El Poder Civil
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 22 de enero de 1949.
Un reciente artículo del doctor José González González, uno de los más ágiles columnistas que haya tenido el periodismo venezolano, concluía ésta con una observación propensa al análisis sociológico y la meditación política: «De buena fe –decía él–, con sinceridad les digo a las gentes que antes fueron de oposición: no incurran en los errores pasados; y no olviden que sobre ustedes recae, ahora, la responsabilidad de reivindicar otra vez, por las buenas acciones, el prestigio del poder civil, tan venido a menos después que algunos pretendieron salvarlo con la asonada y el incendio, luego de haberlo hecho naufragar por el desacierto y la soberbia».
«El Poder Civil»: he allí una expresión llena de contenido polémico en la historia de Venezuela; he allí una expresión lista para la maniobra escandalizante en la actualidad de los últimos años. Bien lo observa González González: algunos (que tenían la histórica responsabilidad de acreditarlo) lo hicieron naufragar por el desacierto y la soberbia, para después pretender salvarlo con la asonada y el incendio.
Los partidarios del gobierno derrocado desarrollan hoy en el exterior una intensa campaña alrededor de ese concepto. Sus adeptos realizan en la clandestina actividad interna, una gran especulación sobre esa idea. La tesis es solo una de las tesis, porque la otra es la del avance social que ellos dicen haber representado frente a una supuesta realidad retrógrada, la de que el trienio de Acción Democrática representó la defensa del Poder Civil frente a la agresión militar, siempre en acecho.
La verdad es la de que Acción Democrática no encarnó en Venezuela el viejo y firme ideal nacional que se expresa en la frase «el Poder Civil» que ellos no tienen derecho de usar; aquel que, en palabras de Augusto Mijares, constituye «algo más complejo y profundo que forma el equilibrio orgánico de nuestras sociedades: el principio de cohesión íntima que se renueva a través de todas las vicisitudes y que ya completamente definido para la época de la emancipación, las hace aparecer desde entonces como nacionalidades adultas, cuyas fuerzas colectivas y constantes prevalecen sobre todos los fenómenos transitorios de su historia, caudillismo, inmigración, etc.».
A partir del 18 de octubre, el Gobierno, es verdad, estuvo en manos de civiles. Pero no fue, propiamente, un gobierno civil. El gobierno civil se asienta sobre principios, y ellos quisieron asentarlo siempre sobre la fuerza. No quisieron cumplir con sinceridad el ensayo de una nueva manera de gobierno: aunque eran nuevos gobernantes y actuaban en nombre de nuevas aspiraciones, no tuvieron empacho en revestir sus actos con el hábito de los viejos regímenes. Allí estuvo su debilidad fundamental.
El ex presidente Gallegos habría podido pasar a la historia (derrocado o firme) como ese símbolo del «Poder Civil», que la propaganda aspira a hacer de él, si en su gobierno se hubieran aplicado las aspiraciones recónditas de los mejores anhelos nacionales, que en la más famosa de sus novelas señala; si hubiera impuesto la fuerza de su autoridad por encima de los apetitos desbordados, mitad despotizantes, mitad anarquizantes, de su propio partido.
No hubo en el ensayo de Acción Democrática la sinceridad íntima con aquello que predicaban; de ahí la debilidad interna que tanto contribuyó a su ruina. Se lanzan por el viejo camino, y ya sabemos que el camino viejo nunca pudo asegurar paz efectiva, y siempre se mantuvo sobre una actitud incómoda y esterilizante de coacción perenne. Ya lo dijo el mismo ensayista de «La interpretación pesimista de la sociología americana»: «A pesar de que cada caudillo construye o perfecciona, consciente o inconscientemente un sistema de corrupción, de coacciones, que asegura la herencia de su sucesor, ninguno de ellos ha podido disfrutar en el poder de una paz verdadera; luego todos ellos –el caudillo mismo– representan la violación de una necesidad social que no puede ser destruida».
Es fácil demostrar, por ello, que el viejo ideal del «Poder Civil», maltratado por quienes en tres años de experiencia gubernativa lo llevaron en la boca pero no en el corazón ni en la conducta, no puede ser enarbolado por bandera de una agitación nacional e internacional hacia la restauración en el mando del aprismo venezolano. Lo malo está en que muchos sedicentes defensores de la actual situación, obcecados quizá por prejuicios o deslumbrados tal vez por objetivos muy particulares, se empeñan en dar a aquéllos la razón queriendo contraponerles la realidad muy imperante como la expresión de una necesidad social enraizada en la desacreditada tesis del «gendarme necesario».
A quienes, interesados en descomponer el país para volver (y ya sin siquiera apariencias de moderación sino con el impulso destructor de un marxismo descarado, llenos de deseos de venganza y dispuestos a asentarse totalitariamente) esgrimen el argumento del «Poder Civil», no hay que responderles que frente a éste surge y triunfa el principio caudillista del gendarme necesario, hay que responderles, por lo contrario, con el argumento y con los hechos, abriendo ahora definitivamente el camino para aquel anhelo del «Poder Civil» «que se renueva a través de todas las vicisitudes».
Si queremos hacer obra duradera, hagamos verdad esa aspiración eterna. Y recordemos que ella tiene raigambre y abolengo en hombres que no sólo pensaron y sufrieron, sino que también lucharon y actuaron, vivieron en el medio y fueron quizás su mejor expresión, como Juan Vicente González, de quien es este testimonio elocuente: «Llamamos época del Poder Civil aquella en que han regido los principios fundamentales de la sociedad humana y leyes derivadas de ellos; en que se ha ejercido el mando por delegación de los pueblos, sin que la voluntad de los gobernantes influyese en las Cámaras Legislativas ni pegase en la balanza de la justicia; en que la libertad, que es la razón, alcanza su legítimo y soberano poderío. Su verdadera historia es la de la filosofía que se infiltra misteriosamente en los tiempos mismos del despotismo, y crece y prospera de pronto para luchar después; es la historia de los grandes caracteres que, sin tocar en la demagogia, resisten a los poderes ilegales y opresivos, y la historia también llena de bajezas y escándalos, de los demagogos que exaltan los principios y los invocan para que sirvan de gradas a su elevación».