Un mensaje para la juventud
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 12 de febrero de 1950.
Pertenezco a una generación que, por razones de la coyuntura histórica, ha tenido y tiene la más grave responsabilidad. Hombres entre los treinta y los cuarenta, o, si se quiere, nacidos en las dos primeras décadas del siglo, tienen hoy entre las manos el mayor y más pesado número de compromisos. En la política, en las armas, en la industria, en la universidad, en las escuelas y liceos, en las organizaciones sindicales, comerciales, agrarias, en todas las profesiones: el hecho es característico y sorprende a los observadores extranjeros al nomás acercarse a Venezuela. Coincide este aspecto en las más disímiles tendencias. Las fórmulas más distantes, los sistemas más opuestos, las más variadas actividades, están mayoritariamente encomendadas a individuos de nuestra generación. Por lo que, si vemos el asunto desde un punto de vista colectivo y hacemos este concepto de generación sobreponerse a las diferencias mencionadas, podemos decir que nuestra generación tiene sobre sí el grave peso de decidir el futuro nacional.
No sé si el hecho pueda íntegramente considerarse favorable. Hay un si es no es de provechoso, en que un país que está viviendo la segunda década de una revolución nacional, confíen sus destinos a quienes tienen más coraje que reflexión, más empuje que experiencia. Pero, sociológicamente, el asunto hunde raíces en la crisis nacional, que relega –salvo honrosas excepciones individuales para confirmar la regla– a un plano secundario las generaciones anteriores. La nuestra, que por razón de edad no tuvo la menor injerencia en el advenimiento de la dictadura gomecista –la más larga y absoluta en la historia del país– tuvo que asumir función dinámica en la transformación iniciada con los estertores de aquélla. Y de motor que éramos, nos tocó pasar a ser –porque representábamos una conciencia distinta de la vida venezolana- prematuros directores de un gran movimiento histórico cuyos resultados decidirán el juicio que merezcamos; cuyos errores se hallan a la vista; pero dentro del cual se observa al menos un generoso empuje y alienta –aunque a veces pareciera imposible– un hálito profundo de continuidad vital.
Esa ubicación singular que nos ha tocado en el plano del tiempo, viene a matizar de colores especiales el mensaje –nuestro mensaje– que tenemos para la juventud en un día como éste. No deja de revestir significación señalada el número del año: 1950. Porque, en este Día de la Juventud de 1950, nosotros tenemos, para los jóvenes integrantes de las nuevas generaciones que vienen detrás de la nuestra, un mensaje transido de doliente experiencia, pero impregnado del alegre optimismo que es razón y calor de nuestra lucha.
Podemos hablar también como jóvenes, porque es la juventud el signo que nos empujó a comandar las diversas posiciones y las más opuestas barricadas de la vida venezolana, anhelante de renovación. Pero nuestra voz, sin sentirse precozmente envejecida, puede sonar con acento de madurez, porque nos ha tocado vivir intensamente una época en la que vienen ensayándose todas las fórmulas y en que todavía se debaten las apreciaciones más opuestas de nuestra realidad nacional.
Así, jóvenes por la edad y por el signo de nuestra función; ricos de experiencia por el encaje que hemos tenido en el proceso histórico; podemos –debemos– traer nuestro mensaje a las juventudes más jóvenes para decirles:
–¡Jóvenes! ¡Compañeros más jóvenes de la juventud venezolana!: alentad y respaldad nuestro renovador aliento, porque de él depende que queden abiertos nuevos rumbos al pueblo venezolano; pero, al mismo tiempo, jóvenes, analizad nuestros errores para rechazarlos con firmeza. Estudiad el ejemplo atormentado de nuestra angustia por hallar los mejores caminos. Es vuestro deber, porque el conocimiento de la historia empieza por el obligado análisis de la historia inmediata y reciente, y porque el impulso que correspondió a nuestra generación se perdería si no estuviera asegurado por el renovado impulso de vuestra energía. Pero de nuestra acción, impregnada, por humana, de equivocaciones y tanteos, continuad sólo lo positivo. Descartad lo negativo. Contrastad lo inmenso de la obra por hacer, con lo modesto de nuestros recursos, para afirmaros en la convicción de que quien resta fuerzas, retarda el logro de los mejores objetivos.
Colocados a largos años del momento en que despuntaron los primeros fuegos de nuestro combate –más largos por intensamente vividos y por sus nutridas consecuencias– debemos confesar con valiente sinceridad a las generaciones que nos siguen, que el error funesto de la nuestra ha sido el afán de negación. Hemos vivido empeñados en negar. En negar derechos y méritos. Hemos sentido la huella del violento trauma psicológico que ocasionó en Europa la Primera Guerra Mundial. Algunos grupos se especializaron en el sistemático afán de destruir toda reputación que no les fuera adicta. Hicieron escuela, de la difamación. Y hoy, sin negarles a ellos mismos lo positivo que representa su lucha ardorosa por la defensa de sus puntos de vista, debemos hacer por traerlos a un terreno de reflexión para que reconozcan en los demás lo que merecen y les respeten su derecho a influir en los destinos patrios. Si es que son sinceros en la defensa del método dialéctico, piensen que en vez de estacionarse en una eterna antítesis, deben abrir el camino de la síntesis.
En la Universidad, donde a diario mantengo contacto con representación valiosa de las más jóvenes generaciones de todas las tendencias, encuentro motivo de esperanza el que hay en todas ellas buen material humano, nervio y sangre propicios para una nueva Venezuela. Pero, en los recientes acontecimientos, parecen encontrar algunos grupos nuevo motivo para el afán rasante. Bien sé que en todos los que somos o nos sentimos jóvenes, existe siempre un impulso iconoclasta. Pero debemos educarnos en el reconocimiento del mérito ajeno. Templar el ánimo para la fecunda tolerancia. No la cómplice tolerancia del renunciamiento a las propias ideas. ¡Esa no! Esa le quitaría a la arcilla humana su color de vida. Pero sí, la necesaria para crear una patria más ancha, donde cada uno se sienta estimulado para la acción fecunda.
Mientras cada uno represente sus anhelos de llegar, en el propósito de borrar a los otros, el resultado será la inhibición de muchos, el ampararse en toda situación establecida, por el temor de lo que ha de venir, convertido en apocalíptico presagio de negación y ruina.
El mensaje de nuestra juventud prematuramente madurada, a la vuestra, jóvenes de las más tiernas promociones, podríamos resumirlo, por eso mismo, en un llamado: ¡Sed jóvenes! ¡Luchad, actuad, vivid, apasionaos por vuestras ideas!; pero, al mismo tiempo, sed venezolanos, poned el amor a la patria, a la patria Grande, libre y justa, que es la obra más hermosa por hacer, por encima de los instintos negadores y esterilizantes. Apasionaos por Venezuela, esto es: por la concepción hermosa y posible (no lo olvidéis: POSIBLE, y en nosotros está su posibilidad) de una patria consciente de sí misma, donde se rinda culto a la justicia y donde haya cabida para las más nobles y robustas expansiones del corazón humano.