Precoz dolencia
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 29 de enero de 1950.
No esperaron los gobiernos de Miranda, Guárico y Yaracuy que actuaran los recién nacidos Concejos para adoptar contra ellos una medida de extrema gravedad. Condenaron la incipiente autonomía municipal a una precoz dolencia. No la dejaron vivir un poco, ensayar el camino que acababa de abrírsele. Destituyeron concejales a los que no se había formulado ningún cargo, como no fuera el de haber tomado en serio su deseo de trabajar por el pueblo y disponerse a hacerlo en forma autonómica. Sentaron así funesto precedente, que compromete toda acción futura de las respectivas municipalidades.
Pensando el asunto con toda la serenidad que el caso admite, no se le encuentra explicación. Véase, por ejemplo, lo sucedido con los Concejos Municipales de Petare y Nirgua: se efectúa la instalación del cuerpo; se declaran en disidencia tres de sus miembros, impidiendo sin exponer motivo razonable la celebración de sesiones por no haber quórum legal; renuncian los disidentes minoritarios: y… la solución adoptada por los respectivos gobiernos es la de nombrar nuevos Concejos, ratificando en su designación anterior a los renunciantes y destituyendo, irrazonada e injustificadamente, a concejales que estaban cumpliendo su deber y prestando atención a los asuntos colectivos. En otros Concejos de Miranda, en Concejos del Guárico, en el Concejo del Distrito Yaritagua, la situación es todavía más rara. Las destituciones ocurrieron en plena apariencia de normalidad.
La solución adoptada –con muy singular coincidencia- vino a ser la de premiar a quienes sin razón justificada habían incumplido sus deberes y renunciado a sus cargos sin invocar otro argumento que el de estar en disidencia con la mayoría. Es decir, se optó por atropellar la existencia del Municipio, en las personas de quienes habían aceptado una representación con el honesto deseo de trabajar por los intereses populares, de ejercer con seriedad su personería de servidores del pueblo y de entrar al ejercicio efectivo, al análisis y fiscalización de la administración que les había sido encomendada.
Mal comienzo, para un ensayo de tanta importancia en la vida nacional. Un año atrás, algunos habíamos señalado cómo la creación de las Juntas de Administración Municipal parecía no haber sido entendida por muchos funcionarios ejecutivos, los cuales invocaban el carácter «asesor» de dichas juntas para no tomarles parecer ni oír su criterio en los asuntos edilicios. La renuncia de muchos miembros de las Juntas fue consecuencia inevitable de aquel chato criterio. El doctor Godofredo González, en Maracay, para no citar sino un caso, después de no haber aceptado un cargo de Juez por querer ocuparse a fondo de los problemas municipales como Presidente de la Junta, tuvo que renunciar al cargo municipal como protesta por haber sido menospreciada la responsabilidad que se le había confiado. Ahora, con los Concejos, parece querer repetirse la experiencia. Lo que suscita esta pregunta: ¿Se ha cumplido el objeto que se buscaba al crearlos?
Cuando, el 23 de noviembre de 1949, se anunció el restablecimiento de los Concejos Municipales, acogimos la medida como un paso de avance hacia la reorganización institucional de la República. Aunque las circunstancias del régimen «de facto» hacían que los Concejos fueran designados por los Ejecutivos, todavía expresamos la esperanza que esos cuerpos pudieran obtener vida propia. Una vez instalados, cabía esperar se les diera la sensación de que el mismo Gobierno que los creaba, había consentido en auto-limitar su omnímoda gestión, dejándolos actuar con toda libertad.
No pueden hoy, desgraciadamente, mantenerse aquellas esperanzas en los Estados mencionados. Y ojalá los hechos limiten la decepción al territorio de los mismos. Con la destitución arbitraria de personeros municipales antes de transcurrir el primer mes de ser nombrados, ninguna garantía pueden esperar esas municipalidades para una gestión autónoma. Los concejales que tenían alto concepto de su misión –copeyanos e independientes-, no hallaron otro camino decoroso que el de renunciar, solidarizándose así con los ediles destituidos.
En casos como éstos, la realidad es más elocuente que las palabras. Ojalá los Ejecutivos nombrados pudieran explicar fehacientemente la razón de la sinrazón cometida. Pero eso sí, si los comunicados oficiales tuvieran a bien aclarar el asunto, sería indispensable que se concediera a los concejales destituidos (quienes, pocas semanas atrás, fueron considerados honorables y dignos de la investidura municipal) la posibilidad de replicarlos. Con ello, al menos reconocerían los Ejecutivos mirandino, guariqueño y yaracuyano, la elemental obligación de dar a la opinión pública cuenta de sus actos. Y ésta podría juzgar.
Conste, que tengo amigos personales en algunos de los Ejecutivos aludidos. Pero no se trata de que algunos de los gobernadores o secretarios generales que intervinieron en el caso, sean amigos personales míos. Lo que importa, y es grave, es el retroceso. Porque si bien tenemos que reconocer (querámoslo o no) que todo régimen «de facto» supone inevitablemente la ruptura de muchas fórmulas establecidas, no debe reconocerse ni aceptarse que, una vez tomados los primeros pasos para la organización de las instituciones, se adopte ligera e injustificadamente la determinación de echar nuevamente hacia atrás.
Los Concejos Municipales, con sus imperfecciones, serían un paso hacia adelante si se les dejara actuar con efectiva autonomía. Pero, de generalizarse este grave ejemplo de poco respeto por sus integrantes, lejos de avanzarse, se retrocedería a etapas que debemos estimar superadas.