Universidad y política
Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 7 de mayo de 1950.
Cada vez que algo importante ocurre en la vida política nacional, vuelven a contraponerse, una tesis doctrinaria, por un lado, y una realidad por el otro: la tesis del apoliticismo de la Universidad y el hecho de una Universidad politizada.
Esa contradicción perenne entre la doctrina y la práctica, merece análisis profundo. Tal análisis permitirá juzgar si el enunciado de la tesis es demasiado simplista, o si en el hecho reiterado hay una parte de causas que pudiéramos llamar naturales (o sociales) y otra parte accidental y desviada, encargada de torcer lo que sería de suyo justo o normal, hacia fines pervertidos y erróneos.
La afirmación teórica no puede ser más justa: la Universidad no debe ser juguete de pasiones e intereses políticos. A lo menos, si se entiende por política la contienda de las facciones o de los apetitos por la conquista del poder. El estudiante, nervio de una emoción nacional, no debe madurar precozmente, ni hacerse fácil pasto de demagogias. Si se diera a un ejercicio de agitación permanente, perjudicaría su formación futura. En más de una ocasión, la falta de una verdadera clase dirigente ha sido consecuencia de esa maduración «con carburo».
Pero, el hecho tampoco puede ser más patente. Y no es nuevo. En algunos momentos oscuros, una rebeldía estudiantil ha sido el signo de una inquietud general; pero su prolongación inconducente y estéril ha sido con frecuencia síntoma de una crisis en la salud colectiva.
La situación arranca de muy atrás. En carta amarga del Padre de la Patria a Fernández Madrid, el 31 de mayo de 1830, envolvía su fallida profecía de que el Presidente Mosquera no vendrá desde Popayán a Bogotá a posesionarse de la Presidencia, en una observación que señalaba ya para la época, la activa participación política de la masa estudiantil: «Mosquera no vendrá al mando porque temerá ser la víctima de los colegiales de Bogotá, que oprimen aquella ciudad, porque entre nosotros los niños tienen la fuerza de la virilidad, y los hombres maduros tienen la flaqueza de los chochos» (Lecuna, Cartas del Libertador, T. IX, p. 271).
Político desde los mismos días de la Independencia, el estudiantado continuó siéndolo. En la época de la Oligarquía Conservadora y en la de la Oligarquía Liberal. En tiempo de Guzmán Blanco y de Crespo, de cuando se conservan deliciosas anécdotas. En los días de Castro y de Gómez. Y en todas las etapas después del gomecismo.
Las corrientes estudiantiles de 1936 llevaban en germen los partidos ideológicos de 1946. Las aulas de Derecho han suplido el más constante público a las barras del Congreso. Los rangos universitarios han nutrido las filas de mayor responsabilidad y abnegación en la lucha política.
Sería aventurado decir que el voto de a los menores de más de 18 años es responsable de la politización estudiantil. La concesión del derecho de sufragio a la población entre 18 y 21 (que no es característica de Venezuela, sino que se ha cumplido en numerosos países de América como Brasil, Ecuador, Paraguay, Guatemala, Uruguay, Salvador y Argentina y en otras naciones que otorgan el voto a una edad menor de 21 años), es el reconocimiento de una realidad. En verdad, déseles o no el sufragio, el hecho de la injerencia estudiantil en actividades políticas se presenta como inevitable.
¿Cómo llegar, pues, a una fijación de conceptos que armonice las justas razones del apoliticismo de la Universidad con las profundas raíces del politicismo estudiantil?
La respuesta se encuentra fácilmente al salir del simplismo para hacer distinciones necesarias. La primera, la distinción entre el estudiante y la Universidad. La segunda, la distinción entre alta política y politiquería.
Que el estudiante ejerza su derecho y su función política, pero no sea política la Universidad. Y que la política del estudiante sea la falta y noble función de orientar, de formarse, de luchar por ideales, no la de servir de instrumento o ambiciones o fungir de cabecilla para coacciones, trácalas o intrigas.
La cuestión está, precisamente, ahí. En lograr que el reconocimiento de un derecho y de una realidad (la actividad política del estudiante) no sirva de pretexto para el abuso y la subversión de valores. Es el abuso lo que hay que combatir; pero para ello, insensato sería colocarse en el plano nebuloso de los que creen puede y debe lograrse un tipo de estudiante que no haga otra cosa que estudiar.
