Los dos extremismos

Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política» del 18 de junio de 1959, trasmitida los jueves a las 10 pm por Radio Caracas Televisión.

Se experimenta, y con razón, en este instante de la vida venezolana, una honda necesidad de ver el rumbo, el rumbo cierto y firme a dónde va la transformación de este país. Estamos en un momento de transición, y es humano el que todos tratemos de escrutar el destino adonde esta transición nos debe conducir. Quizás la no sensación de que ese rumbo está asegurado firmemente es el motivo del malestar, de la inquietud, de la inconformidad que se encuentra en mucha gente. Necesitamos transformar el país, pero esa transformación tiene que hacerse de una manera clara, que se sienta una dirección solidaria y se marque, sin titubeo, un aliento definido y claro de superación nacional.

Los quietistas y los radicales

Cuando todos en esta transición nos preguntamos dónde vamos, aflora una situación que ya habíamos planteado muchas veces en el terreno teórico. La realidad enfoca hoy el momento nacional como lo habíamos enfocado antes en comentarios, en artículos, en discursos, anticipando la inquietud de los venezolanos por el destino inmediato de nuestra colectividad. Frente a la necesidad de cambio –de cambio firme y claro– se nota ya la presencia nociva de los dos extremismos: el extremismo de los quietistas, de los timoratos, de los intransigentes, por una parte, y el extremismo de los impacientes, de los obcecados, de los apasionados con una tesis radical, por la otra.

El país tiene que hacerle frente a estos dos extremismos. Y considero un deber de todos aquellos que estamos actuando en este momento nacional por rescatar la ubicación de Venezuela en el destino que le corresponde, el deslindar el campo de las realidades inmediatas del vocerío que los dos extremismos fabrican: unos, en los conciliábulos, pero que llegan a formar murmullo; otros, en las columnas de la prensa, cuya generosa hospitalidad se convierte a veces en campo para que se deforme la situación real que confrontamos.

Hay, por un lado, gente que teme todos los cambios, o mejor dicho, que mide la situación de acuerdo con las columnas de sus balances de ejercicios, o con sus estados de cuenta mensual. Si bajan las ganancias se alarman, sin llegar a analizar, a juzgar hasta qué punto esas ganancias eran lícitas, hasta qué punto no correspondían a una situación artificial, hinchada y falsa que tenía forzosamente que desaparecer. Esta es la gente que acepta que se hable en teoría de Justicia Social, que le parece muy bien el que alguna vez se nombren las Encíclicas papales o las ideas de algunos pensadores socialistas, pero que ante cada medida que puede significar un cambio, asumen una actitud dramática e intransigente. Estos son los que ven en todas partes comunismo o demagogia. Estos son los que creen que cualquier aplauso a las realizaciones de los trabajadores, que cualquier reforma dentro de las organizaciones económicas es, o una actitud de complacencia para halagar determinados sentimientos colectivos, o la actitud equivocada de un revolucionarismo ciego.

Entre esta gente he encontrado amigos míos, algunos, personas apreciables que, sin estudiar ni ver, se alarman ante cualquier situación y consideran que el país va al despeñadero, sin darse cuenta de que con eso contribuyen en realidad a precipitarlo por una ruta equívoca. Pero, por otra parte, hay también el intransigente intoxicado con unas ideas que leyó en unos textos del marxismo, del leninismo, o de cualquier teoría revolucionaria radical, y que todo lo quiere juzgar de acuerdo con determinados cartabones, ya totalmente superados. Amigos míos, también, he encontrado en esta posición que olvidan lo que es, ha sido y debe ser Venezuela, para plantear la cansona terminología retumbante, que suena entre nosotros a novedad porque no ha habido ocasión de usarla antes claramente, pero que ya en el mundo está perdiendo su vigencia, salvo en aquellos sitios donde se impone como doctrina oficialmente establecida y mantenida con un aparato de fuerza.

Estos señores olvidan su actitud ante la Venezuela de ayer no más, y quieren clasificar a los hombres según lo determinan sus caprichos, sus pasiones, sus intereses o el señuelo que les han puesto por delante.

