La revolución venezolana

Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política» del 28 de mayo de 1959, trasmitida los jueves a las 10 pm por Radio Caracas Televisión.

En estos días se habla mucho de revolución. A veces, los asuntos dejan de analizarse y se envuelven en un mar de palabras, dentro del cual el término «revolución» se repite de manera insistente. Ello no es nuevo en Venezuela: hemos estado hablando de «revolución» desde los días mismos de la Independencia.

Hace precisamente cien años, Cecilio Acosta, quien estaba en condiciones excepcionales para observar y analizar el desarrollo de nuestra vida histórica (por la serenidad y objetividad de su espíritu, por no tener militancia política y por la altura de su pensamiento que le autorizó para decir alguna vez, en una polémica, en un arranque de desbordamiento de su personalidad: «lo que yo digo perdura»), hace cien años, repito, este Cecilio Acosta nos hablaba del tema y se inquietaba por él. Expresaba en un artículo que «las convulsiones intestinas han dado sacrificios pero no mejoras, lágrimas pero no cosechas; han sido siempre un extravío para volver al mismo punto, con un desengaño de más, con un tesoro de menos». Y no es ocioso, para quien se preocupe por nuestros problemas sociales, revisar en estos tiempos la polémica sostenida por Cecilio Acosta, bajo el seudónimo de «Tullius», e Ildefonso Riera Aguinagalde, bajo el seudónimo de «Clodius», en la cual se trataron, sí, muchas cuestiones de filosofía y se expresaron muchas ideas en boga en aquella época, pero al mismo tiempo se hicieron análisis de contenido sociológico que no carecen de vigencia.

Por un concepto justo de «revolución»

Es que en Venezuela, en realidad, la palabra «revolución» ha sido caso siempre interpretada en el sentido de odio, de violencia, de encono, de destrucción. Parece ser que llamarse «revolucionario» significa ejercitarse en ofender, irritar, dividir, atizar entre los venezolanos inquietudes y odios y fijarse en la destrucción inclemente y rápida de todo lo que parece desentonar con determinada concepción; y se desprecia la parte más difícil pero más interesante del concepto genuino de revolución, que es la de construir una nueva sociedad según el orden más justo y más conveniente al interés social.

Valdría la pena, en realidad, detenerse un poco a pensar qué debe ser una revolución, cómo se entiende y debe entenderse nuestra revolución, cuál es la perspectiva de esa revolución. Arturo Uslar Pietri ha expresado su pensamiento en estos días con mucha claridad y valentía, defendiendo la tesis de que no es revolución sino evolución lo que Venezuela necesita. Esta misma tesis la hemos oído en ocasiones distintas, en relación a los problemas que Venezuela afronta. Ahora, estamos convencidos, y este convencimiento lo decimos con la misma meridiana claridad y sinceridad de siempre, de que Venezuela no solamente necesita sino que está viviendo –y no desde hace unos días sino desde unos cuantos años– un verdadero proceso revolucionario. Porque entendemos, después de meditar sobre el tema y de estudiarlo a la luz de la experiencia de otros pueblos, pero sobre todo a la luz de nuestras necesidades, que la revolución no es un hecho necesariamente violento, que la revolución no es un hecho puramente negativo o destructor, que la revolución no es un proceso de irritación de epidermis, de desahogo de pasiones, de uso de términos más o menos circunstanciales, sino que, dentro de la mecánica social, lo revolucionario lo determina el ritmo acelerado que se quiere imprimir a la vida social, en discrepancia con la lentitud de un proceso evolutivo anterior y con los sistemas y valores que imperaban, y a través del cual se trata de ganar rápidamente el tiempo perdido en la transformación de una sociedad en la que hay que borrar una serie de cosas y establecer otras nuevas.

