Poder es deber
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 5 de febrero de 1950.
Anoche ofreció Carlos Basalo una hermosa fiesta en honor de Oscar Rodríguez Gragirena. Era el cumplimiento de una apuesta. Supo pagar cumplidamente el perdedor. Habían apostado si podría darse paso por la Vía de Tránsito de la Avenida Bolívar para el 31 de diciembre. Contra el escepticismo general, el esfuerzo resultó victorioso.
Lo interesante del asunto, desde el punto de vista nacional, es el cúmulo de consecuencias que se pueden sacar de allí. Adelantando que el perdedor de la fiesta no era un inconsciente, ni un obcecado. Forma parte del Directorio de la Corporación Venezolana de Fomento, que es tenedora de las acciones del Estado en la Compañía «Obras de la Avenida Bolívar». Su duda estaba sobradamente justificada. Ganarle a él la apuesta, constituyó por ende, satisfacción mayor para Rodríguez Gragirena. No había el ventajismo de apostarle a un ignorante o a un desconocedor de la magnitud de la tarea y de las dificultades por vencer. Las dificultades existían, pero fueron vencidas.
El hecho fue que una organización venezolana, a través de técnicos y contratistas venezolanos, tomara en serio el compromiso de hacer algo para determinada fecha, y lo cumpliera. Y ello debe hacer que nos sintamos satisfechos, no para creer con estupidez patriotera que somos superiores a los demás y que no debemos nada a nadie, pero para rechazar con confianza el complejo de inferioridad que un siglo de calamidades fabricó en la psicología nacional.
No es que esos venezolanos, técnicos, contratistas y obreros, no tuvieran ayuda extranjera. Los primeros estudios del Plan de Urbanismo de Caracas fueron dirigidos por un técnico francés. Posteriormente, se solicitaron consejos y estudios de técnicos norteamericanos y quizás, de otras nacionalidades. La maquinaria extranjera, la ciencia lograda en otros pueblos, fue aprovechada sin reticencia. Pero el papel de los venezolanos, lejos de ser puramente pasivo, fue una labor activa de coordinación, de rectificación, de ejecución. En eso, podía alentarnos también el ejemplo de los Estados Unidos: pues los norteamericanos no han tenido la vanidad patriotera de rechazar los conocimientos y la experiencia ajena. Sabios de todas las nacionalidades les han dado sus conocimientos y su escuela, pero han sabido aprovecharlos y llevar sus ideas hacia adelante en forma que quizá aquellos no se atrevieron a soñar.
El complejo de inferioridad constituye en Venezuela una enfermedad de las más graves. Combatirlo es condición indispensable para ganar nuestro destino. Quizás la conciencia de la obra inmensa que hicieron los venezolanos de la Independencia, ha marcado un contraste tan violento con los años del estancamiento y del retroceso, que hemos llegado muchas veces a formar un desdeñoso concepto de todas nuestras fuerzas y capacidades. Hemos vivido con una especie de orgullo melancólico por la obra inmensa, que llena de asombro todavía a quienes se acercan a ver sus proporciones. Y tal orgullo melancólico ha ido acompañado de una especie de fatalidad esterilizante; la idea de que fuimos mucho en momentos de gloria, pero que ya hoy no somos capaces de hacer nada.
Ese complejo de inferioridad ha acompañado la visión política de muchos de nuestros teorizantes. Indigna ver cómo se habla de la inferioridad de nuestro pueblo, de la incapacidad de nuestra gente, de la impotencia de nuestro carácter nacional. Apreciación visiblemente injusta. No estamos, en verdad, curados de lacas históricas; no hemos salido aún de graves dolencias que nos han atrasado en el tiempo; pero tenemos muchos aspectos positivos, capaces de crear y de construir, si se los sabe estimular y aprovechar.