Urgencia de un sistema nacional

Estos dos extremismos, el de los timoratos y el de los impacientes; esos dos extremismos que con una terminología vieja podríamos volver a caer en la tentación de llamar el «extremismo de la derecha» y el «extremismo de la izquierda», pero que ya no denominamos así porque esa división ha perdido importancia ante los hechos nuevos, aunque hubiera tenido en algún momento su significación en el mundo. Esos dos extremismos no entienden, por una parte, que Venezuela tiene que cambiar y que hay muchas cosas que es necesario corregir, y tampoco entienden, por la otra, que el cambio tiene que hacerse a base de entendimiento firme, de realizaciones concretas y no de alboroto, de bulla, de escándalo que haría fracasar, como las han hecho fracasar tantas veces, las mejores y más bellas ilusiones.

La maquinaria venezolana tiene que echarse a andar. En eso estamos todos los que hemos asumido responsabilidades directivas. Y debemos reconocer, con la responsabilidad que nos incumbe en el régimen de coalición, que no se ha logrado crear la sensación de que la maquinaria del país está marchando activamente. Tenemos todos la impaciencia de que se pongan a andar los programas, de que se pongan a andar los proyectos. Pero, naturalmente, exigimos también que cuando aceleremos la máquina que empuja el destino nacional, la orientemos por un camino firme; que no por el hecho de ponernos a andar hagamos como esos loquitos que deambulan en automóviles deportivos, los cuales se disponen a acelerar a media noche y despiertan en el otro mundo.

El país siente esos peligros y es necesario que les hagamos frente. A cada momento sentimos el choque con las dos posiciones extremas, que por coincidencia curiosa, ya vista en otras partes con frecuencia, a pesar de ser tan disímiles y contradictorias, que concurren en objetar, en vetar y desacreditar cualquier medida sensata que dé un paso en la transformación del país.

Las críticas de los extremistas

Pongamos un ejemplo: el Proyecto de Reforma Agraria. Se prepara un Anteproyecto de Ley Agraria y apenas el ministro Giménez Landínez pone en manos del Presidente de la República su texto, estudiado por una comisión representativa en cuyo seno estuvieron incorporados los más diversos sectores nacionales, en plano de hermosa convergencia, cuando de los dos extremismos inconformes ya salen a vetar el Proyecto. Para los quietistas, la Reforma Agraria es la destrucción, la demagogia, la ruina, la disolución de la economía nacional. Para los impacientes, para los radicales, para los que se entregan al ejercicio de la verborrea, el grito es «cuidado con esa Ley Agraria, pues en ella han metido la mano los conservadores, y en sus normas las masas no van a encontrar los objetivos que tienen marcados en la revolución campesina». Y frente a esos dos grupos, hay que llevar adelante una reforma revolucionaria, sanamente revolucionaria, pero justa y consciente.

El mismo panorama lo encontramos, por ejemplo, en el asunto de los alquileres. Problema difícil éste que encara el Ministerio de Fomento. Lorenzo Fernández se encuentra en el Ministerio que le ha sido confiado, con el problema del costo de la vida, algo con lo cual no se puede jugar impunemente. Uno de los aspectos del costo de la vida es el del monto de los alquileres. Como jurista, el ministro Fernández estudia la situación y encuentra que hay un Decreto-Ley que está vigente, aun cuando no se estaba aplicando y cuya vigencia es resultado de un análisis desde el punto de vista del Derecho. Ese Decreto-Ley entraña rebajas considerables en los alquileres que está pagando mucha gente. Yo lo puedo decir porque he sabido de casos concretos, y veo que la equidad, que debe presidir en los funcionarios reguladores, encuentra a veces situaciones discrepantes, en las cuales es preciso un alto espíritu de justicia para poder dar a cada uno lo que es suyo.

Pues bien, la medida de Lorenzo Fernández sobre los alquileres representa, para el sector extremista que teme todo cambio, una medida demagógica que va a acabar con todo, con la propiedad, y que es absolutamente intolerable; mientras para el otro sector extremista y radical, es algo vano y sin efecto alguno dentro de la vida nacional, porque ese sector cree que con una ley y tres artículos se puede resolver un problema tan grave y delicado como ése.

