Servicio invalorable
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 23 de octubre de 1949.
Hay personas que se alarman escandalosamente cuando, en situaciones como la presente, se critican medidas o se juzgan desfavorablemente aspectos de la gestión oficial. Se alarman los ingenuos, crédulos de que silencio es paz. Se alarman los egoístas, encaprichados sólo en la comodidad de su interés. Al lado de ellos, los habilidosos de la táctica, los eternos aspirantes a enchufes y prebendas, temen la crítica como las bacterias al aire y al sol. Quisieran una atmósfera de muda oscuridad, porque en ella prosperarían sus ambiciones.
Yo creo, por el contrario, que es precisamente en situaciones anormales, cuando la voz serena y noble de la crítica se debe estimular y defender. No hay nada más peligroso que acostumbrar a los gobernantes a creerse infalibles. Así como el ataque artero y calumnioso envenena el espíritu de los mandatarios y les encona, empujándolos a la vehemencia e impulsándolos a saltar vallas y linderos, la palabra razonada que se levanta para recordar los mejores principios y señalar los mejores caminos, se hace indispensable en épocas difíciles de transición.
El hecho de que una o varias personas expresen su opinión con serena disconformidad, no puede ser más saludable. Puede que tras de los manifiestos se escuden a veces fines recónditos, y que los que opinen o suscriban no sean todos los más autorizados por sus antecedentes para criticar hoy lo que ayer estimularon y aplaudieron. Pero el hecho de que personas al margen de tales sospechas hagan saber sin titubeo su discrepancia y formulen un llamado patriótico a la reflexión, constituye positivo aporte a la obra nacional de ganar el rumbo que la Nación anhela.
Ningún gobierno es infalible. Ninguno está a cubierto de que problemas, inquietudes o angustias, le hagan incurrir en uno o en muchos errores. Los partidarios del pragmatismo político han dicho siempre que el primer deber de un gobierno es sostenerse en el poder, y esta peligrosa concepción es proclive en todas partes a posiciones impropias. Pero, sin necesidad de aceptar el argumento, es necesario admitir muchas veces que el más honesto y desinteresado deseo de ver reinar la estabilidad, el orden y la paz, pueden conducir a usar recursos que deberían quedar vedados para siempre.
Lo más grave no estaría, pues, en que se cometiera un error. Lo más grave estaría en que no se alzaran voces para censurarlo, o en que no se aceptara la invitación a reconsiderar medidas y aclarar situaciones. La experiencia más reciente, con graves medidas inconvenientemente concebidas, como el envío de detenidos políticos a colonias de maleantes, comprueba esta aserción. El gobernante gana cuando se le da oportunidad para pensar mejor. Cuando la crítica es falsa o injusta, ella cae por su propia inconsistencia, mejor si se airea que si embosca; pero, si la crítica es justa, omitirla no remediaría nada, porque haría imposible el remedio.
Está bien que se repudie la vociferación. Pero, el peligro estaría en ir al otro lado. Sobre todo, por esa peculiarísima interpretación que la gente tiende a hacer del hecho de estar suspendidas las garantías constitucionales. La aspiración a que se restituyan es una justa y legítima aspiración nacional. Pero tampoco debe dejarse hacer común la idea de que, mientras ello no ocurra, no se tiene derecho de pensar, de hablar, de actuar. En el fondo, toda vez que una situación de facto rompe con un ordenamiento constitucional -cualquiera que éste sea-, lo que se llama «garantía» no existe sino convencionalmente. Puesto que ha surgido un poder colocado mediante situación de emergencia por encima de la Constitución, las trabas que ésta pone quedan sujetas en última instancia al criterio de aquel poder. Garantía, propiamente hablando, sólo existirá en forma plena cuando un nuevo ordenamiento constitucional entre en vigor. Las medidas de «suspensión» y «restitución» constituyen una anormalidad, pero prevista dentro de lo normal: una situación peculiar que la propia constitucionalidad permite y que de una manera estricta no puede darse dentro de un estado de cosas que en sí mismo se encuentra fuera de la constitucionalidad.
Ya sea que las garantías se suspendan, dentro de una previsión constitucional; bien que una situación de facto surja, como en octubre del 45 y en noviembre del 48, no quiere ello decir que la persona humana quede despojada de sus atributos legítimos. El ciudadano no puede dejar de ser ciudadano. El desarrollo libre de sus actos está, en efecto, limitado: pero esa imitación sólo puede ejercerse en la medida en que sea indispensable para asegurar el orden público y social. Lo peculiar está en que esa medida la tiene y aprecia el supremo poder, residente en la fuerza que gobierna, y no un cuerpo judicial. Pero, aún con esta restricción, grave y trascendente como es, se llegaría demasiado lejos si se pensara que el régimen de la suspensión de garantías significara inhabilitación total y general.
Que se hable, pues. Que no se pierda de vista el profundo anhelo nacional de llegar a una situación orgánica e institucional. Que no se destruya en cada ciudadano la conciencia de su responsabilidad cívica, base insustituible para la construcción de un país libre y justo.
Estoy seguro de que, a la larga, agrade o no en un momento dado, la crítica, aunque suene a oposición y a juicio adverso, se apreciará como un servicio invalorable. Venga del amigo o del adversario. Este pueda que la ofrezca con mala intención, pero también sirve para orientar. Aquél traicionaría su deber si prefiriera la inhibición medrosa. Más obligado está en hacer resonar como saludable admonición, el eco de la conciencia cívica del pueblo.