Los célebres juicios
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 18 de septiembre de 1949.
Cuatro años casi de existencia tuvieron los famosos juicios de peculado. Nacieron por Decreto de una Junta y murieron por otro. Apasionadamente debatidos, su existencia transcurrió en forma accidentada y al desaparecer ofrecen la dolorosa conclusión, de que lejos de haberse avanzado en el camino de la lucha contra el mal que debieron combatir, se retrocedió a un terreno peligroso y oscuro.
El enriquecimiento de los funcionarios públicos ha sido una de las más dolorosas experiencias de nuestra vida política. ¿Cuándo empezó? Difícil sería señalarlo. Lo único cierto es que la enfermedad hizo progresos considerables en los últimos cien años. Para finales de la dictadura gomecista, sus extremos eran espantosos. Cualquier jefe civil de municipio, con un mísero sueldo en el presupuesto, era capaz de sacarle a esta industria en poco tiempo un respetable patrimonio. Los propios panegiristas del régimen tropezaban con el escollo, sin poder evitarlo.
¿Hasta dónde la conciencia moral de la Nación era vigorosa en su repudio? También es difícil medirlo. Tiempo llegó, en el cual parecía reconocerse y acatarse el peculado como cosa normal. Por tonto era tenido quien pudiendo meter la mano en las arcas, las sacaba limpias. Y es allí, precisamente, en la falta de un intenso sacudimiento del espíritu colectivo contra el vicio, donde puede apuntarse mucho del fracaso de los recursos legales adoptados. La ley bambolea si la conciencia falla.
Fue la confiscación –primero dictada sobre los bienes del extinto dictador, luego incorporada como medida constitucional de alcance general– el primer recurso intentado. El eco de la polémica ardorosa, apenas parece hoy adormecerse. En realidad, bajo el aspecto formal de una confiscación, entendía realizarse otra cosa. Confiscar es privar a alguien de lo suyo, de lo que legítimamente le pertenece, por razones penales o de seguridad del Estado. La llamada «confiscación» venezolana, entendía ser una restitución, ordenada discrecionalmente, sin proceso previo, de bienes que se consideraban usurpados. Por eso se habló de bienes «restituidos».
La reforma constitucional de Medina señaló, como uno de los puntos de mayor importancia, el de eliminar la confiscación. Dicha reforma entró en vigor el 5 de mayo de 1945, sólo cinco meses antes del golpe de octubre.
El 18 de octubre de 1945 ofrecía la oportunidad para una total rectificación. Mientras más se piense, más dolorosa debe ser para el pueblo venezolano la pérdida de aquella oportunidad. Quienes tuvieron el privilegio de ser llamados en la hora de la responsabilidad máxima, no supieron ver lejos ni pensar en la patria: no tuvieron visión sino para lo pequeño e inmediato, no pensaron sino en intereses de grupo y de personas. Maltrataron la histórica coyuntura. Y hoy parece que albergara en muchos la idea de antes del 1º de octubre, cuando lo que la nación exige es superar la ocasión y realizar el avance positivo que el régimen octubrista no supo lograr.
Difícil habría sido encontrar en Venezuela, a raíz del 18 de octubre, alguien que no estuviera de acuerdo en que se cerrara el ciclo del peculado. Debía ser un empeño nacional, sin signo de banderías mezquinas, el que realizara un gran acto de justicia. Reconocer en su honestidad administrativa a quien no hubiera traficado con los dineros del pueblo, así fuera el peor enemigo. Sancionar a los peculadores, sin cálculos chiquitos de nombres propios o de intereses electorales.
Privó la miope intención de hacer política y de ejercer rencores, en lo que debió ser la gran empresa nacional. Un proyecto pedido a la Procuraduría General de la Nación se rechazó porque era «demasiado jurídico». Después salió a las claras que se había temido el que mediante dicho proyecto resultaran absueltas personas a quienes se quería condenar a todo trance.
Lo peor de los juicios por peculado no fue el que se cometieran injusticias. Si éstas hubieran constituido un hecho aislado, se habría podido pensar que la justicia humana es imperfecta y difícilmente deja de equivocarse. Lo peor fue la confusión causada en la conciencia pública. Hombres reconocidos generalmente como honestos, aparecían mezclados con tipos señalados como industriales del peculado y la extorsión. Excluidos de listas y absueltos aparecían algunos, tenidos por más responsables que otros a quienes condenaron. El clamor de los hombres honrados se mezclaba en un solo rumor con la queja de los verdaderos culpables. Y por las calles de Venezuela paseaban su aire de inocencia ofendida, aquéllos a quienes la opinión tuvo siempre por reos.
Creció torcido el árbol, y fue vana toda intención de enderezarlo. Aparecieron teñidos de interés político, los fallos en que debió resplandecer la serena majestad de la justicia. El Gobierno no hallaba qué hacer con el engendro. Sólo cuando terminaba la Constituyente fueron llevados a aquel cuerpo, con un proyecto de procedimiento para su revisión. A esto se le llamó, no sé si por ironía o por irrespeto para don Fermín Toro, «el manto de la clemencia». Un nuevo procedimiento arbitrario vino a reemplazar el precedente, sólo para que nuevas consideraciones «de Estado» vinieran a modificar algunos casos.
La Junta Militar no hizo otro intento de enderezamiento. El árbol se cortó de raíz. Ni juicios contra los administradores del gobierno adeco, señalados en diversas noticias como responsables de malversación, ni subsistencia de los procesos anteriores.
Hoy, la opinión pregunta: ¿quiénes son, en los gobiernos anteriores o en el gobierno adeco, responsables el vicio feo de enriquecerse a expensas de la colectividad? No se sabe. No se sabrá nunca. En ocasión anterior se temió que cada régimen optaría por acusar y condenar a sus predecesores, como rutina de gobierno. Ahora el peligro está en que se considere el peculado como un delito sin sanción posible.
La gente atribuye al adequismo una virtud tal para enredar las cosas, que las dejó embrolladas hasta un punto de imposible arreglo. Todos los caminos los dejó erizados de dificultades. Mantener los juicios de peculado como estaban, resultaba injusto. Injusto resultó el «manto de la clemencia». Injusta resulta también la «carpa del olvido».
El problema para las nuevas generaciones va a estar en cómo convencer a los funcionarios, de que los dineros del Estado no son suyos. Será en la conciencia moral de los pueblos (aunque suene a utopía mentecata) donde habrá que librar la batalla.