio hay que llamar los arquitectos para que lo levanten. Si se está preparando una Ley «que tiene por objeto transformar la estructura nacional», es necesario formar una conciencia de la responsabilidad de su estructura. Ante ella, las discusiones suscitadas han de catalogarse en dos grupos: las de tipo social o económico, y las de tipo técnico. En las primeras cabrá el ardor de la polémica beligerante de las concepciones en pugna; en las segundas, es forzoso hacer privar el ambiente de sereno análisis, indispensable para evitar daños considerables que el apresuramiento o la falta de claridad pueden ocasionar a los interesados.

En el curso de los debates realizados el jueves, tuve ocasión de recordar lo que ocurrió en Caracas cuando, ante una observación del señor David H. Blelloch al Gobierno Nacional sobre la necesidad de traer técnicos para estudiar un Proyecto de Ley de Seguro Social, alguien tuvo la infeliz ocurrencia de decir que «cualquiera podría hacerla, porque había muchos libros sobre la materia». Con británica flema, el señor Blelloch respondió: «También hay muchos libros sobre locomotoras. Yo desearía que, con ellos, ese señor me hiciera una locomotora». ¿Es que acaso una locomotora es una obra más difícil que el mecanismo complejo y trascendente de las relaciones humanas en el agro? ¿Es que acaso, con los seres humanos diseminados en el territorio nacional, se puede juzgar con mayor libertad que con las ruedas inertes de un engranaje?

La experiencia de reformas agrarias en el mundo es rica en enseñanzas, aunque contados son los casos que pueden seguirse como ejemplo. Los manuales de economía social están llenos de reflexiones y advertencias al respecto. «Las faltas cometidas en este orden –expresa uno de ellos- se pagan muy caras: traen consigo la miseria, las perturbaciones sociales, la disminución y la degeneración de la población. Por el contrario, la prudencia de las instituciones tiene, en este dominio, amplia recompensa: aumenta, con el rendimiento de las tierras, la riqueza pública: obtiene una población numerosa, sana, laboriosa y pacífica, elementos de prosperidad y de paz social; asegura mediante el reclutamiento del Ejército, el poder militar de la nación; proporciona brazos a todas las industrias».

La intención mayoritaria en la reforma agraria venezolana parece ser opuesta. Parece preferirse «intransigentemente» el sistema de la aventura. Si en las sesiones extraordinarias del Congreso ofreció el vocero de la mayoría, doctor Alberto Carnevali, que el Proyecto de Ley Agraria sería el resultado de los cambios de ideas entre los diversos sectores de opinión, ello no se cumplió: el Proyecto se presentó como un punto de vista de Partido sin previo aviso ni consulta a los otros sectores. La Comisión de Agricultura de la Cámara, que debió opinar sobre el Proyecto para la primera discusión, difirió su criterio para la segunda; y en vez de cumplir lo ofrecido, no se reunió ni lo estudió, y ya hoy se está aprobando el Proyecto en segundo debate, ofreciéndose para el tercer debate un estudio de comisiones en cuya realización puede abrigarse poca esperanza si se atiende a los precedentes inmediatos.

Parece quererse, pues, poco estudio, poca reflexión, poca técnica en la aprobación del Proyecto. A quien pide que no sean violentados los campesinos sin llenar condiciones mínimas cuando de traslados de núcleos de población se trate; o a quien exige que no se desvirtúe el concepto cabal de lo que es una cooperativa; o a quien reclame que no se pretenda con la reforma crear más colonos, sino más propietarios, se le pinta enarbolando la bandera del «latifundismo». La estridencia demagógica es la única réplica a los argumentos el sentido común y de la técnica.

Podríamos decir que hay un empeño napoleónico en imponer el capricho de individuos o de grupos, pero ello sería injusto con el personaje francés. El Primer Cónsul Napoleón metió su mano, es cierto, en la elaboración del Código Civil, impuso muchas veces su punto de vista en problemas largamente debatidos, pero no pretendió establecer un vocabulario personal, o redactar artículos desconociendo el derecho de hacerlo a un Portalis o a un Tronchet. Más bien recuerdo aquella actitud, la conocida anécdota del general Gómez, cuando en persecución de restos de la Revolución Libertadora, se le indicara en alguna ocasión la conveniencia de hacer un mapa. A lo cual respondió el futuro Dictador: «Vamos a pelear primero y después hacemos el mapa». Eso lo podía hacer Gómez, y en una época de montoneras, pero es increíble que la misma táctica se pueda aconsejar en el momento en que se trata de reorganizar sobre bases perdurables las relaciones del hombre y la tierra en toda la superficie de Venezuela.