Una revolución sin sangre

Nosotros sí creemos que es posible y debe realizarse, y es el concepto legítimo que se puede y debe sostener en Venezuela hoy, una revolución pacífica, una revolución sin sangre. Más aún, nos atreveríamos a decir –aunque la afirmación es un poco más aventurada y tiene que recibirse a beneficio de inventario– que es posible una revolución sin odios. Y en ese sentido, no vemos como un signo positivo el de que en los últimos meses hayamos vuelto demasiado los ojos al pasado, como si nos absorbiera mucho la tarea de contabilizar hechos que ocurrieron dolorosamente para nuestro país y como si estuviéramos proclives a perder a veces la perspectiva de la obra por nacer, para ocuparnos sólo en cuestiones menudas, en el desahogo de los rencores, en la expresión de los sentimientos comprimidos y de los ánimos justamente irritados por las arbitrariedades cometidas en el curso de nuestra reciente historia.

Nosotros pensamos que puede y debe haber una revolución pacífica, y creemos que Venezuela puede y debe cumplir un proceso de revolución. Más aún, repetimos lo que decíamos al principio de esta charla, no creemos tan sólo que en Venezuela debe haber una revolución: en Venezuela hay una revolución. Esta revolución no empezó ayer, ni antier, ni hace diez años. Esta revolución empezó, si se quiere relacionar con un episodio tangible, en el momento en que los ojos octogenarios del general Juan Vicente Gómez se cerraron en su casa de Las Delicias, junto a la ciudad de Maracay. Se había preparado la base de una transformación social. En lo económico, el petróleo había tomado ya el comando de nuestra vida económica, de nuestra vida fiscal, y había desplazado como fuente primera de riqueza a la tradicional riqueza agro-pecuaria. En la conciencia nacional se había ido operando, por decantación, durante aquellos años de silencio, una transformación profunda. El país estaba estancado por obra de un fenómeno de fuerza que llegó hasta aislarnos del mundo exterior y hasta crearnos el terrible complejo de que cualquier otro país, por pobre y atrasado que fuera, estaba en mejores condiciones que Venezuela. Estaba todo presto el 36 para iniciar, ya, de una manera efectiva y rápida, una transformación, una transformación que rompiera el ritmo dormilón y estacionario, para lograr conquistas que otros países, hermanos con el nuestro en dificultades y que habían padecido como el nuestro graves males, habían logrado, si no resolver, por lo menos afrontar desde tiempo atrás.

La revolución del 36

Empezó entonces una honda transformación del Estado venezolano. A partir de aquel año, por ejemplo, encontramos cómo aparece el término «asistencia social», hasta ese momento casi ignoto; vemos cómo empieza una reforma a fondo del sistema de la participación del Estado venezolano en su riqueza hidrocarburada; vemos cómo empieza también la transformación de la vida del Estado, cómo la Administración Pública comienza rápidamente a realizar un proceso de readaptación a nuevos tiempos, que hasta ese momento o no se había cumplido o se había cumplido sólo en mínima parte. La presentación de los problemas nacionales aflora, las inquietudes se hacen presentes; hay desasosiego, hay incomprensiones. Quizás ese desasosiego y esas incomprensiones impidieron que el proceso de recuperación fuera más sostenido, más firme y más intenso; pero, al fin y al cabo, ellos fueron un claro síntoma de la transformación rápida, lícitamente, legítimamente revolucionaria, que estaba comenzando en la vida venezolana.

Un signo que yo juzgo muy elocuente de esta transformación revolucionaria fue la creación del derecho venezolano del trabajo. Cuando medimos el tránsito que significó para la vida obrera el paso desde la situación anterior a la Ley del Trabajo de 1936, a la situación que entonces se inició, nos impresiona la magnitud inmensa de aquel salto, de aquella quema de etapas que se realizó con aquel paso revolucionario en la vida venezolana. Hasta el momento en que empieza actuar la Oficina Nacional del Trabajo y aquel en que se adopta la Ley del Trabajo de 1936, la limitación de la jornada de trabajo prácticamente no existía; la idea de las vacaciones era remota y soñada, pero, sobre todo, y esto es para mí la novedad más importante que envolvía la Ley del Trabajo, no se tenía la más remota idea de prestaciones sociales en caso de despido, que no habían aparecido hasta entonces ni siquiera en la imaginación de quienes tuvieron en sus manos la dirección de la vida venezolana.

