Remediar y… ¡Precaver!
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 6 de noviembre de 1949.
No parecía el Guaire de las aguas dormidas y mínimas, aquel cauce de tormentosa creciente. Enfurecida, la corriente arrastraba árboles y ranchos, saltaba paredes y obstáculos, inundaba quintas, cuarteles, garajes y hospitales. Símbolos de energía, caballos y automóviles, ejemplares los más nobles, unos, del poder animal, modelos los más nuevos, los otros, de la industria manufacturera, yacían enterrados entre el lodo y detritos que saturaban la furia torrentosa. Y en el cuadro inesperado –e inhóspito– la nota aguda del dolor humano: la angustia más horrenda marcada con rasgos profundos en los rostros más simples; el grito incontenible de niños que intuyen pero no saben explicar su tragedia.
Tenemos ya «damnificados» en el propio Caracas. Muy cerca del corazón de la ciudad, una tarde cualquiera, tras un rato de lluvia en las cabeceras de las quebradas, el dedo del siniestro marca una escoriación ardorosa. Ya el gesto de «auxilio» resulta menos esa entre cómoda y filantrópica recaudación de la verbena y el té-rummy. El prójimo está ahora más «próximo». ¿Pasaremos, una vez más, la página en el libro de los hechos que se olvidan, después de repartir algunos alimentos, dineros y frazadas?
Pudo, indudablemente, suceder algo peor. Mucho peor. Cuando aquella fuerza incontenible de barro y de inmundicias marcó su brutal entidad, se movilizaron recursos y personas en el sentido de hacer menos graves sus efectos. Hubo una saludable reacción de solidaridad social.
Laudables iniciativas, comités pro-damnificados, se emprenden para aliviar a las víctimas de la desgracia. Pero la lección, por inmediata, por patente, debería servir de ocasión, no sólo para remediar lo ocurrido, sino para precaver desgracias futuras. Vieja es la máxima, pero está vigente: vale más prevenir que curar.
No quiero con ello decir que acontecimientos como el del viernes puedan evitarse por completo. Aquí, como en todos los lugares del globo, ocurren y ocurrirán siempre trastornos de mayor o menor importancia, debidos a las fuerzas de la naturaleza. Pero lo inevitable debe reducirse a las menores proporciones. La previsión puede y debe evitar muchos males. Aún desde el punto de vista más positivista, resulta más barato tomar oportunas medidas que reparar fatales ocurrencias.
Hace poco más de un año, cuando en la Cámara de Diputados pidió la fracción de COPEI, por boca del diputado Pérez Perazzo, una investigación acerca de las inundaciones del Litoral, se le acusó de revelar «un propósito de escandalizar políticamente y de especular con unos muertos de la tragedia de La Guaira para hacer un debate político y pretender formar un escándalo nacional». Son palabras textuales del jefe de la mayoría parlamentaria. Así, de golpe y porrazo, se enterró una iniciativa encaminada a prevenir la repetición de graves sucesos. El reclamo de entonces está en pie. Está en pie, con las palabras del mismo proponente, «no para echarle la culpa a nadie». Ello no tiene mayor importancia. Lo importante es investigar y estudiar con la vista tendida hacia el futuro y el corazón puesto en el servicio del pueblo.
¿Hasta dónde ha existido en los organismos competentes, una firme y sostenida actitud en el sentido de asegurar cauce limpio y seguro en el río Guaire? ¿Hasta dónde se ha mantenido una sensata previsión en los límites puestos a las construcciones hechas en sus riberas? ¿Hasta dónde se han asegurado las defensas en sus orillas?
Para las personas que vivieron aquí muchos años atrás, la creciente del río no fue imprevista. Espantosas crecientes se veían, cuando la erosión todavía no agravaba su furia. A ingenieros de larga permanencia en Caracas he oído la expresión de que aquí parece olvidarse que el Guaire crece y que vivimos en una zona sísmica. Afróntese estos hechos en forma sistemática; afróntese medidas durables, y en Caracas, como en muchos otros lugares de la República, se evitarán estas dolorosas conmociones anuales.
La creación de un organismo especialmente responsabilizado de cuidar, en la medida de lo posible, la seguridad de las poblaciones inmediatas a los cursos de agua, se está haciendo necesaria y urgente. La misma erosión hace que todos los años se llenen las quebradas, por lo que las aguas se desbordan fácilmente. Con las maquinarias modernas, su drenaje es menos difícil. Lo que se gaste en ello, está mejor gastado que lo que hay después que invertir, humanitariamente, en remediar lo irremediable.
Y no se olvide la lección de los ranchos. Esos ranchos llenos de niños gritan, como en un estentóreo quejido, el problema de la vivienda. No se diga que los habitantes de los ranchos vienen de la Provincia, porque de allí venimos casi todos los que hablamos y actuamos en esta ciudad capital, corazón y cerebro de la República. Búsquese más bien el número de hijos de cada uno de esos humildes hogares, véase con sorpresa que cada ranchito es un vivero de capital humano, y recuérdese que en ellos está una de las claves para resolver nuestro problema demográfico.
En esos ranchos vive gente que trabaja. Si fueran vagos todos los habitantes de los puentes, el argumento del cruzarse de brazos podría tener alguna justificación. Pero son, en gran parte, repito, gente que trabaja: si no viven en viviendas mejores es porque materialmente no pueden encontrarlas.
Hoy por hoy, la cuestión de la vivienda popular va tomando el carácter del más angustioso problema social en nuestra patria. Los millones que se gasten, con audacia, para hacerle frente, estarán bien gastados. Mejor gastados que muchos de los que llenan partidas y partidas en el Presupuesto. El problema no es para llevarlo poco a poco. Hermoso esfuerzo sería el que se cumpliera con un plan de vasta envergadura. ¡A poner corazón en realizarlo!