Lógica
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 9 de julio de 1950.
Soy un apasionado de la lógica. Más de una vez me lo han enrostrado como un delito, cuando he reclamado a otros, consecuencia. Pero no de la lógica formal, abstraída de la substancia de las cosas, proclive al malabarismo dialéctico, que encuentra su más cumplida expresión en el sofisma; sino de aquella en la que el arte de razonar se liga con la moral y con la vida, para hacer de la conducta humana consecuencia armoniosa de un principio filosófico, de una norma moral y de un antecedente histórico.
En la institución colectiva esa pasión no es rara. Al peor enemigo somos todos proclives a admirarlo, cuando encontramos en sus actos la expresión vital de sus ideas, la fidelidad a sus promesas y a sus hechos pasados. A los gobiernos se perdonan muchas cosas; pero se les exige, pues que están al timón, marcar el rumbo.
Aquella reflexión no es ociosa, porque el Gobierno Provisorio ya se está acercando a los dos años, y se nota un creciente deseo colectivo de conocer su orientación, de ver una definición de su programa, el programa de la interinidad.
Muchos se explican, aunque no compartan, su marcado deseo de evadir hasta ahora toda definición. El terreno recorrido por la Junta Militar ha sido muy difícil. Después de una experiencia de tres años dominados por la verborrea y el sectarismo, se quiso ensayar una etapa de silencio y tanteo. Mas, ya este nuevo ensayo ha de buscar su fin, si es que, como casi todos deseamos, la transitoriedad se dispone seriamente a abrir su camino a la institucionalidad.
Hasta ahora, podría aplicarse la aguda frase de Soublette, en carta al ministro Restrepo: «este carácter de provisorio es un talismán que nos proporciona no chocar con ningún partido, no desesperar a nadie, antes de consolar a todos y darnos tiempo para calmarnos y para unirnos» (Caracas, 21 de noviembre de 1828). Pero lo provisorio no puede prolongarse indefinidamente. Se pierde confianza, se abre terrenos a las más variadas contingencias, se hace más difícil salir a lo normal. Se va sembrando en la conciencia pública la perniciosa idea de que la libertad será incompatible con el orden y de que el pueblo caerá al fin en brazos de la demagogia. A cambio de unos años de paz, puede llegarse a la obsesión de que va a ocurrir algo espantoso: «Después de mí, el diluvio».
La oportunidad de meditar sobre este tema la precisan el Estatuto Electoral y el rumor sobre cambios oficiales, anunciado y negado en forma que deja la puerta entreabierta. La promulgación del Estatuto, la modificación del Gabinete, son asuntos que obligan a la Junta a reflexionar, a definir su ruta. Y no será ocioso analizar lo ilógico de las soluciones sugeridas por círculos interesados en nombre de la «realidad» y de la «experiencia», para concluir que en fin de fines, el mejor camino es el camino recto.
Con motivo del Estatuto Electoral se han presentado tesis que no resisten desarrollarse hasta sus consecuencias. ¿Acaso han pensado, por ejemplo, en la conclusión a donde iríamos, quienes sostienen que no debe haber elecciones o que no debe haberlas todavía? Si no debe haber elecciones, está implícita la conversación del golpe armado en sistema permanente de organización del poder. Y si se quiere postergarlas por pensar que «mañana» no habrá oposición electoral o peligro de volver al adequismo, se está menospreciando la experiencia; olvidándose que una prolongada situación de facto haría borrarse el recuerdo lacerado de los atropellos adecos, pues el sentimiento popular sufre «corsi e ricorsi» y es propenso a incidir en la idea de que «todo tiempo pasado fue mejor».
Por donde se lo mire, mejor resulta hacer frente al problema. La táctica del avestruz sería suicida. Suicida, guiarse por el cálculo de conveniencias personales, cuando está de por medio el interés nacional, que a la larga resulta el mejor interés de cada uno. Si se llamó a unos señores para pedirles un Proyecto de Estatuto Electoral; si se hizo invocación al patriotismo para inducirles a aceptar el encargo; si se constituyó una Comisión equilibrada, cuya mayoría está formada por gente sin bandera política; si aquella trabajó sin apresuramiento y más bien se le reclamó la pronta entrega de su obra, la lógica y la conveniencia indican no vacilar mucho para abrir cauce al proceso. No se me escapan los peligros de éste; pero tengo –como muchos otros venezolanos– la vista puesta en los peligros de la inconsecuencia. Y la balanza no vacila.
Si se ha proclamado muchas veces que el golpe del 24 de noviembre no tuvo por objeto apetencias personales; si se ha expresado el sentir visible de la Institución Armada de no unirse al carro de un partido político, no podría entenderse tampoco la lógica ni la conveniencia de crear desde el poder un nuevo partido oficial. No creo, por ello, que se funde un nuevo PDV. No debo creerlo. Así surja la idea a través del mecanismo de agrupaciones electorales «independientes» (a las cuales, más que los «independientes-independientes» acudirían los «independientes-dependientes») cuya culminación sería fatalmente un grupo amorfo, sin mística ni consistencia, con un subido porcentaje de oportunistas, interesados en explotar el nombre de las Fuerzas Armadas Nacionales para cobrar en su nombre dividendos, a expensas del país y del mismo Gobierno.
El Gobierno Militar puede y debe hacer el único ensayo aconsejable: el de proceder bien, desoyendo interesados consejeros. Al fin y al cabo, su seguridad fundamental reside en la Unidad de las Fuerzas Armadas, y el mejor medio de afianzarla es evitar actitudes confusas como las que llevaron al Presidente Medina al 18 de octubre. Todo áulico suele pintar amenazas y riesgos cuando su posición personal se arriesga y lo amenazado son sus privilegios. El deseo de conservar o aumentar posiciones lo presentan como el interés de la Nación y del Gobierno. Pero es mejor dejarlo defenderse limpiamente en la palestra electoral, sin ventajismo. Y salvar, al conjuro del patriotismo, la comprobación histórica de los únicos fines que pudieron justificar la ruptura del orden constitucional: el bienestar del pueblo y la felicidad de la Patria.