Se inició, pues, un cambio intenso en 1936. Y como una revolución no es cuestión de un año ni de unos meses, ni quizá de una o pocas décadas, el proceso revolucionario de Venezuela, cuanto más profundo e intenso, tenía que ser más prolongado, y por ello mismo no se debe enfocar como un hecho circunstancial y transitorio, como una coyuntura más o menos banal, sino como un proceso largo y definitivo, que se está cumpliendo todavía y que nos exige a quienes desde una posición o desde otra tratamos de dar nuestra aportación en la dirección de la vida nacional, el que tratemos de imprimirle, con toda sinceridad y con todo empeño, lo que creamos noble y bueno, para que la orientación definitiva de esa revolución resulte positiva y creadora.

Construir, más que destruir

Yo estoy de acuerdo con el doctor Uslar Pietri en que Venezuela en este momento necesita más de la obra creadora que de la obra destructora, y me parece que ella debe presidir esta transformación revolucionaria respecto de la cual se está iniciando ahora una nueva fase, una nueva etapa. Tenemos que comprender que nuestro objetivo debe ser más el de crear que el de destruir. Y la experiencia de algunos pueblos hermanos que no orientaron su revolución en un sentido creador, en un sentido constructivo, nos debe servir de lección elocuente y continua para evadir esa posición negativa que solamente enfoca la destrucción de ciertas fuerzas, la aniquilación de ciertos aspectos sociales que nos incomodan y no se da cuenta de que lo esencial, para ganar tiempo al tiempo, para realizar la labor que generaciones anteriores no pudieron cumplir, es inspirar un sano optimismo, una gran confianza en el destino de este país, para que la transformación se pueda realizar de una manera provechosa.

¡Cuidado con los cartabones!

En esto, como en todos los temas, especialmente en los temas políticos, hay veces que los cartabones producen grandes y serios daños. Hay quienes, por haber estudiado en dos o tres manuales y oído a dos o tres maestros, creen que esa revolución que aparece en ciertos textos como el único señuelo y que conciben como un fin en sí mismo (cuando en realidad no es un fin sino un medio para lograr la transformación que Venezuela necesita) no puede cumplirse sino conforme a ciertos dogmas, a ciertos esquemas, y a través de cierto vocabulario, de cierta terminología.

Hay en esta cuestión algo que muchos pensadores de Latinoamérica han señalado en numerosas ocasiones. Por ejemplo, la fiebre o el contagio de ciertos cartabones marxistas hace que para muchos, la realización estricta de ciertos postulados que aceptan como dogma indubitable y que se proclaman desde las corrientes marxistas, es la única manera de realizar la transformación en la vida del país, cuando, en realidad, el marxismo (que es una corriente doctrinaria combatida, que tuvo su razón de existir y que en medio de sus grandes errores tuvo también su aspecto positivo, el cual será lo que habrá de subsistir de ella), si algo tiene de positivo es precisamente su vuelta a la visión de la realidad social y de la realidad económica. Esa visión tiene que conducir necesariamente a la comprensión de que cada pueblo, de que cada época, de que cada realidad, exigen una modalidad distinta y de que en estos países no se pueden aplicar dogmas concebidos por sociedades super-industrializadas que, por cierto, por una ironía del destino, se encuentran, después de cien años, mucho más lejos que antes de cumplir el proceso que los profetas de esa época señalaban.

No vamos a aceptar nosotros la tesis de que la revolución venezolana sólo pueda cumplirse desde los cuadros del materialismo histórico. Queremos analizar nuestros problemas con criterio propio; queremos verlos y aprovechar lo que hay de positivo dentro de nuestra vida nacional. Dijimos hace muchos años –y hoy lo repetimos más convencidos de ello– que la revolución venezolana tenía que hacerse respetando fundamentalmente dos principios: el de garantizar los valores espirituales que le dieron sentido a estas naciones y que son los que le marcan un objetivo y una aspiración en la vida y en la historia; y el de fortalecer la estructura nacional, la grandeza nacional, el entendimiento de solidaridad entre todos los venezolanos.

