La hermana república
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 30 de octubre de 1949.
El interés y la inquietud profunda con que se están siguiendo los últimos acontecimientos de Colombia, refleja la íntima unión de nuestros pueblos. Más que dos mil kilómetros de frontera, el hecho de la historia común y del común destino está siempre presente en el espíritu.
Los venezolanos hemos tenido siempre por los camaradas de la gesta heroica un sentimiento fraternal. Sabemos que del otro lado del Táchira existe el mismo sentimiento, patente en infinidad de manifestaciones. En cada país se vive como propio lo del país hermano; hombres ilustres de un lado y otro han hallado su casa en el vecino hogar, en horas de infortunio; y hasta en la inevitable discusión de intereses, en la emulación ineludible de la heredad común, ha tomado realce esa fraternidad (gruñona, algunas veces, como entre los mejores hermanos) capaz de conjurar sin tragedias las crisis que en otros meridianos y en otros paralelos han conducido a fatales conflictos. Somos los únicos países suramericanos entre los cuales no ha existido ningún encuentro bélico; y eso que Suramérica ha rendido menos que otros continentes en la macabra producción. Este hecho, señalado a veces en la retórica de las conmemoraciones, vale por sí solo como el mejor argumento. Si se lo analiza, se encontrará que no hay en la historia de las relaciones internacionales un más cumplido ejemplo de buena vecindad.
En la vida política, nuestro afecto se ha moldeado en franca admiración para nuestra hermana República. No hay venezolano que, al citar algún ejemplo de democracia organizada, deje de sacar en primer término el caso de Colombia. En medio de dolorosas situaciones que factores diversos nos han hecho vivir, el ejemplo de Colombia ha demostrado que se puede vivir en paz y gozar de libertad al mismo tiempo. En vano se han querido buscar diferencias radicales de vocación política en las variaciones geográficas. Pues cuando se dice que Venezuela es, como tierra plana, proclive al caudillismo, mientras que la estructura montañosa favorece en Colombia la organización democrática, se olvida que sólo una tercera parte de nuestra población vive en los calumniados Llanos, y que otros países de montañas y altiplanos han mantenido una existencia inestable cual la nuestra. Colombia vivió también épocas de desbarajuste, de conflictos armados, en los cuales se dejaba para los campos de la guerra civil la definitiva solución de los debates constitucionales. Pero el ejemplo de cómo pudo superar esa etapa; y sobre todo, de cómo mediante el establecimiento de la regularidad institucional en su régimen de gobierno pudo desarrollar mejor una economía propia e impulsar su potencialidad demográfica, ha sido siempre para Venezuela motivo de superación y de estímulo.
Cuando observamos los largos meses de intranquilidad que se viven en la hermana República, sentimos, por ello, que Colombia está jugando en sus hondos problemas, gran parte del destino del continente. El peligro constante que ha venido acechándola, de degenerar en la anarquía o en la guerra civil, lo sentimos como un peligro para todos. El 9 de abril, Colombia no sólo salvó su responsabilidad histórica, salvó principios vigentes para América. Cuando el presidente Ospina se elevó a momentos de heroísmo, para conservar por sobre hogueras espantosas la dignidad de su magistratura, se convirtió en símbolo de las mejores interrogaciones. Todos confiábamos en que el 9 de abril se había dejado atrás la prueba de fuego. Si no fue así, ahora confiamos en que el gesto imborrable de entonces del presidente Ospina no se perderá en un espantoso naufragio.
Para nosotros, el desajuste social que está viviendo la hermana República es motivo de honda preocupación. Cada noticia desde allá remitida, que habla de motines, atentados y excesos –especulada con miopía suicida por prensa enemiga del actual gobierno colombiano– es una herida profunda en la conciencia de América y de modo directo en la conciencia fraterna de Venezuela. Nada desearían más las aves agoreras que medran en torno a las autocracias que el poder esgrimir el ejemplo colombiano como prueba de la incapacidad de obtener la paz social a través del disfrute de la democracia política.
Parecen ignorar ellos que la actual crisis colombiana es perfectamente explicable, por la necesidad de reajustar sistemas a los nuevos conceptos que hoy vive el mundo. Los dos ideales de la libertad y del orden de que nos hablara con idolátrico entusiasmo la sociología comtiana, no bastan ya en el siglo XX. A ellos hay que agregar un objetivo resaltante: la justicia. Justicia social es lo que busca en su angustia el pueblo colombiano en el momento actual, y un régimen autocrático no podría dársela. Libertad, orden y justicia es el objetivo que anhela. La justicia social, lo sabe Colombia muy bien, no podría obtenerse con mengua de los otros dos principios, que deben ser sus mejores pilares.
Esa justicia social aparecerá marcada con odio y destrucción, características de la agitación que el marxismo realiza o promueve, si no se logra dársela a través del signo constructivo y noble de la filosofía cristiana. En momentos anteriores de su historia, Colombia ha logrado –y es uno de sus mejores orgullos– fórmulas salvadoras que parecían imposibles. En el momento actual, la fórmula que Colombia dé puede inclinar la balanza histórica del Continente hacia la democracia social cristiana.
Nosotros tenemos fe en las ideas. Tenemos fe en la conciencia de los pueblos. Por ello, tenemos fe en el pueblo colombiano y en el acierto de sus dirigentes. Entre ambas naciones ha habido una justa tradición de respeto por lo que es interno a cada una –con excepciones muy contadas–. Esa tradición de fraternal respeto no excluye, ni puede excluir, la conciencia de que hay problemas comunes ante un destino común. Tenemos, pues, el derecho a reclamar en la hermana República el que, salvándose a sí misma en esta crucial hora de su historia, contribuya también a salvarnos, a salvar la América para la libertad, el orden y la justicia.