La Policía de Mérida o el Estado arbitrario
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 14 de noviembre de 1948.
En más de una ocasión ha sido comparado el juego político de la democracia, con un evento deportivo. En él se lucha encarnizadamente; pero dos elementos son indispensables: cumplir las reglas y saber perder. Quien acude al campo del deporte sin ánimo de reconocer al contrario su triunfo bien ganado, ése no es deportista; quien invita al juego democrático, sin la disposición de admitir los buenos puntos que se acredite el contendor, ése será un falsario, pero no un demócrata.
Si tal razonamiento es impecable, dolorosas consecuencias desde el punto de vista de nuestra actualidad nacional representa la política oficial en los estados Táchira y Mérida y en aquellos Distritos donde la voluntad mayoritaria del pueblo repudio las candidaturas con apoyo oficial.
Allí perdió el Gobierno. Por encima de todos los esfuerzos del oficialismo, le fue imposible mixtificar la voluntad adversa del pueblo. No importa que, con cínico descaro, se utilizara como órgano del partido AD un periódico, «Vanguardia», que por las sentencias del Jurado de Responsabilidad Civil y Administrativa es propiedad de la Nación. Para nada sirvió el dinero de los venezolanos derrochado a través de la Administración de Bienes Nacionales con el objeto de comprar conciencias, en maniobra electorera comprobada mediante documentos oficiales y ante cuya denuncia nada ha podido decir todavía ningún vocero adeco. La oposición triunfó allá desde las primeras elecciones, y los comicios sucesivos han robustecido y ratificado la determinación popular de respaldar a COPEI.
Pero ese triunfo popular ha servido también para evidenciar la arbitrariedad descarada que priva en el ejercicio del poder. Acción Democrática no se resigna a perder una sola jugada. Ni respeta reglas, ni admite lealmente las consecuencias de la derrota. Su voluntad omnímoda no retrocede ante ningún recurso, con tal de asegurar su hegemonía. No le han valido sus propias leyes: cuando le han estorbado no ha vacilado en quebrantarlas.
Lo ocurrido con la policía de Mérida es muestra de la grotesca inconsecuencia. La Constitución, saludada por la retórica del Régimen como «la más democrática de América» y que empezó a ser violada al nacer, reserva al Poder Municipal la organización de su servicio policial. Los Estados, según ella, no pueden tener Fuerzas Armadas. Las Fuerzas Armadas están reservadas al Poder Nacional y dentro de cada Estado sólo podrán existir, además, las de la Policía Municipal.
La disposición no se estudió, o no se tuvo el pudor de no atacarla. Después, resultó inconveniente a los intereses adecos: no se había tomado en cuenta la posibilidad de que algún Poder Municipal no fuera controlado por la tarjeta blanca. Entonces se acudió a los expedientes más torpes. Se desarmó a la Policía Municipal, mientras se otorgaban permisos ilegales para portar armas a los ciudadanos adictos a los gobernantes estadales. Se inventaron los trucos más absurdos por parte de los propios Alcaldes y hasta se autorizó una pública manifestación de violencia contra una policía legítima, pero desarmada y desautorizada. Ello, todavía, fue poco para el Régimen. Había en el Congreso una mayoría complaciente de brazos alzados, dispuesta a respaldar cualquier Ley nacida en el Ejecutivo, aun cuando fuera anti-constitucional. ¡Triste historia la del Proyecto de Ley de Organización Provisional del Servicio de Policía, tramitada con acomodaticia velocidad!
No fue posible, sin embargo, a la complaciente mayoría parlamentaria, serlo tanto como para no tratar de dar un barniz aparente a la ley tristemente famosa. Se suprimieron algunos de los más flamantes exabruptos y se admitió la existencia de una «Policía Administrativa Municipal», cuyos integrantes «serán nombrados por el Concejo Municipal en la forma que éste lo establezca».
Quedó dispuesto, pues, por la Ley Anzola, que «el Concejo Municipal de cada Distrito fijará el número y la dotación de las Fuerzas de Policía destinadas al mantenimiento del orden público» y, por otra parte, organizará sus «Servicios de Policía Administrativa Municipal». Ni siquiera esto se ha cumplido. El radiograma del Diputado Barrios Mora, presidente de COPEI en Mérida, informa cómo el gobernador Parra León se incautó de toda la Policía Municipal, organizándola a su antojo, sin llenar ante el Concejo ni aun los requisitos de la Ley Anzola. Por supuesto, ya la Policía de Mérida ha vuelto a portar sus revólveres…
«El mandato arbitrario –enseña la Filosofía del Derecho– es aquel que no se funda en un principio general aplicable a todos los casos análogos, sino que responde a un simple porque sí, porque me da la gana, en suma, a un capricho o antojo que no dimana de un criterio general. En cambio… es precisamente característica esencial de la norma jurídica el ligar necesariamente al mismo poder que la dictó».
El caso de la Policía de Mérida pone al relieve cómo campea en Venezuela el Estado arbitrario: ni siquiera es capaz de someterse a la propia Constitución Nacional que elaboró, ni aún a la Ley anti-constitucional que hizo pasar. Si ellas estorban, ¡al cesto! Lo que interesa es mandar, como sea.
Al sostener a un gobernador repudiado por la mayoría popular y censurado por la Legislatura que aquella eligió, el presidente Gallegos está colocando en situación difícil ante la opinión pública sus promesas democráticas. Lo más grave que pueda pasar a una Nación es que no se tenga confianza en la palabra del Jefe del Estado. Y esa confianza nace de los hechos. Hay momentos en que los compromisos de partido deben estrellarse ante solemnes juramentos. El Primer Magistrado tiene todavía ante sí el camino de la sinceridad democrática a que lo comprometió el juramento formulado en la oportunidad más solemne de su vida. Si por cumplirla se disgusta el partido, será el partido y no él quien obra mal. La consecuencia con pequeños intereses, cede y flaquea cuando se halla en conflicto con intereses nacionales de capital importancia.