Regulación e inquilinato
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 19 de febrero de 1950.
No he tenido ocasión todavía de ver directamente la publicación denominada «Estudio sobre promiscuidad sexual» (1.000 historias sociales), pero he leído un interesante comentario sobre ella, del doctor Ildemaro Lovera. Se analizan allí, a través de mil historias levantadas por trabajadoras sociales de la División de Venereología, las circunstancias dentro de las cuales se deslizó hacia el vicio la vida de las protagonistas. La mala vivienda asume características de dominante espectro, artífice número uno de la fatalidad. «La mala vivienda en función de «celestina» –que nos dice Lovera–, de cientos de niñas que mañana serán repudiadas por la sociedad que no supo darles albergue amplio, aireado, acogedor, donde gozar de sus muñecas e ignorar la crudeza de actos reservados a sus familiares en plena madurez sexual».
En verdad, mientras más se contemplen las aristas laceradas de nuestro poliedro de problemas sociales, la vivienda va tomando un perfil más agudo. Sin vivienda dotada de un mínimum de confort y de higiene, no hay vida familiar; sin familia, no hay robustez social. El fenómeno familiar, clave de la organización humana, es –como el hombre– un compuesto de cuerpo y espíritu. La vivienda confortable pero vacía, convertida en casa de huéspedes, donde la moral hace crisis, es un cuerpo sin alma; pero la familia sin casa, sin un hogar donde forjar la comunidad estrecha de sentimientos y propósitos, es un alma sin cuerpo.
Tentativas, en verdad, ha habido para remediar el problema. Pero ante la magnitud de éste, los remedios parecen homeopáticos. El número de casas construidas por año, pese a la buena voluntad de los organismos oficiales, se hace insignificante. Me atrevería sin temor a afirmar que ni siquiera alcanza a compensar el aumento del déficit. Porque el crecimiento de la necesidad, si se redujera a estadísticas, sobrepasaría al número de habitaciones nuevas que cada año se ofrecen.
Afrontar esta crisis de viviendas debería ser empresa nacional. Quizá la más urgente de todas. Si analizamos retrospectivamente vemos cuán poco se ha avanzado en este camino, esencial para el mejoramiento de las condiciones de vida. Los salarios nominales han aumentado considerablemente: pero, con un salario de apariencia mayor, doble o triple tal vez, el trabajador tiene la misma inhóspita vivienda. Los habitantes de los cerros y puentes sub-urbanos son muchas veces trabajadores que ganan un regular salario nominal; los peones del campo venezolano, con un ingreso monetario mayor, siguen consumiéndose en los mismos dolorosos ranchos.
Frente al problema, desde luego, surgen las mismas concepciones extremas que debaten los grandes asuntos actuales. El liberalismo económico no cesa de clamar por la vuelta al juego de la oferta y la demanda, como único remedio para la construcción de casas en suficiente cantidad. El totalitarismo económico no encuentra otro camino que el control absoluto y total por manos del Estado para remediar esta necesidad. Uno y otro se han ensayado sin éxito. Y las formas intermedias se debaten por conciliar el indispensable control oficial con el estímulo, también indispensable, a la iniciativa privada.
Que la fórmula liberal de la supresión de los controles no resulta adecuada, lo demuestran elementales argumentos. Cuando la desproporción es tan grande, entre la oferta y la demanda; y cuando el ritmo creciente de ésta corresponde a un fenómeno mundial de concentraciones urbanas, mientras el de aquélla no puede seguirlo siquiera de cerca, el restablecimiento de la libre competencia solo ofrecería perspectivas de remedio para muy largo plazo, con el peligro de someter varias generaciones a terribles sufrimientos, frente a un artículo de primera necesidad.
No es aquí, es en el mundo entero, donde esa desproporción ha surgido, como resultado de factores complejos. Un reciente informe del Departamento de Cuestiones Sociales de las Naciones Unidas (febrero de 1949) presenta impresionantes cifras. En el Extremo Oriente, por ejemplo, se estima un déficit actual que añade 16 millones de viviendas destruidas por la guerra, a 16 millones de habitaciones requeridas. Por el crecimiento de la población, «haría falta, además, un programa que previera la construcción regular de 2.635.000 habitaciones por año, para proveer a las necesidades del crecimiento normal del número de familias». En China, «la administración nacional para la asistencia y la reconstrucción estima en más de 10 millones el número de casas que hará falta construir». Pero, no sigamos con ejemplos lejanos. En 16 países europeos, el déficit actual de viviendas se estima en alrededor de 14 millones de habitaciones: «Haría falta un esfuerzo de construcción equivalente a más de 18 años de la producción de pre-guerra para llenar este déficit».
Impresionantes son las cifras, sin duda, pero junto a ellas se señalan planes e iniciativas que corresponden al tamaño de la obra. Se acude a nuevos procedimientos. Las casas pre-fabricadas ofrecen la posibilidad de someter a un ritmo uniforme de producción industrial una actividad como la construcción, que antes estaba sometida a las alternativas del clima y del lugar. Los esfuerzos oficiales proponen combinaciones con los particulares y los cooperativos; y, después de haber comenzado honestamente a levantar una información real de la deficiencia existente, se comienzan a elaborar programas de recuperación en determinado número de años. De los propios Estados Unidos nos llegan noticias, de cómo en el pasado año de 1949, se construyeron más viviendas que en ningún año anterior.
Sería, pues, de desear que en Venezuela bajáramos frente a la vivienda, del plano de la terminología usual al de la realidad angustiosa. Y en este sentido, no es echar las culpas a nadie por lo que no se ha hecho, ni loas desmedidas a ninguno por los pequeños pasos hasta ahora recorridos, lo que procede ahora. Hay por delante dos aspectos previos de lo que podría ser la preparación de un vasto plan: el Censo de las Américas, si nos da la información exacta, y el Estatuto de Inquilinato, si abre el camino para una solución de convergencia entre la iniciativa y control oficial y la colaboración particular.
En este sentido, confieso que he estado leyendo el Proyecto de Estatuto de Inquilinato y lo encuentro bien intencionado en el propósito de coordinar la intervención del Estado con la iniciativa privada. Abandonar la regulación sería aventurado, quizás desastroso. Pero, mantener esa marca que hasta ahora han tenido los reglamentos oficiales, de considerar el que construya casas para habitarlas otros, una especie de enemigo público, sería también dañino. El Proyecto de Estatuto que circula debe elogiarse, pues, en cuanto que se sitúa en la ecuánime posición: de mantener la protección pública al inquilino, pero al mismo tiempo mirar con simpatía que el capital privado se enderece de frente a suplir hogares mediante los cuales amenguar la escasez.
Que el Proyecto de Estatuto no sea perfectible, no creo que nadie se atrevería afirmarlo. Podría mejorarse, y la experiencia de su aplicación serviría para abrir camino a su mejoramiento. La necesidad de ir diferenciando progresivamente el régimen de arrendamientos cuando se destinan a vivienda y a otros usos, es palpable. El perfeccionamiento de los instrumentos destinados a cohonestar abusos, evidente. Pero, sin duda, hay que abrir un camino de orientación precisa y segura, con el pensamiento de que el capital del Banco Obrero y los otros arbitrios destinados por los entes públicos para construcción de viviendas, resultan una gota de agua frente a esta dramática urgencia nacional. Hay que tratar de que, de donde haya y de donde no haya, salgan dinero e iniciativas para construir viviendas en las cuales la higiene y la vida social puedan desarrollarse vigorosamente.