Factores y causas de los incidentes del martes

Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política» del 6 de agosto de 1959, trasmitida los jueves a las 10 pm por Radio Caracas Televisión.

En los dolorosos incidentes del martes pudo apreciarse un brote de la explosiva situación que rodea al llamado Plan de Emergencia. Más de una vez hemos comentado, en sus aspectos de fondo y de forma, lo concerniente a esta delicada cuestión.

El martes corrió en las calles de Caracas sangre humilde de hijos del pueblo. Juan Francisco Villegas, el fotógrafo, compañero copeyano de años, trabajador sencillo y humilde, se encontró envuelto en la marejada del tumulto y ofrendó con su vida un aporte imprevisto y anónimo a nuestra vida democrática. Los policías también son hijos del pueblo. Ellos, en medio de un momento de desconcierto general, sin que nadie a ciencia cierta pudiera explicar lo que pasaba, dieron sus vidas, que también son vidas de venezolanos, tratando de cumplir su deber.

Para quienes creemos que el cauce cívico y progresista adoptado por Venezuela es firme base del proceso de su recuperación democrática a partir del 23 de enero de 1958, los hechos del martes constituyeron y constituyen motivo de preocupación.

Ya habíamos pensado que podría ocurrir algo semejante. En medio de todo, debemos ver como un signo positivo el que no se hayan extendido o repetido los hechos, que no sólo tenían antecedentes en Caracas, sino también en algunas ciudades de provincia. Barcelona, San Cristóbal, han sabido de tumultos semejantes. En Barinas parecen haberse anunciado para el mismo día en que estaban ocurriendo en Caracas, y en Maracay hubo un conato que afortunadamente no pasó a terrenos de violencia.

Un serio problema

Sin duda, lo ocurrido el martes tiene causas profundas, en cuanto al clima que hace propicio el que ocurra o haya ocurrido un hecho como aquél. Hemos dicho muchas veces que el desempleo es un fenómeno que arranca de varios años a esta parte, de caracteres delicados y dignos de atención.

Algunos lo consideran un problema puramente metropolitano. No es exacto. En todas las poblaciones de Venezuela hay una situación semejante. El cinturón de angustia que significan las zonas suburbanas de Caracas, es un fenómeno que se observa en todas las poblaciones de Venezuela, algunas de las cuales no contaban hasta hace poco años más de 10 o 15.000 habitantes.

Hay un hecho cierto, y es el de que el Estado venezolano nunca ha tenido hasta ahora una política sistemática y bien ordenada en materia de mano de obra. Ni siquiera sabemos con exactitud, en el momento actual, cuál es el número y la distribución exacta de los desocupados en toda la extensión de Venezuela. Las ocupaciones ofrecidas han tenido, además, una característica inestabilidad, fuente de intranquilidad para los propios trabajadores, poco propicia para alentar definitivamente la convicción de la estabilidad social.

La industria de la construcción –lo hemos observado en numerosas ocasiones– es quizás la más importante del país en materia de colocación de mano de obra. Pero esa industria no ha ofrecido hasta ahora, en general, salvo excepciones importantes, un ritmo de ocupación estable a los trabajadores manuales que ha ocupado. Más bien, se ha caracterizado por su carácter cíclico: empezar una obra, enganchar unos obreros, licenciarlos luego y dejarlos en la espera de otra oportunidad.

Este ha sido un factor contrario al franco desarrollo de los índices de colocación, a la solidez del mercado de mano de obra en la vida venezolana. Y este mismo fenómeno se ha encontrado en otras actividades importantes. Por ejemplo, las compañías petroleras, que en sus actividades normales de explotación ocupan un número pequeño de trabajadores, en algunas ocasiones han tenido una demanda extraordinaria de brazos. Dos zonas en Venezuela son típicamente indicativas de esta situación: la zona de Paraguaná, y concretamente la región del municipio Carirubana, con Punto Fijo, Los Taques, Amuay, Cardón, etc.; y la zona de El Tigre, con Anaco, San Tomé, El Tigrito, en el estado Anzoátegui. Estas zonas tuvieron un desarrollo petrolero muy rápido y la construcción de obras transitorias absorbió millares de trabajadores que confluyeron y convirtieron de la noche a la mañana en ciudades importantes a poblaciones en donde apenas había antes unos cuantos núcleos urbanos. La refinería de Amuay y la de Cardón supusieron, durante toda su fase de construcción, un número extraordinario de obreros. A ellos había que sumar el de los que hacían campamentos, el de los que construían hospitales, el de los que hacían caminos para la industria petrolera y el de todos aquellos que venían a ejercer el comercio o a vivir de una manera o de otra –por el fenómeno que llaman de simbiosis– de actividades dependientes o hasta parasitarias de la industria petrolera propiamente dicha. Pero, al terminarse esas obras, la mayor parte de esos trabajadores quedaron cesantes, sin que la industria los fuera capaz de absorber.

