La OEA y Santo Domingo

Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitida el jueves 4 de agosto de 1960, las 10 pm, por Radio Caracas Televisión, y tomada de su publicación en el diario La Esfera el domingo 7.

Reciente propaganda, aparecida coordinadamente en el órgano oficial del Partido Comunista, en el órgano humorístico del mismo partido, en publicaciones hechas por un diputado de uno de los partidos de la coalición y en recientes manifestaciones ocurridas en la capital, me sirven de ocasión para puntualizar algunas cosas que considero de interés nacional. Lo hago para la opinión pública.

Ya dije en el Congreso, y lo repito, que sé que aclarar hechos frente a ciertos grupos políticos resulta inoficioso. Cuando se quieren desarrollar ciertas campañas, no se preocupan sus autores por la veracidad o la comprobación de los hechos: lo que interesa es el objetivo y la táctica y, por lo mismo, no es a ellos a quienes me dirijo, aun cuando no dejaré de referírmelos en la parte final de esta charla.

El órgano de los comunistas, refiriéndose a algunos detenidos con motivo de la manifestación del 26 de julio, dice que su detención fue ordenada por el presidente Betancourt, por el ministro Dubuc, por el gobernador Machado y por mí. En algunas manifestaciones, entiendo que se me dedicaron algunos «mueras», y ciertos cartelones que aludían a una supuesta injerencia mía en aquellos arrestos. El objetivo es claro. Es doble: por un lado, crear cierto espíritu de animadversión en los grupos que controlan y en la opinión que ellos influyen, contra mí, atribuyéndome la responsabilidad de determinados actos; y por otro, crear una especie de rivalidad en el seno del Gobierno con la misma tesis que el comandante Ernesto Guevara, de manera infeliz, planteó en el Teatro «Blanquita» de La Habana, al decir que el presidente Betancourt es «prisionero» de sectores o grupos, y provocar incomodidad por una supuesta influencia que se estaría ejerciendo en el Gobierno para que se tomaran determinadas acciones.

Por otra parte, el señor Diputado de uno de los partidos de la coalición, al referirse a los acontecimientos del 22 de julio a las puertas del Capitolio y a la tramitación precedente de un Acuerdo respecto a la Revolución Cubana, hace planteamientos inciertos que podrían considerarse autorizados, o por lo menos tolerados, si asumiera una actitud de tácito silencio y no pusiera las cosas en su punto ante la opinión pública.

El Acuerdo sobre Cuba

Voy a empezar por el Acuerdo sobre Cuba. Y voy a decir que no me parece que le hacen buen servicio al Canciller Arcaya y al Gobierno de Coalición aquellos miembros de su partido que quieren dar la impresión de que el Canciller y su partido llevan una línea política internacional –y en especial frente a la Revolución Cubana y a los problemas hemisféricos– discrepante con las corrientes señaladas en los otros grupos de la coalición. Eso podrá ser hábil para ganarse las simpatías de determinados personeros del Gobierno Cubano –simpatías que a lo mejor no son puramente platónicas– , pero es muy poco provechoso para la posición internacional del Gobierno y para la actitud del propio Canciller.

Al Canciller Arcaya le aprobamos su Memoria por unanimidad, con lo que se quiso demostrar que la política internacional de Venezuela es algo que nos incumbe, y ante las cuestiones internacionales formamos un solo bloque. Por lo tanto, resulta infeliz el querer presentarlo como una especie de héroe en perpetuo combate contra los grupos que integran el actual Gobierno de Coalición, y señalarlo como el salvador de una actitud frente a la Revolución Cubana que el Gobierno de Venezuela no comparte y que solamente se sostiene por magia del Ministro y por la decisión de su partido.

Se ha afirmado que el Acuerdo de solidaridad con la Revolución Cubana, o mejor dicho, con el pueblo de Cuba, tuvo que sufrir un calvario porque un sector quiso imponer su criterio frente a los cuatro sectores, hasta que éstos lo arrollaron y aquel sector imperioso no tuvo más remedio que aceptar la derrota que los otros partidos le impusieron. Esto me obliga a aclarar las cosas y a decirlas con la mayor diafanidad posible (nada es más agradable que poder hablar de aquello que sucede cuando los testigos abruman hasta en los propios medios oficiales).

Cuando se propuso la idea de un Acuerdo de solidaridad con el pueblo cubano, nosotros, los copeyanos, y yo en representación del partido, planteamos a los otros dos partidos de la coalición nuestra decisión de respaldar la libertad de Cuba, la autodeterminación del pueblo cubano –a pesar de las reservas que tenemos a muchos aspectos de su política interna, en cuyo análisis no debemos descender– , pero con la condición, que considerábamos necesaria desde el punto de vista de los propios intereses de Venezuela, de que se definiera que nuestro respaldo no podía significar, en forma alguna, alianza o disposición a formar un frente común con el gobierno de la Unión Soviética.

Fuimos muy claros: sin deseo de imponerle a nadie un criterio, nos mostramos dispuestos a decir en la Cámara lo que hemos dicho ante la televisión y en la calle; dispuestos a mantener una posición que creemos es la del Gobierno de Venezuela y la que corresponde a los intereses nacionales y a la línea surgida de la propia estructura del Gobierno de Coalición.

