Constituyente

Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 16 de julio de 1950.

En el debate del Estatuto Electoral han estado apareciendo opiniones que más que el Proyecto presentado por la Comisión Redactora, se refieren a puntos previos cuya resolución tuvo que quedar aclarada antes del nombramiento de la citada Comisión. Uno de esos puntos es el de la conveniencia o no de elegir un nuevo Poder Constituyente, el de la necesidad o no de someter las elecciones a la Constitución de 1936, reformada parcialmente en 1945.

Se han expuesto argumentos diversos, extraídos unos de determinada actitud sociológica (encuadrada dentro de lo que Augusto Mijares denominó en decisivo estudio crítico «la interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana») y engarzados otros en sutil pero frágil hilatura jurídica. Personas de mi aprecio personal han escrito sugestivos artículos; y aun cuando estimo concluyentes las muchas razones expuestas desde «El Gráfico», voy a ceder también a la tentación de referirme al tema, olvidándome de los calificativos y generalizaciones poco amables que algunos escritores suelen prodigar (en nombre de la moderación y de la imparcialidad) a todos aquellos que hemos cumplido el deber ciudadano de exponer un programa y combatir organizadamente por la defensa de unos principios.

Que no le convenga al país ir danzando de constituyente en constituyente, es algo en lo que todos estamos de acuerdo. Pero la cuestión no puede juzgarse desde un punto de vista abstracto. Lo concreto es que ha habido dos golpes de Estado; y si tampoco es deseable el que se marche al impulso de golpes de Estado, no se trata ahora de elucubrar sobre lo que hubiera sido más deseable (desde antes del 18 de octubre de 1945, pues las raíces de lo ocurrido hay que buscarlas hacia atrás), sino de encontrar a la luz de las normas jurídicas y del interés nacional el único camino claro para coger rumbo hacia adelante.

Se me dirá que en otros países la práctica del golpe de Estado no va siempre acompañada de una ruptura, sino de una suspensión del orden constitucional: el gobierno «de facto» es entonces un ejecutivo extraordinario, no sometido a reglas precisas de acción, mientras la normalidad se restablece y con ella la vigencia de la Constitución. En Venezuela, ello casi nunca ha tenido lugar.

Desde 1858, con la efímera Convención de Valencia y 1864, con la Constituyente Federal, la convocatoria de un Poder Constituyente con estructura formal de «fuente originaria del Derecho» se ha repetido con Crespo, en 1893; con Castro, en 1901 y 1904; con Gómez, en 1914. El «hilo constitucional» que venía del 14, se rompió de nuevo en el 45.

La Constitución de 1936, reformada parcialmente en 1945, murió el 18 de octubre de 1945. La Junta Revolucionaria de Gobierno la dejó en vigencia en forma transitoria mediante su Decreto No. 1, pero condicionándola a sus propios Decretos.

La Constitución de 1947, nacida de las elecciones constituyentes que se originaron en el golpe de octubre, murió el 24 de noviembre de 1948. La Junta Militar de Gobierno, para regular la transitoriedad, mantuvo a su vez una vigencia condicionada de las constituciones de 1945 y 1947: condicionada, porque se reservó una facultad, la de «dar acatamiento a aquellas disposiciones de carácter progresista» de la Constitución de 1947 «que las Fuerzas Armadas Nacionales han prometido respetar en su manifiesto», y otra más amplia aún, la «de dictar aquellas medidas que aconseje o exija el interés nacional, inclusive las referentes a nueva organización del Poder Público».

No se trata, pues, ahora de averiguar lo que se hubiera debido o no hacer. Hay que admitir la realidad, de que el orden constitucional se rompió. Invocar –para quitarle el voto a la mujer, a los analfabetos y a los mayores de 18 años– la Constitución del 45, es olvidar que hay un Poder que funciona por encima de la misma Constitución; que ha disuelto los poderes constitucionales; que ha asumido funciones de todo orden, y no meramente ejecutivas; que se ha organizado a sí mismo mediante un procedimiento sui generis, recibiendo de las Fuerzas Armadas «el control de la situación de la República», manteniendo sólo «el ordenamiento legal de la República en cuanto no resulte contrario a lo dispuesto en la presente Acta y a los fines que originaron el Gobierno Provisorio» (Acta) y prometiendo «que todas las medidas de orden progresista tomadas hasta la fecha, serán mantenidas en todo su vigor» (Comunicado de las Fuerzas Armadas Nacionales del mismo día).

Seguramente por ello fue por lo que el Presidente de la Junta Militar de Gobierno, en nombre de la misma, expresó en el aniversario del golpe militar: «sobre todo, es esta la significación del Decreto relativo a las garantías constitucionales y la de aquel en cuya virtud se encarga a una Comisión constituida por destacados juristas, representativos de la opinión nacional, el estudio y redacción del Estatuto Electoral por el cual deberá el pueblo, en su debida oportunidad, y sin excepciones ya superadas por nuestra evolución social, proceder libre y ordenadamente a la organización constitucional del poder» (…) «Vamos a la superación de la emergencia existente con la integración de un Poder Constituyente elegido en forma democrática, sin presión oficial» (Gaceta Oficial, No. 23.082).

El problema que debió plantearse la Junta, quedó resuelto, pues, por ella misma, de manera inequívoca. A la Comisión Redactora se le confió un encargo: preparar el Proyecto «del Estatuto Electoral por el cual deberá el pueblo… sin excepciones ya superadas por nuestra evolución social… la integración de un Poder Constituyente elegido en forma democrática, sin presión oficial».

Lo que está ahora en el tapete es si el Proyecto corresponde a esos fines. Lo demás es –o debe ser– clavo pasado.