Y cuando el diputado Arístides Calvani, después de largo estudio, después de haberlo consultado con economistas muy conscientes, introduce un proyecto de Ley de Estabilidad en el Trabajo, que recibe el apoyo sensato de los dirigentes sindicales de las diversas fracciones políticas, se oye a unos decir que se trata de una ley demagógica, que va a acabar con el mercado de trabajo en Venezuela, mientras, por otra parte, recibo  telegramas de algún organismo sindical diciendo que esa ley no representa nada, que es tan sólo pura apariencia, tal vez porque suponen que el problema de la desocupación exige medidas más radicales, que hagan caso omiso del camino de la regulación jurídica.

Tenemos que entendernos

Más de una vez he preguntado a aquellos discrepantes, si han estudiado las medidas propuestas, si las han analizado, si han leído los proyectos de leyes, si han visto las excepciones que se establecen en justicia, los límites que se aplican por prudencia. Y la mayor parte de las veces esas lecturas no se han hecho. Es una actitud cómoda, o un movimiento instintivo de reacción. Todo el que cree que algo pueden disminuir sus ganancias, considera que cualquier medida de cambio es la ruina y la califica de demagogia. Y todo aquel que está intoxicado con determinadas ideas o que cree que las masas se manejan con cartabones aprendidos en algunos manuales, considera que no se puede hacer nada sino a través de una revolución integral. Muchachos hay de éstos, que escriben por ejemplo sobre López Contreras, y lo tildan como un ser reaccionario, atrasado, cuya representación sólo fue la de imponer una posición conservadora. Y a veces me pregunto (yo, que no he tenido relaciones demasiado cordiales con el general López) si es justo que a estas alturas no reconozcamos que López Contreras fue, al fin y al cabo, el hombre que inició una profunda trasmutación de sistemas dentro de la vida venezolana.

Tenemos que entendernos para clasificar la gente y para clasificar los sistemas. Pero dirán algunos: si se colocan los dirigentes del país en una posición que no acepte ni la intransigencia conservadurista de aquellos que no quieren reducir en lo más mínimo sus intereses, ni la posición radical y extremista de los que quieren una revolución total e inmediata pase lo que pase, ¿con quién van a quedar? Yo creo que quedaremos y tenemos que estar con la gran mayoría del país.

Porque ambos fenómenos son hechos periféricos, a los cuales hay que aislar con cordón sanitario. Y, precisamente, si dentro del Programa Mínimo presentado a la nación por las tres grandes fuerzas políticas que respaldaban los tres candidatos presidenciales contendientes en las elecciones del 7 de diciembre, se fijó esa posición equilibrada, audaz en la reforma sustancial del país, pero consciente en cuanto a las posibilidades que el mismo país ofrece para el cambio, esas tres grandes fuerzas están obligadas, firmemente obligadas, a hacer cada vez más clara y más compacta su posición a este respecto, de manera que vayan quedando marginadas las posiciones extremas de los inconformes que no quieren cambio ninguno, o de los impacientes para quienes todo cambio es pequeño si no se realiza a la medida de sus deseos.

El cambio es necesario

Es necesario mantener el convencimiento de que un cambio profundo es necesario. Los hombres de empresa en Venezuela tienen que ser mucho más permeables a una nueva realidad, precisamente porque son gente nueva, que se ha formado con rapidez, que ha aprovechado el impulso de un país cuya economía se encuentra en proceso de desarrollo. Los hombres de empresa en Venezuela no pueden tener la misma posición tacaña de los de países en que año tras año, acumulando ahorros, se fueron haciendo los grandes capitales. Aquí, en Venezuela, los capitales se han hecho con suma rapidez. Y esa misma rapidez con que se han hecho los capitales debe hacer que los capitalistas se hallen dispuestos a desprenderse de parte de sus ganancias, abriendo campo al ascenso progresivo de las clases trabajadoras, que es lo único que puede asegurarnos un mercado interno capaz de desarrollar una vigorosa economía.

Es necesario que abran campo y que le den al trabajador la sensación de que un mayor rendimiento de la técnica y de la economía no será solamente para el beneficio del empresario sino del trabajador. De esta manera tendrán en el trabajador, no un enemigo que busca a todo paso su ruina, sino un compañero, un socio solidario que trata de lograr mejores resultados porque sabe que esos resultados los van a compartir.

Necesitamos convencer a nuestras gentes de negocios de que aquellas ganancias exorbitantes, con intereses que excedían del 14, del 16 y del 18%, son algo ya pasado, que no existe en ningún país del mundo. Y que pueden lograrse, asegurarse ganancias lícitas y honestas, abriendo al mismo tiempo campo a una reforma social que no derive hacia el manguareo ni hacia la incomprensión, sino hacia cauces verdaderamente positivos.

