La realidad
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 28 de mayo de 1950.
Hay que ver el énfasis con que se suele hablar de «la realidad». Ella, como otras muchas cosas, «sirve para todo». Y en resumidas cuentas, nada resulta más abstracto, más doctrinario, más dogmático, cuando se la coloca, sin definírsela ni tomarse el menor trabajo de analizarla, como punto de partida de ciertas tesis.
Tal sucede con algunos comentarios susurrados o expuestos alrededor del proyecto de Estatuto Electoral. Se le condena dramáticamente en nombre de «la realidad». Una realidad acomodada previamente por la interpretación pesimista de nuestra vida social, según la cual nuestro pueblo sería el más atrasado, el menos propicio a fórmulas de vida civilizada, apto sólo para recibir sobre las laceradas espaldas, el látigo infamante del despotismo.
¿Cuál es esa «realidad» de que se abusa como dialéctico recurso? No creo que somos un pueblo perfecto, ni que debemos cerrar los ojos a grandes defectos y resabios nacionales. Pero en el diario contacto que la vida me ha impuesto con representantes innumerables de todas las clases sociales y de todas las regiones de Venezuela, no he hallado ese espectro de todos los vicios que sirve de premisa a interesadas conclusiones. Mientras más los trato, aumenta mi convicción de que los males nuestros se deben en mucha menor proporción a falta de dirigentes que a falta de pueblo. No porque no haya capacidad intelectual y técnica en los sectores representativos de la vida nacional, sino porque la responsabilidad vacila en muchos de ellos.
El Proyecto de Estatuto Electoral no fue redactado por ilusos teoricistas. Quienes llevamos allí la afirmación de principios y doctrina política la habíamos contrastado en dura brega con la realidad venezolana. Hombres de gran experiencia formaban la mayoría de la Comisión y el argumento que los pudo inclinar a adoptar soluciones no fue la cita indigesta de autores, sino la reflexión sobre el momento histórico y la realidad nacional.
Veamos, por ejemplo, el caso del voto de la mujer. Que la mujer vote parece una herejía para muchos «realistas». Se presume al hombre mejor preparado para hacerlo, y se arranca de una hipótesis falsa, de toda falsedad. El ejercicio del sufragio es un pronunciamiento sobre las fórmulas más apropiadas para el bienestar colectivo. Yo reto a cualquiera a que me diga si en el noventa por ciento de los casos, en los hogares venezolanos, la mujer no está colocada a un nivel moral más alto que el hombre, no siente más en lo hondo la inquietud del porvenir de sus hijos. Y eso es lo sustancial para que vote bien.
O el del voto de los analfabetos. La posición que se los niega no es una posición realista. Es puramente teórica. La teoría, aislada de la realidad, llevaría a la conclusión de que el analfabeto no debe votar. Pero la realidad nos dice que el analfabeto ha tenido el derecho de voto; que él representa los campos venezolanos, más sanos muchas veces que los medios urbanos o semi-urbanizados; que el sentido común puede guiar mejor al campesino que una galleta de elucubraciones periodísticas, en la elección de aquellos que deben gobernarlo. Que se responda a esta pregunta: ¿quién votará mejor, el padre y la madre de un hogar campesino, o los hijos atiborrados de cuatro nociones pedantes en el paso fugaz por la escuela primaria? ¿Están estos últimos en mejor condición para apreciar quién puede dar a Venezuela paz, progreso y justicia? Yo le temo mucho más al voto del recién alfabetizado que al del analfabeto: porque el que solo sabe poner su nombre y leer los gruesos titulares de los diarios, es propenso a creer que todo lo que sale en letras de molde es verdad. La realidad la representa mejor quien observa con tímida prudencia, quien juzga con el corazón y no con el abecedario.
Que la Comisión haya conservado el voto de los mayores de diez y ocho años, se aprecia también por algunos como contrario a la «realidad». Pero, ¿es que ellos se han paseado por la realidad de que el hombre y la mujer de diez y ocho años tienen en Venezuela madurez suficiente? ¿En qué la circunstancia de privarles del voto les alejaría de la realidad de que se preocupan y actúan en política? ¿O se olvidan de aquella otra realidad, de que se corrompen a veces tan pronto, que más puro y sincero es su voto cuando no han llegado a convertir la vida en juego de conveniencias?
La realidad no es puro estómago. La realidad no es pura materia. La realidad no es pura fuerza. Real, muy real es la aspiración del pueblo hacia la libertad ordenada y hacia una efectiva justicia. Real, muy real es la necesidad de que se asegure para siempre la posibilidad de opinar y debatir. Real, muy real es la urgencia de ganar para el progreso el tiempo que perdieron nuestras infecundas tiranías.
Porque, si en nombre de la realidad se habla, para decir que Venezuela ha vivido un siglo –con alternativas escasas– bajo el control de férreos dictadores, en nombre de la realidad ha de replicárseles que esos dictadores no supieron o no pudieron dar a Venezuela progreso y estabilidad. Hágase el balance de sus realizaciones, sin prejuicios laudatorios.
Compárese lo que fue Venezuela antes de entrar en la noche de la tiranía, y el retraso en que se hallaba al salir del largo túnel. Ni siquiera pudieron dar paz. Ningún tirano en Venezuela disfrutó de ella. Gómez, el único que pudo gobernar 27 años sin guerra civil, vivía de zozobra en zozobra, de alternativa en alternativa. Más de una vez se salvó milagrosamente de la muerte. Sus propios allegados, más de una vez sintieron la necesidad de conspirar contra su régimen, y por poco no cayó envuelto en su propia sangre. ¿Puede llamarse paz esa que se salvaba milagrosamente a cada instante y que se mantenía sobre la angustia permanente de todos los venezolanos, amigos o enemigos del régimen?
No, la realidad no es esa. La realidad venezolana, estudiada con sereno ánimo, enseña otra lección. La lección de que las tiranías no fueron capaces de dar a la Nación justicia y progreso, ni siquiera paz. Nuestro pueblo tiene derecho a una vida mejor. Esa es la realidad. La que sobre el cuerpo dolorido de la patria pone los justos anhelos de su espíritu.