La Revolución Venezolana
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 9 de octubre de 1949.
Explicaba en la Universidad un día el concepto de revolución, para señalar su influencia sobre el ordenamiento jurídico, cuando un alumno me preguntó (no sé si por simple curiosidad intelectual o con algo de lícita malicia): «Profesor, ¿considera usted que la Revolución de Octubre es una verdadera revolución?»
Aun cuando, como todo venezolano, había tenido que pensar en el tema, fue la pregunta planteada en esta forma la que me obligó a concretar una respuesta: La llamada «Revolución de Octubre» es una etapa del proceso revolucionario que desde hace varios años está viviendo Venezuela.
Mientras más lo he pensado, después, me he confirmado en esta idea.
La perspectiva histórica aclara, en efecto, el momento que dentro de la dinámica social vive nuestro país. Desde la muerte del General Gómez, la necesidad de una transformación radical se ha hecho sentir, con prisa impostergable. Una renovación total de sistemas ha hecho reclamo imperioso en las conciencias, como respuesta al estancamiento de veintisiete años. Un lento proceso evolutivo no podría hacernos recuperar el camino perdido. Sólo un viraje rápido puede ponernos en trance de reconquistar nuestro destino.
Recuerdo como en 1936 se suscitó el dilema entre revolución y evolución. Hasta las mas jóvenes generaciones llegaba el eco de señeras voces, proclamando los males de la revolución y señalando las ventajas de una transformación evolutiva. Resonaba en nuestros oídos la admonición de Cecilio Acosta, el Licenciado de la palabra pulcra y medulosa, sosteniendo su tesis sociológica: «Las revoluciones son explicables como un hecho consumado, como una ley ‘ex post facto’ de cualquier causa que las engendre, algunas veces como un derecho radical; pero no como un sistema ‘a priori’ de progreso calculado… Las convulsiones intestinas han dado sacrificios, pero no mejoras; lágrimas, pero no cosechas. Han sido siempre un extravío para volver al mismo punto, con un desengaño de más, con un tesoro de menos».
La palabra «revolución» tenía en Venezuela una triste historia. Violencias, apetitos, desorden, habían sido su signo. El nombre de revolucionario lo asumían quienes irrumpían como vándalos, arrasaban y empobrecían el país y, si triunfaban, sólo mostraban en el fondo de sus acciones una vehemente ambición de gobierno personal. Llevaban hermosas banderas, obsequiadas muchas veces por los mismos adversarios. Pero, en el momento del triunfo, ya ni la misma bandera quedaba: hecha jirones, desteñida, se la soportaba sobre la mano en actitud vergonzante, porque sólo serviría, en lo adelante, para que cualquier adversario la estrujara en el rostro, poniendo de relieve al pretendido revolucionario su impúdica infidencia.
En este sentido, todos dábamos la razón al Licenciado. No queríamos volver a vivir episodios menguados de nuestra vida pública, revestidos con el nombre pomposo de «revoluciones». Queríamos paz fecunda para la obra por hacer. En este sentido, pero sólo en éste, el concepto de una evolución pacífica cobraba vigor frente al ejemplo histórico de las revoluciones.
Pero, no era de aquella especie la nueva revolución que Venezuela reclamaba. La revolución debía operarse, hasta en el propio concepto de revolución. No era la asonada intrascendente, ni la guerra civil destructora, ni el encarnizado batallar de los apetitos encontrados, lo que la hora reclamaba. Lo que la hora reclamaba y reclama –apenas andado todavía corto trayecto del vital proceso– es el ritmo seguro y veloz en impulsar la desaparición de métodos caducos y el implantamiento de nuevos sistemas.
Pacífica, sí, para asegurar su posibilidad constructiva. Había de ser una revolución que no siguiera derramando en balde el empobrecido caudal de la sangre venezolana. Lo revolucionario no estaba en la búsqueda de negaciones y violencias: lo revolucionario había de estar en la subitaneidad del cambio. No la subitaneidad de un esfuerzo nacional, capaz de sacarnos de la postración fatalista en que estábamos y elevarnos a la condición decorosa de pueblo, con formas de vida más humanas, con capacidad de progreso, con sentido de responsabilidad.
Una evolución lenta nos dejaría siempre en torturante anacronismo: viviendo siempre en desesperanzador retardo con la hora de nuestra existencia. Había que revolucionar, para crear. Reforma social, reforma política, reforma administrativa, reforma económica, reforma educacional, reforma agraria: la Patria reclamaba un impulso revolucionario.
Como en todo proceso vital, la Revolución Venezolana ha tenido una línea ondulante. Difícil sería reducir la vida de un pueblo en un esquema de laboratorio. Los pasos hacia adelante y hacia atrás se han mezclado con inquietante confusión. Ello no importaría, si no perdiéramos la visión del camino; si los grupos dirigentes, hállense al frente o no de las responsabilidades de gobierno, no cayeran en la obsesión del politiqueo miope en vez de la obsesión de la recuperación nacional.
Desde la muerte del general Gómez, el proceso ha empezado a cumplirse. Quizás empezó antes. Los hechos del año 28 fueron síntoma de una inquietud nacional que no quería ya conformarse. En su aspecto económico, la Revolución comenzó, aún dentro del propio gomecismo, cuando una nueva industria, superpuesta a los tradicionales renglones productivos, tomaba rango preponderante. El propio movimiento centralizador absorbente del régimen, ponía recursos sin precedentes en el nuevo Estado que estaba en trance de surgir.
El año de 1936 dejó una marca intensa en la Revolución Venezolana. Hasta los colaboradores del general Gómez admitían la necesidad de un cambio radical. Aunque sin clara orientación, el cambio se inició audazmente. Una Ley del Trabajo iba a imprimir, al cabo de solo seis meses, la modificación más radical en la vida del trabajador, que de la Dictadura salía sin haber tenido antes la más vaga idea de reglamentaciones legales, de derechos humanos, de vida sindical.
El verbo político, clausurado tres décadas, iba a hacer explosión. Se planteaban, por primera vez en el siglo, atormentadoras polémicas. Por primera vez en el siglo, comenzaba a ensayarse la práctica del voto popular. Después vinieron reajustes y vacilaciones, necesarios unos, desorientadoras las otras: vinieron las marchas y contramarchas, alentadoras aquellas, enervantes éstas, a veces corruptoras, a veces sembradoras de escepticismo y desconcierto.
Cuando se creía que el proceso podía salir avante en su intención pacífica, se perdió la clara conciencia del camino. Y la Revolución Venezolana vino a tener, a los diez años, su bautizo de fuego. Una nueva modalidad se abrió, más obligada por su origen a ganar con sinceridad y eficacia el tiempo que faltaba para llevar adelante la doble acción revolucionaria: destruir los restos de una armazón viciosa y echar las bases de una nación moderna. La responsabilidad era ahora mayor, porque también se había abierto la puerta para que la Revolución Venezolana cayera en las miserias de nuestras «revoluciones» pasadas.
Ello hace hoy más premiosa la empresa. Abrir con visión clara y mano firme la posibilidad de que se realice lo que está por hacer, es la grave responsabilidad de este gobierno. Volver atrás la marcha de la historia, no sólo sería insensato: es imposible. Querámoslo reconocer o no, estamos en medio de una etapa revolucionaria. El proceso se va a cumplir de todos modos: lo que está todavía por definirse es su resultado final, el sentido que adopte. Y la historia juzgará con dureza a todo aquel que, pudiendo contribuir a que la patria ganara un destino decoroso y próspero, prefiriera dejarla derivar hacia la ruina, o por entretenerse en el camino contribuyera a llevarla al precipicio.