Ha de haber jueces
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 5 de junio de 1949.
El anuncio de que va a celebrarse en enero una reunión del Poder Judicial, para considerar asuntos fundamentales relativos a la Administración de Justicia, se debe mirar con simpatía. Desde cualquier punto de vista que se lo contemple.
Hay asuntos en Venezuela que reclaman el unánime esfuerzo de quienes sientan la necesidad de que el país progrese. Las luchas ideológicas, las diferencias de partidos, las pugnas soterradas de grupos, si tienen aunque sea en grado mínimo conciencia de lo que significa el interés nacional, deben ceder y armonizarse frente a algunos objetivos comunes. Ello debía suceder, por ejemplo, con el vicio del peculado. Lograr la pública y efectiva convicción de que los dineros del Estado no constituyen zona de conquista para los funcionarios, es consigna que debe exceder el interés y la pasión de cada grupo. Convertir el saneamiento de la Administración en canal para el desahogo de pasiones políticas fue el error sustancial de los procesos establecidos por el Gobierno adeco, y con ello se retardó la oportunidad de establecer un punto de partida definitivo en el reajuste de la moral gubernativa.
Lo mismo ocurre con los Jueces. Ha de haber jueces, si la vida venezolana ha de enrumbarse institucionalmente. «La verdadera administración de justicia es el más firme pilar del buen gobierno», reza una inscripción en el frontis de uno de los más hermosos edificios construidos para sede judicial en uno de los países más avanzados del mundo. Eso de que los jueces cambien cada vez que cambia el gobierno ha sido consecuencia inevitable del hecho de que los jueces han sido escogidos sin un criterio verdaderamente nacional. Pero es urgente hacer un empeño constructivo para que tal situación se modifique definitivamente.
La convocatoria hecha por la Corte Federal y de Casación comprende en su temario un pronunciamiento acerca del Consejo Supremo de la Magistratura. La institución es de inmensa importancia. A fuerza de lucha pudo lograrse su inclusión en la Constitución de 1947, pero no en la forma imperativa en que fue pedida, sino como una mera posibilidad; y cuando se fue a considerar su inclusión en la reforma de la Ley Orgánica, parece ser que hasta la Corte Suprema de Justicia se pronunció entonces contra la reforma.
Me cabe la satisfacción de haber sido el primero que ante la Asamblea Constituyente pidió el Consejo Supremo de la Magistratura. Invocando la Constitución Francesa de 1946 hice ver que ese Cuerpo podría contribuir a sustraer la elección y actividades de los jueces de las veleidades de la lucha política. Insistí luego; y los voceros mayoritarios, carentes de convicción y de argumentos para negar el pedimento, optaron por «circunvalarlo», dejándolo como una hipótesis etérea que no incorporarían en el texto legal.
El Consejo Supremo de la Magistratura, integrado por representantes de los Poderes Públicos y de los cuerpos académicos y profesionales, tendría a su cargo lo relativo a la elección de los funcionarios judiciales, elaboración de normas presupuestarias, censura de la conducta de los jueces. Las condiciones de elegibilidad de sus miembros harían recaer la suprema decisión en personas calificadas. La presencia de individuos provenientes de diversos sectores impediría el predominio de pequeñas e inconfesables circunstancias. Sería una especie de cámara de aireación y control en el funcionamiento del Poder Judicial.
No es que yo crea que el Consejo Supremo de la Magistratura sería una panacea. La estructura moral no se improvisa ni el mero Consejo puede crearla. Pero en nuestro medio, dentro de la general inestabilidad, constituiría un factor para la estabilización del organismo social que más urgido está de ella. Por eso, cabe esperar apoyo general. De todas las tendencias, de todos los grupos, de todos los partidos. Incluso el Partido Socialista, tan flamante hoy por su rotunda e integral ascensión al poder.