El problema universitario no puede contemplarse, pues, como una cuestión dilemática entre politicismo o apoliticismo estudiantil. Está planteado, más bien, entre el uso legítimo y el abuso de una función y de un derecho. La situación se ha ido agudizando, porque si hasta 1928 el estudiantado marcaba la palpitación de la vida nacional, desde 1936 ha habido una ofensiva sistemática para convertir la Universidad en trinchera y baluarte de determinados intereses partidistas.
¡Lejos de quien ame a la Universidad y a Venezuela, la concepción de una Universidad encastillada en murallas de libros, cerrada a la inquietud de la realidad nacional! Sus ventanas deben estar abiertas para el análisis y orientación de nuestra vida social. Sus aulas, corredores y jardines, ser siempre terreno abonado para el debate esclarecedor. Pero, para que ello se garantice y sea fecundo, defendámosla del peligro de caer en barricada de terrorismo e intolerancia de sectas políticas, o convertirse en conejillo de experimentación.
El estudiante siempre será político, pero conviene que lo sea buscando en el ejercicio de su preocupación política los aspectos más limpios. Que sea miembro de su partido el universitario; pero para ennoblecer ese partido; para constituir dentro de él la voz del puro ideal, ajeno a componendas. El peligro está en que el universitario vaya al partido, no para mantener en él viva la llama de los compromisos programáticos, sino para corromperse con el trajín menudo de muchos políticos de oficio y subordinar a conveniencias grupales la alta conveniencia del país significada en la Universidad.
Este enfoque, transido de hondo afecto por los valores patrios, no ha de circunscribirse a la enseñanza superior. Lo grave de la situación actual está en que el asunto arranca del Liceo. El universitario no es ya aquel estudiante que venía, libre de prejuicios, a recoger en la casona universitaria el hálito de patriótica angustia. La política partidista ha ejercido su presión sobre el Liceo, en la edad en que las ideas se inculcan con mayor facilidad y se admiten con menor examen. A menudo, el estudiante llega del Liceo a la Universidad o al Pedagógico como una ficha dócil en ara de comandos inflexibles. Ya entonces, difícil le será ejercer la alta función de control y de estímulo a que arriba aludí. Ya no podrá ser el universitario en función de preocupación nacional, sino el político a quien se le ha asignado como sector el campo estudiantil.
Muchas veces he predicado la idea de hacer de la Universidad la «guarimba» de nuestras azarosas contiendas políticas. En el juego de «gárgaro» (uno de los más queridos afanes de la infancia venezolana) hay ese reducto inexpugnable, la «guarimba», pues con su abrigo hospitalario pone a todos a cubierto de cualquier peligro. Nadie pretende ampararse con su guarimiento cuando sale de ella. Pero ella le ofrece a quien le alcanza, segura protección y refugio.
¿Por qué no hacemos todos un empeño para conservar esa guarimba a salvo de las contingencias? Para ello, no debemos pretender que el carácter de profesor o de estudiante universitario nos ampare en las vicisitudes de nuestras públicas actividades. Pero, si, el que en el recinto universitario todos podamos dedicarnos con empeño creador y libre al estudio, al análisis, a la discusión, a la exposición de nuestros puntos de vista. Que dentro de la Universidad cada uno tenga el derecho de ser lo que es, y afirme ese derecho en su respeto para lo que los demás sean y piensen.
Cuando, por obedecerse órdenes de partido, se arriesga deliberadamente la existencia y autonomía de la Universidad; cuando se toma a la Universidad como teatro de una especulación o se la quiere convertir en mecha de algodón, rendida en oblación estéril, para que la mano oculta entre la sobra prenda el fuego de una conflagración; cuando los sufrimientos de otros universitarios no se miran con el deseo de obtener fórmulas de humanidad y de justicia, pues se convierten en deseado motivo para determinada propaganda: entonces se ponen injustificablemente en peligro los altos intereses que para la Patria, y aún para la alta política llamada a redimirla, ha de representar la Universidad.
Este llamado a una responsabilidad que gravita sobre los hombros de todos los universitarios, lo hace aquí un universitario más, que ha vivido intensamente la Universidad y anhela para ella el más noble destino. No la hace siquiera el político que del Alma Mater salió y ha querido, en la lucha, seguirle siendo fiel, bajo la bandera de un partido. No hablo a los de uno u otro bando, así sea el mío o el de enfrente. Yo respeto en los estudiantes de los diversos campos, la consecuencia que guarden para sus partidos. Pero que ellos, y todos los demás, autoridades, profesores y alumnos, hagamos el sagrado propósito de salvar nuestra Universidad. De no convertirla en una rueda, más o menos importante, en el engranaje de maniobras políticas.