Desde la desaparición de la Dictadura (y pongo diciembre del 35 como punto de referencia, no porque en los años del dolor callado no se realizara también una labor preparatoria en algunos aspectos de nuestra vida y de nuestra psicología, sino porque de entonces acá se quiso dar la espalda decididamente a torturantes vicios de la organización colectiva e imprimir un ritmo más acelerado a la vida venezolana), hemos tenido oportunidad para ganar muchos puntos en la recuperación de nuestra conciencia.
Salidos del aislamiento feudal en que estábamos, e iniciada la discusión abierta de nuestros asuntos, hemos podido ir verificando que no somos lo último del mundo, ni tenemos las manos vacías para esculpir nuestra fisonomía de pueblo nuevo. Las mismas obras de la Avenida Bolívar vienen a ser testimonio elocuente de un sentido de continuidad histórica, incompatible con el concepto bárbaro del Estado. Iniciados los estudios de Reurbanización de Caracas hace diez años, no ha habido solución de continuidad ante la necesidad de llevar adelante la satisfacción de una necesidad colectiva. «El Silencio» del General Medina, aun modificándolo, fue un paso en el cumplimiento del Plan de Urbanismo elaborado bajo la Gobernación del General Mibelli y la Presidencia del General López Contreras.
El Instituto autónomo de las Obras de la Avenida Bolívar, organizado bajo el trienio de Acción Democrática, fue cumplimiento y desarrollo del legado urbanístico de los gobiernos anteriores. Y la rápida ejecución de la Vía de Tránsito, fue una continuación responsable de los planes que venían estudiándose y elaborándose. Todo es, pues, obra venezolana, sin signo de exclusivismos. Y es un ejemplo que podemos mostrar el de que, no ya por la continuidad de López a Medina, cuando la trasmisión del mando fue pacífica, sino después de haberse modificado por golpes de estado la organización del Poder: la idea de servicio general se ha impuesto por sobre las diferencias entre un gobierno y otro.
Así como en la vida técnica de las obras, la conciencia nacional ha sabido marcar también en otros aspectos un sello de continuidad vital. La legislación del trabajo es un ejemplo de algo venezolano, que ha seguido un desarrollo nacional, por sobre diferencias de régimen. Y la presencia atenta de la colectividad ante los problemas nacionales, patentizada cuando se radiodifundieron las sesiones de la Asamblea Constituyente, es factor positivo, no despreciable, que desmiente a los panegiristas de la negación nacional.
Se pudo, pues, hacer la Vía de Tránsito de la Avenida Bolívar para el 31 de diciembre. Grave responsabilidad recae por esto sobre gobernantes y técnicos. La Vía de Tránsito es apenas la primera brecha, en una obra cuyas hermosas proporciones alegran el espíritu de quien con afecto caraqueño repase las maquetas y proyectos que ya se han dado a la publicidad. El ritmo dado a la ejecución para cumplir el plazo puesto a la ejecución de la Vía de Tránsito, no tiene por qué disminuir. Los beneficios de la Vía, con ser muchos, se hacen pequeños cuando se piensa en las calles Norte-Sur interrumpidas, o practicadas mediante puentecillos provisorios; en la necesidad urgente de las vías de aducción, en el requerimiento inaplazable de vías para peatones; en el interesante empeño de levantar eficazmente los estacionamientos y edificios que habrán de mejorar los servicios urbanos. Quien puede, debe. La excusa de la imposibilidad, ya no existe.
Así mismo, en política como en ingeniería, los aspectos positivos de un pueblo que emergió de una calma de 27 años a la discusión apasionada de sus problemas; y que no ha querido desmandarse en las alternativas súbitas de su último decenio; obligan a hacer un esfuerzo nacional, total, generoso, para echar a andar por el camino claro del orden institucional.
El trabajo de hoy tiene que orientarse a ganar de nuevo el derecho a sentarnos con la frente alta en la mesa de la historia, donde cada pueblo ha de exhibir sus credenciales pasadas y presentes.
Tenemos el derecho y el deber de abandonar todo complejo de inferioridad.