Los rumores
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 20 de octubre de 1948.
Con improvisación demasiado grave para haber sido dicha «de improviso», el Presidente de la República clausuró el acto de la Plaza de El Silencio. Salió a la arena en actitud batalladora. Sorprendió a la opinión dedicando su polémico discurso a combatir «adversarios políticos» y a defender, con emocionadas frases de cariño, más que con argumentos, «al hombre que ha sido blanco de todos los ataques de la oposición».
No quisiéramos personificar en el Jefe del Estado el combate que hacemos leal y abiertamente a su partido. Consideramos sus vínculos con Acción Democrática, pero quisiéramos verlo colocarse por encima de la pugna de grupos. Quisiéramos verlo dejar que libren el combate quienes, restituidos a las filas de su parcialidad, readquirieron el pleno derecho de apasionarse en la pelea. Pero no lo quiso así el Presidente la noche del 18. Sintió la necesidad psicológica de lanzarse al ruedo, como el torero que ve a otro lidiador en las astas del toro. Sintió la necesidad de hacer el quite.
No voy a analizar si fue o no conveniente que dijera el Primer Magistrado, al referirse a sus nexos con el señor Betancourt, que «nada los separa». Pero sí estimo ineludible, porque soy uno de sus «adversarios políticos», porque orgullosamente milito en filas de oposición y a la oposición indiscriminadamente dirigió su vehemente requisitoria, y hasta porque nunca he ocultado el alto aprecio personal que tengo por el señor Gallegos, comentar su discurso de clausura del mitin del 18.
Dos rumores fueron para Don Rómulo Gallegos la expresión de la gravedad de la hora. Desmentirlos, su principal objeto. Uno, el de que hay un distanciamiento entre él y Betancourt. Otro, el de que los militares «le presentaron un pliego» exigiendo ciertas modificaciones en la actualidad política. Personalmente, nunca he creído ni en uno ni en otro rumor, aunque parezcan fundados en la lógica histórica. Las razones son obvias, pero no es ello lo que interesa ahora. Interesa aclarar la génesis de esos rumores. Si en verdad ellos han ido llenando los corrillos (nadie lo ha de negar) ¿puede afirmar con entera conciencia el Presidente que provienen de la oposición? Yo no lo creo, tampoco. La oposición sabe que no es con rumores como puede ganar la batalla política. Y además, lo que diga Jóvito Villalba, ni lo que diga yo, ni lo que «inventen» Pedro Sotillo o Miguel Ángel Landáez sobre las intimidades de Palacio, puede tener fuerza de convicción ante la credulidad popular. Se sabe que no somos «de adentro». «De adentro» han de venir tales rumores. Son los «íntimos» quienes traslucen sucesos menudos que el rumor hincha o altera. ¿Globos de ensayo? ¿Guerra de nervios? ¿Afloramiento de soterrados apetitos?
El público juzga por indicios. Son los indicios los que van dando verosimilitud a un rumor. El mismo tono agresivo, la misma expresión hiperbólica, aquel llamado «a la lealtad recíproca», constituye un indicio elocuente de que no tiene consistencia de bloque granítico el conglomerado gobernante surgido de «la peripecia de octubre», como gusta calificar al origen del Régimen el señor Betancourt.
El «quite» indicó la presencia de las astas agudas de la crítica, que tienen arrinconado al «matador» en la barrera de la opinión pública. Aunque al lanzarse al ruedo y realizar el quite con mejor intención, el Presidente «le robó su público» al diestro, cuyo anuncio constituía la atracción del espectáculo, y por el plantaje pinturero con que remató su media verónica, se cogió para si el enardecido sentimiento de «su fanaticada».
Terminó el Primer Magistrado haciendo un llamado a la concordia. El final salvó la dureza de la trama. Como en «Canaima» al hundimiento del protagonista en la selva de la pasión política, siguió al menos el envío de su hijo a entrar nuevamente en contacto con la vida social. Pero ese llamado a la concordia fue arrogante. Se ofreció a los adversarios «dominados», como dádiva envuelta en frase deprimente: «cuando se es poderoso, se puede y se debe ser generoso». Al ofrecer esa concordia como una limosna, ¡cómo ha venido a nuestra mente la expresión «la oposición menesterosa» empleada en reciente debate por un vocero de la mayoría! Temió el Presidente ser objeto de burlas. Somos «sus adversarios» quienes tememos estar siendo objeto de una burla cuando se nos lanza el níquel de una «concordia», cuya realización no miramos por ninguna parte.
Si la consideración al adversario ha sido personal característica de Don Rómulo Gallegos, no alcanzamos a entender cómo la concordia que predica puede significar decir a los opositores, desde el más alto sitial de la República: «ustedes son mentirosos e infames, pero como nosotros somos poderosos y los tenemos dominados, y cuando se es poderoso se puede y se debe ser generoso, ahí les tendemos la mano que podría pegarles y les concedemos el privilegio de besarla».
Que se repita, sí, «una y mil veces» la palabra concordia. Pero que se recuerde que ella no significa arrogancia, ofensa ni injusticia, sino «conformidad, unión, buena armonía», es decir, mutuo respeto entre quienes se reconocen iguales en dignidad ante el Derecho.