Pero es urgente crear confianza

Pero, tenemos que convencer también a los revolucionarios de palabra y de oropel, a los revolucionarios de cartabones ideológicos, a los intransigentes del radicalismo, que Venezuela es un país que necesita crear seguridad económica, que necesita –esto lo dijimos muchas veces en la campaña electoral y hoy tiene mayor actualidad que nunca- crear confianza. Es necesario estimular a la gente para que trabaje; es necesario estimular al que tiene capital o puede hacerlo, a que se lance en nuevas empresas, para que obtengamos una vida económica en pleno desarrollo.

El mal del desempleo en Venezuela es actualmente grave, y lo más grave es que no tenemos cifras todavía que nos pueden dar una evaluación seria del problema. Sabemos que en el Plan de Emergencia hay enrolados unos dieciocho mil trabajadores, más unos cinco mil trabajadores calificados (o autocalificados) a quienes no puede darse ocupación; y, por otra parte, hay unos siete mil subsidiados a través de los servicios incipientes de mano de obra. Es decir, más de treinta mil trabajadores en el Distrito Federal con quienes no se sabe qué hacer, porque faltan las oportunidades de trabajo. Y no tenemos una conciencia exacta de cuál es la situación en los distintos lugares en el interior de la República. Lo que tenemos es la sensación de la gente que toca todos los días a nuestra puerta buscando trabajo en Caracas, y cuando les preguntamos por qué han dejado su lugar de origen, responden que porque allá no encontraban qué hacer.

Este problema es grave y va a aumentar por nuestra potencialidad demográfica. Más de doscientos mil niños están naciendo cada año y este número aumenta a medida que aumenta nuestra población. Un estudio que la fracción de economistas de COPEI me preparó en la campaña electoral, con motivo de una conferencia, partiendo de la base de que para 1980 tendremos una población de 13 millones de habitantes, llegaba a la conclusión de que se necesitaría una capitalización, aparte de los recursos del Presupuesto y del crecimiento del ingreso privado, de unos 38.000 millones de bolívares, para poder crear industrias suficientes y darle ocupación a la gente que va a estar en aptitud de trabajar.

¿Dónde va a conseguir trabajo la gente que no encuentra ocupación? ¿Dónde va a enganchar la gente que todos los días afluye al mercado de trabajo? Es necesario que se creen industrias, que se transforme la estructura del país, pero para eso necesitamos estimular la iniciativa de los particulares, y para estimularla el mejor remedio no es el de decir «los vamos a matar, los vamos a saquear, los vamos a arruinar», sino «les vamos a garantizar el fruto honesto de sus empresas, les vamos a reconocer las bases sólidas de sus actividades».

Digamos con franqueza que impondremos leyes para dar, sí, una mayor participación a los trabajadores en la riqueza nacional, pero asegurémosles que quien cumpla esas leyes, quien se sujete a las normas de justicia social, tendrá todo el apoyo, todo el respaldo de la sociedad y del Estado.

Deber común de las fuerzas de coalición

Y digo de la sociedad y del Estado, porque no basta que el Gobierno, como representación del Estado, ofrezca esa garantía. Es necesario que todos los sectores sociales lo ofrezcamos y lo garanticemos. Y esta garantía la tenemos que dar las fuerzas de la coalición. Yo tengo la convicción profunda de que en medio de las discrepancias ideológicas de los tres grupos que integramos la coalición, la idea que nos llevó a suscribir un programa mínimo y a constituir un sistema de unidad, está vigente. Vamos a vigorizarla.

El país espera de nosotros que le hablemos claro, al unísono. Que desde nuestras propias posiciones doctrinales y políticas le digamos a toda Venezuela que el cambio que quiere y necesita, estamos dispuestos a impulsarlo. Pero que ese cambio no lo haremos por el camino de la demagogia, de la destrucción y de la incomprensión, sino por el camino sereno y reflexivo del deber y de la conciencia, estimulando las iniciativas honradas, para que logremos en Venezuela el desarrollo económico que necesitamos, a través de una realización positiva, y no de palabras, de justicia social.

Buenas noches.