Ese mismo es el problema de la construcción. Cuando se emplea un número de trabajadores para construir un edificio, resulta que al terminar el edificio, esos trabajadores ya no se necesitan. Bastan algunos empleados en administrar y conservar el edificio, para que su función económica se realice normalmente. Es lo contrario de lo que sucede cuando se emprende una actividad industrial. Los trabajadores ocupados activamente en las obras destinadas a servir de sede a la industria, están preparando ocasión para que otros trabajadores entren ya de manera permanente a beneficiarse del progreso industrial.

Mar revuelto para la agitación

Tenemos, pues, en Venezuela un problema que es necesario ver con seriedad. Pero, desde luego, este problema ha servido –y esta es nuestra impresión en relación a los acontecimientos del martes– de instrumento para que maniobras de agitación se realizaran, al lanzar a grupos que están inquietos porque no saben cuál va a ser su suerte al liquidarse el plan de obras extraordinarias, hacia soluciones impuestas por la fuerza o la asonada callejera.

Hubo, evidentemente, agitadores. Hay testimonios de que los trabajadores fueron llevados en camiones. Participaron en los hechos muchachos vigorosos, adolescentes entusiastas, probablemente desorientados, y que creen que la palabra «pueblo» significa la algarada tumultuosa y no la expresión orgánica de la voluntad colectiva. Ante hechos como los ocurridos, se impone la investigación correcta y serena para ver quiénes tienen la responsabilidad.

A este respecto, debo decir con entera franqueza que el comunicado del Partido Comunista de Venezuela contiene una tesis de grave significación, porque envuelve la defensa irrestricta de un procedimiento que en un régimen democrático no se debe aceptar. Es peligroso tratar de sustituir los mecanismos normales de expresión de la vida democrática por esos mecanismos irregulares y considerarlos como expresión legítima del sentimiento colectivo.

No dudo que también haya podido ocurrir el que funcionarios policiales, algunos de ellos quizás inexpertos, otros quizás de extracción no cónsona con el momento que vivimos, quizás autoridades subalternas que interpretaron mal órdenes dadas, incurrieran en excesos en el inicio de la acción policial. Es cierto que algo ocurrió anteayer que no había ocurrido antes en nuestra experiencia democrática. La voz de los oradores que trataron de mantener la expresión colectiva por canales normales, no fue oída debidamente. Y esto quizás determinó la angustia, o la inquietud, o la precipitación en tomar medidas para disolver la manifestación. De nuestra parte creemos que debe investigarse si ocurrieron excesos y determinar la responsabilidad. En esto tenemos una actitud serena y perfectamente clara: que se investiguen las responsabilidades. Ni vamos a echar toda la culpa a los agitadores, ni vamos a echársela toda a las autoridades policiales. Creemos que posiblemente hubo culpa en ambos lados. Pero, sin menospreciar ambos aspectos, hay también algo que debe interesarnos especialmente a los que estamos preocupados por asentar la vida de la democracia venezolana sobre bases de sinceridad y justicia social: hay causas económicas que nos obligan a tomar una posición clara para tratar de hacerles frente; hechos trascendentales, propensos para desbordamientos como el ocurrido el día martes.

Urgencia del desarrollo económico

De estos hechos, el exponente más agudo es el del desempleo, que guarda bastante relación con el tema tratado en nuestra charla anterior: el del capitalismo de Estado y la iniciativa privada. Expusimos en aquella ocasión nuestra impresión de que la Venezuela de hoy está destinada a mantener una posición en la cual el Estado tiene una responsabilidad importante, esencial en la vida económica. Pero esa responsabilidad no es la de hacerlo todo, sino también la de marcar un campo, claramente delimitado y francamente garantizado, para que la iniciativa privada ayude a impulsar el desarrollo económico.

El Estado tiene que tomar una actitud audaz, tiene que emprender planes que hagan sentir eficazmente la acción administrativa, pero al mismo tiempo sería insensato pensar que el problema del desempleo lo va a resolver solo el Estado. Todas las obras que el Estado emprenda con los recursos fiscales existentes no bastarán para absorber el número de desocupados que en la actualidad busca trabajo.

