La extraña teoría del «apoliticismo»
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 4 de septiembre de 1949.
Toda una extraña teoría política se forma a veces alrededor de un verbo que suele conjugarse con énfasis digno de mejor causa: «yo soy apolítico», «nosotros somos apolíticos», «todos somos apolíticos», como la propaganda de cierta bebida gaseosa.
No me refiero aquí a quienes podrían denominarse apolíticos «pasivos», es decir, a los que por sus ocupaciones, por su responsabilidad y por compromisos diversos no pueden militar activamente en una acción política, pero reconocen la justa necesidad nacional de que la vida política se enrumbe decorosamente, escuchan con atención la exposición de programas y de ideas y, en definitiva, simpatizan o adhieren a aquellas que le parecen más adecuadas y justas. Me refiero al apoliticismo beligerante, hiperbólico, agresivo: al de aquellos que se ufanan de no contraer compromisos con ninguna idea ni con ningún programa, de mantenerse por encima de todo nexo que pueda comprometer su actuación circunstancial; de quienes pretenden, incluso, condenar a una especie de lepra social a quienes cumplen el deber de luchar por una causa de servicio a la colectividad.
Estos apolíticos beligerantes lo son de dos categorías. Los apolíticos por «chivatería» y los apolíticos por «timidez». Aquéllos son los que no ven la política como una obligación o servicio, sino como un modus-vivendi, como una fuente de beneficios o proventos. Los apolíticos de tal especie han vivido siempre y están dispuestos a continuar viviendo de la política. El apoliticismo es para ellos bandera de comodidad. Lo que niegan es la política pragmática, la política de ideales, la política abierta y franca; pero su actitud, por lo general, sólo encubre la incontenible desviación hacia una política de conveniencias, de intereses, y en ocasiones hasta de manejos oscuros e imprecisos.
Los apolíticos por «timidez» representan una especie distinta. Ellos quisieran actuar en política, pero la ven tan enredada, se dan cuenta tal de los abusos, enconos y negaciones que la política envuelve con frecuencia, que prefieren abstenerse. No se abstienen por indiferencia. Se abstienen por escepticismo. Dudan que el plano de la lucha política pueda llevarse a terrenos de superación. No creen en la posibilidad de hacer de la contienda por la organización social de un pueblo, un decoroso ejercicio de bien público.
A éstos, los más respetables (¿los únicos respetables?) de la fauna del apoliticismo, no se les puede negar cierto fundamento de su tesis, pero debe rechazárseles la consecuencia. Es verdad que la política, muchas veces, es ejercicio sectario, diatriba inclemente, negación total de toda virtud en el contrario, ejercicio de socarronería. Pero seguirá siéndolo, y lo que es peor, seguirá interfiriendo todas las nobles actividades de los hombres, si los que tienen mejores ideas o mejores instintos no salen a la lucha, decididos, compactos, para asentar las bases de una superación social. No es posible olvidar la frase del inglés que, preguntado por qué su patria había podido llegar a organizar sus cuadros de gobierno y ser ejemplo de los pueblos del mundo, contestó la elocuente admonición: «porque en mi país los hombres honrados son tan audaces como los pícaros». ¡Noble audacia de la honestidad! Pues si la audacia se reservara a los pícaros y los hombres honrados se encasillaran en la indolencia, estarían la honradez misma, la paz social y la justicia llamadas a desaparecer…
Lo más curioso de los apolíticos es que aparentemente olvidan lo que significa política. La política se refiere a la dirección del Estado, y si el Estado es la expresión más cabal de la organización social, la política representa una condición ineludible del orden colectivo. Quizás en el Estado gendarme, limitado exclusivamente a la conservación del orden público, la política podría considerarse patrimonio de algunos cuantos profesionales de dicha actividad. Si aquel concepto subsistiera, lejos estaríamos de semejante predio, muchos que hemos sido arrastrados al torbellino de la lucha política por defender ideales y valores fundamentales al espíritu humano.
Pero la realidad es distinta. El Estado moderno se halla muy lejos del Estado liberal. No hablemos del Estado totalitario (amenaza constante de bandas agresivas) para el cual todo, absolutamente todo (cultura, religión, economía, municipio) es simple reflejo de la voluntad oficial. La mera necesidad de impedir el totalitarismo, justifica la lucha política. Más, sin necesidad de llegar hasta allá, es imposible negar la realidad cada día más patente del Estado intervencionista. El Estado se mete en todo. La política se mete en todo. Para el político y para el apolítico. Para el que lucha y para el que se encierra en su egoísmo. La cultura, la economía, la justicia, el derecho de rendir culto a Dios, la posibilidad de que el pueblo coma, están en manos de los políticos.
Con frase gráfica, lo dijo Ortega en 1931: «La política en la historia, señores, es el macho». «La política lo penetra todo; en definitiva, lo decide todo», aclara el mismo Ortega, definiendo la frase anterior. Y, en gran parte, es verdad. El profesor enamorado de su cátedra, sabe que la Universidad bambolea según los vaivenes de la lucha política. La madre en el hogar, no ignora que la educación de su hijo está pendiente de la suerte que la lucha política imponga en la vida del pueblo. Hasta el derecho de profesar una religión, hasta el derecho de comer, hasta el derecho de vivir, están en manos de esa deidad, la política, que manejada por los perversos y los sinvergüenzas, tiene suficiente poder para dislocarlo todo en la vida nacional.
Se necesita ignorar esto, se necesita padecer una crasa ceguera ante la realidad del Estado moderno, se necesita desconocer que la política no deja quieto al comerciante en su lucro egoísta, o al obrero en su diaria labor, o al sacerdote en su predicación, o al maestro en su forja de espíritus, para adherir con sinceridad y honradez la causa del apoliticismo.
Quienes hemos ejercido la responsabilidad política como cumplimiento de un deber y no como desarrollo de un apetito; los que hemos encontrado en esta responsabilidad sacrificios, aceptados de buen grado al conjuro de más altos valores, y no hemos ido allá a desarrollar torvos instintos y no buscamos beneficios personales; los centenares de miles de hombres y mujeres que hemos comprendido y comprendemos la necesidad de darle a nuestros hijos una patria más justa y más libre, estamos firmes en el cumplimiento de la tarea emprendida. Difícil será para los apolíticos de nombre, representados casi siempre por una fauna de politiqueros que no han sabido vivir sino de la política, negar nuestro derecho. Ellos seguirán en su teoría, pero es necesario hacer salir a su cara el rubor de las posiciones insinceras.
Pues ya lo dijo, con hermosas palabras, otro gran pensador español: «Cuando política significa el noble arte de regir pueblos, prescindiendo de las pequeñeces de la intriga, y cuando incluye dentro de sí misma toda aquella copia de conocimientos, ideales y motivos que suponen una seria organización nacional y una dirección del pueblo hacia el bien común, la política es lo más elevado que existe dentro del orden material».