Ejército, opinión y partidos
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 17 de julio de 1949.
Si es innegable la poderosa influencia del Ejército a lo largo de toda nuestra historia, su responsabilidad actual no tiene precedente. Antes, hombres más o menos audaces, jefes más o menos aceptados, empuñaron las riendas del poder, asegurándose el respaldo de fuerzas capaces de sostenerlos. Ahora, es la propia Institución Armada la que ha asumido el Gobierno y contraído con la Nación un directo y solemne compromiso.
El 24 de noviembre se organizó el Gobierno a base del Alto Comando. El Acta de instalación del Gobierno Provisional fue suscrita sólo por los altos jefes militares y representantes de las diversas armas. El propio Gobierno Provisional consideró necesario calificarse como Junta «Militar» de Gobierno, para expresar el deliberado propósito de gobernar en nombre de la Institución Armada. Es la primera vez que esta institución asume una tan inmediata y delicada responsabilidad.
Ello mismo explica el que la fauna eterna de los aduladores, los que de generación en generación han pasado su tiempo entonando loas monorítmicas a los gobernantes de turno, adopten en el momento actual una nueva modalidad y pretendan –en tono estridente o melódico– minar la fe de la Institución Armada en su propia palabra, en su propia función y en su propia conciencia, sobre lo que ha de significar su paso accidental por el escabroso terreno del gobierno.
Afortunadamente, debe esperarse que la maniobra no habrá de tener éxito. Por lo mismo conviene desenmascararla. A veces, causa sorpresa la desfachatez de quienes la urden. Los mismos que cuando Medina inició su fracasado PPG (convertido luego, fugazmente, en PDV) cantaron salmos «al acierto previsor del Magistrado que hacía derivar el personalismo vernáculo hacia una organización partidista», son quizás los que hoy afirman que es ridículo pensar en partidos, y que el Ejército constituye en Venezuela la única fuerza que existe y debe existir.
Quienes así maquinan, al despotricar contra los partidos políticos, quisieran convertir en partido la Institución Armada, lo que equivaldría llevarla a la ruina. Hay hasta quienes tienen la audacia de llamarse «fanistas», como si las iniciales FAN de las Fuerzas Armadas Nacionales pudieran ser el lema de una fracción o de un grupo político. Pero no. El Ejército, la Armada y la Aviación saben que no constituyen, ni pueden constituir, un partido. Su función es eminentemente nacional.
Ese mismo carácter nacional marca con claridad el rumbo de la interinidad actual: abrir cada vez más la puerta a las manifestaciones de la opinión pública, a la aspirada organización institucional del país. La opinión (no lo que a veces se disfraza de tal) ha de orientar su acción, porque de otra manera se abrirían surcos peligrosos. La propia Institución Armada está integrada por hombres que oyen, piensan y sienten. Medina lo olvidó, y la realidad se encargó de recordárselo el 18 de octubre. Lo olvidó Acción Democrática, y su propia inconsciencia cavó su fosa el 24 de noviembre.
En ocasiones se pone de moda el injuriar a los partidos. Decir que ellos son simple manifestación de un cerril egoísmo de grupo, máquinas infernales de encarnizamiento ciudadano. Al generalizar así se toma como regla absoluta el caso aislado. Y, a veces, los más severos en condenar a una especie de «lepra» social a los partidos y sus hombres, son quienes no tuvieron coraje y patriotismo para luchar por los principios en los momentos de la crisis. Pero, ni es justo que los excesos de un partido, ciego en su ambición de poder, se achaquen por igual a los que no han perdido en medio de la lucha partidista la conciencia de un claro y supremo interés nacional, ni mucho menos es legítimo que quienes no supieron ofrendarse ante el peligro se erijan en censores para tildar en otros de delito lo que precisamente constituye su mejor credencial: haber sabido proclamar sin miedo ni egoísmo, en momentos oscuros, el ideal de una patria mejor.
Yo no me atrevería a negar que en muchos países y en ciertos momentos la pasión partidista ha estado contra el interés nacional. Pero tampoco se me podrá negar que no son iguales todos los partidos, ni que hay muchos pueblos que han sabido dar el ejemplo de un alto y ejemplar debate político en el cual los partidos han sido fuerzas constructoras del equilibrio y del progreso.
Que el régimen de partidos tenga defectos y peligros, nadie lo discute. Pero nadie osa por ello afirmar que los remedios ofrecidos para suplantarlo no hayan sido hasta ahora peores que la enfermedad. Divergencia de ideas y proyectos siempre habrá, pero es preferible ventilarla pacíficamente en la arena abierta de la opinión antes que resolverla a base de pugnas escondidas que sólo encuentran expresiones violentas. Y si el compañerismo de partido supone un compromiso, válido únicamente en función de programa e interés colectivo, malo resultaría sustituirlo por compromisos personales de hombre a hombre.
Yo he tenido siempre, aún en los días más duros de la lucha, una honda convicción optimista. Han sido tan graves los peligros que Venezuela ha venido conjurando hace más de una década, ha dado nuestro pueblo muestras tales de patriotismo y natural bondad, que es legítimo confiar en la obtención final de un régimen democrático, cristiano, de paz y justicia social. Pero ese optimismo lo he fincado en la conciencia de las dificultades que ha habido que afrontar y del deber que tenemos los venezolanos de sumar nuestro esfuerzo, decir nuestra palabra y sostener vigente en el espíritu, el llamado imperioso de la Patria.
Por ello hoy, para mantener el mismo estado de alma, creo necesario expresar sin rodeos el mismo pensamiento. Seguro de que la palabra dicha con sinceridad y patriotismo ha de ser escuchada sin reservas mentales por quienes oigan aquel mismo llamado. Y entre quienes tengan más abierto el corazón ante el llamado de la Patria, deben estar forzosamente –y no podemos admitir que no lo estén– quienes mayor peso de obligación comparten hoy ante el destino histórico de Venezuela.