La revolución nacional

Hoy, el nacionalismo se ha puesto de moda hasta en sectores que antes lo rechazaban de manera airada. Ahora, el nacionalismo que nosotros sostenemos no es un nacionalismo agresivo, ni es un nacionalismo destructor, ni es un nacionalismo «contra». Porque nos irrita pensar que nos sintamos venezolanistas únicamente por ir contra los Estados Unidos o por ir contra determinada potencia. Somos venezolanos porque queremos el bien de Venezuela. Y así como nos sentimos en el derecho de analizar, de juzgar y de censurar en muchos aspectos la política norteamericana, no estamos dispuestos a aceptar el que no se pueda criticar, ni juzgar, ni censurar la política soviética, que está mucho más lejos de nuestra idiosincrasia, de nuestro temperamento, de nuestra conveniencia nacional.

Necesitamos, en verdad, una gran revolución venezolana. Pero tenemos que impregnar esta revolución de un sentido creador, de un sentido de optimismo, de un verdadero sentido constructivo. La reforma que queremos está consciente de nuestros males, y consciente también –lo que es más grave– de que estos males, agravados durante la dictadura, porque muchos de ellos no nacieron de la dictadura sino que tienen su raíz de mucho tiempo atrás, esos males no se van a eliminar con discursos, ni con acciones relampagueantes, ni con posiciones intransigentes. Esos males los vamos a remediar con firmeza, con constancia, con lealtad a los compromisos, y con una actitud muy firme, con una conciencia muy clara de lo que Venezuela necesita.

El tema de las generaciones

En más de una ocasión, cuando se trata el tema de las generaciones, hemos visto censurar la decantación de conceptos por parte de elementos revolucionarios que en su juventud sufrieron el morbo del sarampión marxista y lo adoptaron como cuestión de dogma, y que luego, a través de la experiencia, del sufrimiento y de los años, conservando la aspiración revolucionaria, han descartado terminologías que encontraron insubsistentes y se han ido formando una idea más clara de lo que el país necesita.

A mi modo de ver, convendría que se hiciera con mucha objetividad, con mucha imparcialidad, porque lo que tratan de presentarle a los muchachos como una claudicación de elementos que ayer vociferaron y que hoy están pidiendo serenidad y reflexión, no es sino el resultado de una provechosa experiencia. Una vida dentro de la cual la cárcel, el exilio, los dolores y el estudio de los problemas venezolanos han sido los mejores maestros, es la que los ha llevado a descartar mucha cosa importada, mucha cosa cuya vigencia en Venezuela es sólo la de una catarata de palabras, para buscar en la médula del entendimiento entre las principales fuerzas sociales, en la esencia misma de las cosas, la aspiración de los cambios necesarios y urgentes que los venezolanos de hoy queremos realizar.

No le tenemos temor a la palabra «revolución». Nos molesta el que quiera hacerse de la revolución un fin en sí, una especie de dogma, una especie de medida del bien y del mal, una especie de cartabón para juzgar en nombre de dogmas que han pretendido sustituir en la vida a los dogmas religiosos que algunos no quieren acatar y establecer una especie de terrorismo de conciencias, y para querer llevarnos por un cauce que no es el que Venezuela necesita. Los venezolanos de hoy tenemos que plantearnos varios objetivos concretos. Reforma agraria constructiva, eso es revolución. Pero una revolución que requiere clara conciencia, serenidad y efectividad. Y así como la Reforma agraria, la Reforma política, la Reforma educacional, la Reforma fiscal, la Reforma administrativa. Hay un cuadro inmenso para realizar, y para realizarlo rápido.

Pero esa realización la hemos de lograr afirmando las cosas positivas y poniéndonos de acuerdo. No tratando de crear suspicacias ni dudas, ni de dividir a los venezolanos, para que volvamos a caer en la triste afirmación de Cecilio Acosta de que las convulsiones intestinas dieron sacrificios pero no mejoras, lágrimas pero no cosechas; fueron siempre un extravío para volver al mismo punto con un desengaño de más, con un tesoro de menos.

Buenas noches.