El pueblo y el gobierno
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 31 de julio de 1949.
Uno de los conceptos que ha hecho más daño en Venezuela, en los grupos y hombres llamados a la responsabilidad de dirigir la colectividad en el orden social (lo mismo en la vida económica que en la vida política o en la cultural) es la falsa noción que se tiene del pueblo.
Se confunde pueblo con masa. Se le atribuye condición de conglomerado sin forma ni principios. Se le considera dispuesto a fomentar todo lo que fuere desorden, «guachafita», «bochinche».
De ahí la concepción de que lo «popular» es lo demagógico, lo disparatado, lo anárquico. De ahí el dogma de que el pueblo solo sigue a los agitadores. De ahí la consecuencia, la funesta y peligrosa consecuencia, de distanciar al gobierno del pueblo y al pueblo del gobierno.
En estos días he estado releyendo el «Cesarismo Democrático» de Laureano Vallenilla Lanz. En ese libro se concentran los argumentos más impresionantes de quienes en una forma u otra han sido partidarios del «gendarme necesario». Y en el análisis de sus puntos de vista, llego a la conclusión de que lo grave y fundamental está en la idea que se tiene, de que nuestro pueblo es un agregado informe, sin unidad, sin cohesión, sin conciencia social.
Pero esa idea de pueblo ha ido siendo negada por el desarrollo posterior de Venezuela. Nosotros no tenemos razones para concebir una idea mezquina del pueblo venezolano.
Recuérdense hechos todavía muy recientes. El 19 de octubre de 1945, los fusiles del Cuartel San Carlos cayeron en manos del pueblo de Caracas. Hombres y mujeres de todas las edades, aparecían llevando entre sus manos eufóricas el peligroso armamento. ¿Hubo atentados, hubo crímenes con ellos? Sólo disparos al aire, salvas de ensayo, como las que podría hacer con un juguete cualquier niño inocente.
El pueblo demostró conciencia. Demostró buena índole. Y la siguió demostrando después. Tres años de propaganda sistemática realizada para envenenarlo por agentes desarrollados al amparo del poder, no pudieron bastar para corromperlo.
Sigamos recordando. La lucha política fue intensa. El ejemplo y las consignas que se le dieron desde arriba no pudieron ser peores. Cada vez que grupos opositores se lanzaron a la plaza pública, cuerpos amaestrados de dirigentes trataron de impedir la expresión libre de sus ideas. El pueblo, nunca, absolutamente, fue partícipe de semejantes atropellos. Él acudía, con curiosidad, con sana curiosidad, a oír todas las tesis, todos los programas. La experiencia de tres años de combate en la calle, nos autoriza a afirmar que nunca tuvimos que afrontar un sabotaje de origen popular: los numerosos sabotajes fueron siempre perfectamente identificables a través de grupos preparados, y se cumplieron cuando contaron con la lenidad de las autoridades, que así se hacían primer agente de saboteo.
Recordemos los debates de la Constituyente. Fueron enconados y largos. Los altavoces de aparatos de radio los llevaron a todos los hogares, a todos los grupos, a todas las barriadas populares. Se escuchaban tarde tras tarde, noche tras noche. Se debatía apasionadamente por los radioescuchas: pero el pueblo, en los botiquines de barrio, demostró mejor a veces que los propios representantes, que tenían madera suficiente para discutir. Supieron escuchar, y eso abrió a la oposición, cercada por todas partes, el camino del ánimo popular.
La lucha copeyana rompió la fábula de que el pueblo solo pedía estar con el marxismo. Grupos marxistas, manejados por avezados líderes, no pudieron lograr la emoción popular que supo despertar la lucha de los nóveles cuadros copeyanos. Día a día, el más poderoso de ellos, acomodado en el poder, iba perdiendo el sentimiento y la opinión de las gentes sencillas. De que lo había perdido, puede mostrarlo en la forma intrascendente como desaparecieron, ante la convicción general de que fueron sus propios errores los que le abrieron el camino del fracaso.
Torpe sería, por tanto, abrir oídos a quienes sienten alergia contra el pueblo. El pueblo es la base necesaria del gobierno. Sin una favorable opinión popular es imposible realizar obra ninguna. Refugiar el poder en el principio de autoridad, y no hacer recaer éste en una ancha base colectiva, sería condenar de antemano a Venezuela a no recuperarse nunca.
La mística de la lucha clandestina tiende a devolverle a Acción Democrática mucha parte del sentimiento popular que perdió por su incapacidad y sus abusos. Muchos de sus trucos propagandísticos no resistirían la aireación de un debate de altura. A veces pienso que los propios sobrevivientes del régimen pasado cada vez que se anuncia un restablecimiento de las garantías, hacen circular rumores alarmantes, porque se aterran ante la idea de salir de la clandestinidad.
¿Es posible aceptar como buena la propaganda de grupos inconscientes o interesados de que siempre que haya elecciones el marxismo se llevará los votos del pueblo? Falsa y peligrosa afirmación. Ella conduciría a dejarle al enemigo la fuerza social más poderosa: el sentimiento público.
Y cuando se piense en el pueblo, piénsese en la bonhomía innata de nuestros hombres y mujeres sencillas. Piénsese en el venezolano que quiere para su trabajo un poco de justicia, de paz, de seguridad. Piénsese en el de Caracas y en el de la Provincia, en el que tiene hambre secular de verdad y de sinceridad.
¿Por qué no darle eso que pide, que necesita, eso a que tiene derecho? ¿Por qué no afrontar valientemente la inversión decidida de la riqueza pública y el encauzamiento decisivo de los recursos y energías nacionales hacia la resolución de sus más angustiosos problemas? ¿Por qué no dialogar con él abiertamente, demostrarle que los que más le ofrecieron se olvidaron de él ante los halagos personales del mando?
Cuando COPEI salió a la calle, a hablarle a un pueblo que todos creían envenenado por la propaganda marxista, lo creyeron locura. Al cabo de dos años, llevó consigo un tesoro invalorable de trescientos mil votos. Ese ejemplo, ¿no servirá acaso para demostrar que el pueblo sabe comprender, luchar y sufrir?
Hágase frente a las consejas, que no hay nada más grave y pernicioso que un rumor tabú. El futuro de Venezuela depende de que se sepa –y para ello se necesita más corazón que cabeza–, ganarse para siempre la confianza del pueblo para un sano ideal de Paz Social, de Justicia Social, de Solidaridad Social.