Esto nos conduce a la idea de que hay que fomentar con rapidez y energía las actividades privadas aptas para proporcionar ocupación. El doctor Solórzano Bruce, por ejemplo, gobernador de Anzoátegui, ha elaborado un plan interesante de fomento a la pequeña industria, a través de una serie de iniciativas que pueden dar ocupación a numerosos hogares y mejorar la capacidad adquisitiva de los trabajadores. Y el ministro de Fomento ha presentado planes para impulsar nuestro desarrollo industrial y su política de avales servirá incluso para estimular a que la industria de la construcción se recupere.

Es necesario que el Estado tome cartas en este sentido. Y no sólo el Gobierno, sino también los grupos sociales actuantes, los partidos y los sindicatos, tenemos que crear una atmósfera atractiva, para que los que quieran emprender actividades económicas encuentren ayuda y estímulo por parte de la colectividad. Que se le diga al que estaba acostumbrado a ganar intereses usurarios que las leyes no van a auspiciar sino la obtención de ganancias legítimas, honestas y justas, eso está muy bien. Pero debe decírsele también que esas ganancias honestas y justas que pueda obtener, no van a ser para él motivo de ojeriza, de rabia, ni de persecución, sino que su empresa va a ser considerada como un factor conveniente para el desarrollo económico de la República.

Corregir los abusos, pero atender las causas

Es necesario que confrontemos estas situaciones a la luz de la enseñanza inmediata que acabamos de vivir. La eclosión del martes ha puesto de relieve una serie de circunstancias en relación al Plan de Emergencia. De que había innumerables abusos, ello parece palmariamente demostrado. Abusos por parte de funcionarios e ingenieros, abusos por parte de trabajadores también. Pero no todo en el Plan de Emergencia era abuso. No todos los ingenieros ni todos los directores pueden juzgarse incursos en la crítica de que había irregularidades, ni todos los trabajadores del Plan de Emergencia eran flojos, sino muchos de ellos trabajadores con deseos de rendir una labor útil y que en la mayor parte de los casos fueron víctimas de la carencia de planificación. No había obras estudiadas, dirigidas, emprendidas con un sentido creador en las cuales se pudieran aprovechar sus energías. En más de una ocasión hemos recogido testimonio, aquí y allá, de que los trabajadores del Plan de Emergencia, muchas veces, no trabajaban porque no tenían asignada una labor propia: pintores que no podían pintar porque no estaban terminados los frisos de las construcciones que se hacían o, en general, trabajadores a los que faltaban los materiales, o los recursos técnicos necesarios, o la maquinaria para poder poner en obra sus energías y llevarlas a una finalidad útil.

La Comisión que acaba de crear el gobierno para la liquidación del Plan de Emergencia –respecto de la cual el gobierno se ha comprometido en que la finalidad no será dejar desocupados a los trabajadores que allí estaban, sino más bien proporcionarles trabajo en obras más permanentes– tiene una tarea bastante dura. Necesita amplia comprensión por parte de todos los sectores colectivos y amplio respaldo del gobierno y los partidos. Esa Comisión podrá, quizás, encontrar la verdad de lo que fue el ensayo del Plan de Emergencia. Pero queda en el fondo de todo esto la necesidad de que las obras para dar trabajo se emprendan con rapidez, con una rapidez que ha sido obstaculizada por los tremendos inconvenientes fiscales que ha encontrado el país por las deudas de la Dictadura.

Esto es algo que la nación debe igualmente conocer y recordar y pesar debidamente. La Dictadura dejó una deuda considerable sobre la hacienda pública venezolana. El dinero que podría haberse invertido en desarrollar un gran programa constructivo ha habido en gran parte que invertirlo, durante la provisionalidad y durante lo que va de constitucionalidad, en el pago de obligaciones que han tenido que satisfacerse, porque el crédito del país es un patrimonio que se debe cuidar. Ello ha repercutido en la falta de recursos suficientes para planes ambiciosos de obras públicas, pero esos planes son necesarios.

Un programa a la vista

Es necesario transformar la ciudad. Una de las cosas que debe decirse es que así como fue errónea la tesis de concentrar los gastos en el área metropolitana, abandonando la provincia, también sería absurdo negarle a la metrópoli la atención de necesidades urgentes.

Caracas es una ciudad que necesita avenidas. Las avenidas no son obras de ornato y de lujo, son vías para que pueda transitarse, para que se pueda llegar a tiempo al trabajo, para que se puedan ahorrar tantas horas de energía que pierden los trabajadores y los profesionales y todos los caraqueños en llegar a sus ocupaciones o a su hogar. Decía el filósofo español José Gaos en un simpático librito, que Caracas es una ciudad hermosa pero que está enferma del sistema circulatorio. Es verdad. Necesitamos crear la idea de dotar a Caracas, sin alimentar el propósito de hacerla crecer más de lo que ha crecido, de ciertos servicios esenciales para que la vida se haga más humana.

