El partido de los «independientes»
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 11 de septiembre de 1949.
No soy enemigo de los independientes. No podría serlo. En la vida política, la última palabra la dicen quienes no están sometidos a la disciplina de partido. Multitud de hombres y mujeres observan la vida nacional, consideran lo bueno y lo malo de cada programa y de cada grupo y, en definitiva, dan su apoyo a quien les parece representar la fórmula justa y oportuna. Ello sucede en las jornadas electorales, cuando son limpias y sinceras; pero más todavía, se manifiesta en coyunturas dentro de las cuales se hace inequívoca la voluntad nacional. Para edificar un régimen sólido y estable es necesario contar con ella. Llámese opinión pública, llámese voluntad del pueblo, llámese sentimiento nacional, su carencia dejaría a cualquier gobierno sin firmeza y sin capacidad para realizaciones efectivas.
La especulación que se ha hecho del «independentismo» en la vida política venezolana de los últimos años, es harina de otro costal. Sería pintoresca si no llevara envueltos tan serios peligros. Ser «independiente» no es ya una postura discreta o aún cómoda para eludir conflictos; es mucho más. Es proclamar como credencial suprema para enrumbar la vida nacional, la de carecer de todo rumbo fijo. Es invocar el egoísmo o la fría y calculadora mezquindad, como título preciso para desplazar y menospreciar a quien sea capaz de luchar en la limpia arena de las ideas y contraer con su programa un compromiso público.
El político independiente no sería dañino si se limitara a mantenerse en prudente actitud. Podría creerse que él es el que no tiene ambición y por ello sólo ocasionalmente comparece ante la responsabilidad ciudadana para ejercer una función ocasional. Ojalá fuera así. Generalmente, sucede lo contrario. Hay excepciones honrosas, pero no llenaría de guarismos su boca quien se viera obligado a contarlos. Más bien tendría que poner a trabajar su mente un largo rato si le forzaran a completar determinado número. La independencia, en muchas ocasiones, es sólo el escudo de la ambición. El independiente suele ver la política como un juego de 5 y 6. No apuesta nunca en un mismo caballo. Busca los «tajos”, oye las conversaciones, indaga las entrelíneas de las informaciones. Se apasiona por el caballo que tiene más chance de ganar. Y no deja de elaborar su cuadrito con el competidor, para jugar la tapa…
Si el fenómeno no pasara de eso, todavía sería tolerable la cosa. Toleraríamos esos seres, como toleramos a los jugadores. Claro, que en este juego se trata de intereses más delicados, pero podríamos mirarlos con ojos de piedad. La cuestión está en que este otro juego también es contagioso. El ejemplo aspira a cundir. Los «independientes» aspiran a constituir su partido…
El partido de los independientes, esa pintoresca agrupación de quienes proclaman no pertenecer a ningún grupo, constituye uno de los ejemplares más curiosos de los últimos años. Acción Democrática, que ensayó para permanecer en el poder todos los recursos menos el de ser sincera con sus programas y sus compromisos, formó «su» partido independiente. Quienes lo integraban sabían que no tenían consignas que pudieran entusiasmar a las masas. No podían arrastrar a nadie a un compromiso, desde luego que ellos mismos no se querían comprometer. Pero allí tenían una oportunidad de servir al gobierno, en condición de «aliados»; de llenar una gran función de tramoya. Como esas columnas robustas que aparecen en los más lujosos escenarios, aparentaban una gran fortaleza: pero ellos lo sabían, lo sabía el tramoyista y no lo ignoraba el público, que se trataba sólo de pedazos de tela pintados con mayor o menor habilidad.
Preguntará el lector: ¿pero a qué viene todo eso? ¿Es que, acaso en este período de forzada tregua, se organiza algún partido independiente? ¿O será acaso que el autor de las «consignas» reclama un gobierno partidista en esta plena transitoriedad?
Ni una ni otra cosa. Que yo sepa, todavía no se han comenzado a dar pasos formales para constituir un partido «independiente». Y en cuanto a la posibilidad de un gobierno de partido, hoy el único partido político que por su actitud frente a Acción Democrática, por su programa, adecuado mejor que ninguno a las necesidades nacionales, y por la fuerza popular que ha mostrado podría reclamar injerencia decisiva en el gobierno, sería COPEI y ya se sabe que COPEI no aspira a que el poder se le regale sino que reclama y continúa reclamando el que se le ofrezca en unas elecciones libres la oportunidad de demostrar su sólido arraigo en la conciencia nacional.
Pero si trato hoy la cuestión de los «independientes» es porque parece que algunos quisieran convertir en doctrina política permanente la tesis de la «independencia». Alegan que los partidos suponen compromisos personales, pretendiendo olvidar que los «independientes» los conllevan también: no tienen copartidarios, pero tienen curruñas, íntimos, protegidos, parientes, compadres y cada uno de sus relacionados tiene a su vez una clientela de inevitables favorecidos; mientras que los partidos suponen además compromisos programáticos, que el independiente no tiene, y que al hombre de partido le salvan (cuando piensa en su patria, en su responsabilidad y en sus ideas) de caer en comanditas de intereses: porque sobre el compromiso personal tiene que poner el compromiso con su obra.
La «independencia» puede aceptarse como fórmula transitoria de gobierno, pero no como doctrina permanente. Que gobiernen los independientes no es un bien, aunque pueda ser una necesidad ocasional. Realizar en un país una transformación como la que Venezuela exige, reclama un rumbo claro, un programa orgánico, una estructura firme. Eso no lo puede ofrecer un gobierno que sea, por definición, «independiente». Cuando llega a tener eso (programa, organización, rumbo) ya no es «independiente». Pero los partidos no se forman a base de combinaciones e intereses menudos. Varios ensayos lo han demostrado hasta la saciedad. Un partido es fruto de lucha, sacrificio, constancia. Para existir ha de hacer vibrar una emoción colectiva. Sin ella, la obra de la renovación nacional es imposible. Mas esa emoción colectiva no podrá nunca despertarla las comanditas burocráticas.