Esta es una ciudad de condiciones deplorables en materia de aseo. Es necesario invertir para que tengamos un aseo urbano que nos haga vivir como gente civilizada. Esta es una ciudad cuyo sistema de cementerio es el mismo de los días de la Colonia, totalmente anacrónico, sin relación con el momento que vivimos y que no da sino incomodidades y sólo crea problemas para atender ese hecho tan natural y tan decisivo que es la muerte.

La precariedad del sistema que tenemos en nuestra ciudad me hacía recordar en días pasados, cuando estuve en el Cementerio General del Sur, una frase del reciente canciller del Brasil, Negrao De Lima –que acaba de renunciar para ir de embajador en Lisboa– cuando fue intendente de Río de Janeiro. Me contaba Negrao De Lima que había tenido que decir una vez, ante los problemas del tránsito y de todas las dificultades de ambiente, por una parte y, por otro lado, ante el problema de los cementerios, que «Río de Janeiro era una ciudad donde no se podía vivir y donde no se podía morir». Eso lo podemos decir de Caracas.

Es necesario hacerle frente a esta situación con energía, con audacia. Estamos seguros de que el gobierno constitucional comprenderá que una gran acción administrativa en Caracas y en otros lugares de la República es de necesidad inminente. La formación de ciudades satélites es un objetivo hermoso, como lo ha puntualizado la Federación de Cámaras, pero necesita de la iniciativa oficial. La iniciativa privada, sobre todo en un país como Venezuela, donde el Estado es tan rico y domina todas las actividades, va detrás del impulso oficial. Así como hemos creado cierta confianza en que las instituciones políticas serán respetadas y en que la vida democrática reposa sobre los fundamentos de la democracia representativa, necesitamos crear la convicción colectiva de que el sistema de vida democrático es también capaz de realizar un gran programa de administración.

Y en este sentido, todos los partidos debemos tener verdadero interés. No habrá cosa más grave para el ensayo que se está haciendo de nueva vida constitucional, que el que los sempiternos enemigos del sistema que garantiza las libertades públicas y proclama la moralidad administrativa, puedan decir que la democracia es bochinche y que la democracia es ineficacia.

Necesitamos combatir esos dos argumentos. Y por eso, ante los hechos del martes, tenemos que sacar estas dos conclusiones: una, la de que se debe fortalecer la convicción nacional de que la algarada, el tumulto, la asonada, son en este momento el peor enemigo de las instituciones democráticas; y otra, la de que los hechos que sirven de base para la realización de esas perturbaciones reclaman una acción eficaz, audaz e intensa por parte de la administración pública. Sólo un gran impulso administrativo puede arrastrar consigo la iniciativa privada e impulsar el desarrollo económico.

La suspensión de garantías

La situación del martes trajo como consecuencia una muy dolorosa para el ensayo constitucional que se está haciendo: la suspensión de garantías. Felizmente, esta suspensión se redujo solamente a la garantía de reunión y manifestación pública, en cuanto a manifestaciones callejeras. El gobierno se apresuró a declarar que esa suspensión no cohíbe en forma alguna las reuniones políticas o sindicales, de partidos u organismos gremiales, y ya flota en el ambiente (así lo ha pedido el propio partido mayoritario en un comunicado) que el término de 30 días fijado para la suspensión, seguramente habrá de aminorarse para que volvamos pronto al pleno goce de las garantías ciudadanas.

Pero, evidentemente, si este Decreto de suspensión contribuyó a pacificar los ánimos, a mostrar que hay una autoridad cuyo primer deber es mantener el orden público y a prevenir otra serie de manifestaciones en cadena que pudieran venir, el hecho mismo es doloroso y debemos tratar por todos los medios posibles de que no se repita.

En el exterior puede haber causado mala impresión un decreto de suspensión de garantías en la Venezuela democrática, que está dando precisamente ejemplo ante todos los pueblos de América. Esa suspensión de garantías habrá sido motivo de especulación en las trasmisiones radiales de la República Dominicana. Allá no suspenden las garantías, no necesitan suspenderlas, porque están suspendidas indefinidamente. Pero aquí habría sido preferible no haber tenido que ofrecer este argumento a los adversarios, abiertos u ocultos, de nuestra vida constitucional.

Del incidente nos queda el saldo doloroso de vidas venezolanas inmoladas. Que esas vidas, por Dios, nos sirvan de admonición para conservar una conciencia plena de responsabilidad para afrontar los problemas con audacia y energía, pero siempre dentro del cauce que estamos tratando de afianzar como norma definitiva en nuestra vida, que es el cauce de las instituciones republicanas.

Buenas noches.