Ante esta actitud nuestra, el doctor Gonzalo Barrios, en representación de Acción Democrática, sostuvo una posición absolutamente similar. Y cuando el doctor Jóvito Villalba, envió un proyecto de Acuerdo, o de Comunicado, el doctor Barrios propuso una modificación en que se aclarara el deseo de Venezuela de que los conflictos entre Cuba y Estados Unidos no constituyeran motivo de injerencia de potencias extra-continentales. Nosotros respaldamos la proposición del doctor Barrios. Y la «imposición» se quiso hacer del otro lado, porque una vez considerado el asunto en el seno de los tres partidos, el representante de URD expresó su deseo, su ansioso deseo, de que el Comunicado fuera redactado en términos tales que fuera del agrado del Partido Comunista y del Movimiento de Izquierda Revolucionaria. Ahí empezaron nuevas redacciones y contra-redacciones, limitándonos nosotros, de manera muy serena pero muy firme a decir que no teníamos interés de eludir el debate, sino que teníamos perfecto deseo de aclarar en la Cámara lo mismo que hemos aclarado y teníamos que aclarar ante toda Venezuela.

Fue igual la posición sustentada por el diputado Gonzalo Barrios en nombre de Acción Democrática. Y cuando se iba a considerar el asunto en la tarde del miércoles, los ponentes indicaron que habían decidido posponer la cuestión para el viernes, con el deseo de obtener un Acuerdo aprobado por unanimidad. El viernes, poco antes de empezar la sesión, todavía estaban las cosas absolutamente en la misma situación. Entonces surgió la fórmula final que –aunque, desde luego, no lo decía con todas sus palabras porque podía molestar el oído o la sensibilidad de algunos grupos políticos– venía a recoger lo que nosotros sustentábamos: el apoyo al pueblo de Cuba en su autodeterminación, la posición de Venezuela al lado de Cuba  en la cuestión planteada dentro del Continente, pero, al mismo tiempo, el deseo firme y claro del pueblo de Venezuela de que las diferencias entre Cuba y Estados Unidos se resuelvan dentro del espíritu de los pueblos latinoamericanos. El que no quiera entender es porque se hace voluntariamente ciego. El espíritu de los pueblos latinoamericanos para resolver esta cuestión envuelve la exclusión de toda injerencia de potencias extra-continentales.

De modo que el Acuerdo, aprobado por unanimidad –y, por nuestra parte, suscrito con entera conciencia– no fue el resultado de una claudicación de nuestra parte; ni antes habíamos pretendido imponer nuestro criterio. Fue, simplemente, el resultado de una transacción, para que aquel documento apareciera, como lo deseaba uno de los partidos de la coalición, adoptado por unanimidad y no solamente por la coalición de gobierno.

En la prensa cubana se aplaudió el respaldo unánime de la Cámara de Diputados de Venezuela. El Acuerdo se aprobó sin discursos, entre otras cosas por la advertencia que hicimos, de que si se hacían planteamientos indebidos, quedábamos en el derecho de exponer los nuestros.

La manifestación del Capitolio

Ahora, para esa misma tarde del viernes 22 se había convocado, con hojas sueltas sin pie de imprenta, a una manifestación en el Congreso con el objeto de presionar a éste sobre la solidaridad con la Revolución Cubana. Circularon esos papeles, y se vio el deseo de llevar mucha gente a hacer acto de presencia con el evidente objeto de hacer coacción en el ánimo de los diputados en la deliberación que harían. Las barras se llenaron. Diputados hubo que, desatendiendo a las indicaciones de los funcionarios de la Cámara, hicieron pasar gente por encima de lo que físicamente soporta la armazón de madera, sobrecargándola peligrosamente de peso, lo que hubiera podido producir una desgracia. Esta gente, a la que llevaron para ejercer presión sobre la Cámara, trató de interrumpir la consideración de la Ley del Banco Obrero, mientras se discutía un asunto de interés para los inquilinos, porque no se pasaba de una vez a la cuestión cubana, lo que me obligó como Presidente de la Cámara a advertir que se aplicarían las sanciones disciplinarias si no se respetaba la dignidad del Congreso.

Cuando se votó el Acuerdo y se levantó la sesión, porque había terminado el orden del día, estos grupos, que habían sido llevados perfectamente disciplinados y organizados (porque no son grupos de espontáneos, sino de militantes de partidos cumpliendo determinada consigna) comenzaron a gritar en el propio recinto del Hemiciclo, y después se aglomeraron a las puertas del Capitolio, donde se realizó un mitin público con una duración de más de una hora. La sesión de la Cámara terminó a diez para las siete, y alrededor de las ocho, o un poco después, fue cuando empezó la sesión del Congreso y todavía a las puertas del Capitolio el mitin se estaba desarrollando.

Yo debo repetir aquí lo que dije en la Cámara. Es falsa la acusación, o mejor dicho, la afirmación –porque no lo consideraría un delito si lo hubiera hecho– de que yo hubiera llamado a la policía para que disolviera aquello. Lo cierto fue que al mediodía del mismo viernes 22, en el Palacio de Miraflores, donde estuve tratando asuntos del Distrito Federal con el Gobernador y con el Ministro de Relaciones Interiores, les advertí que se estaba preparando una manifestación inconveniente e ilegal, y que me parecía mucho más sensato, desde el punto de vista político, impedirla antes que reprimirla, porque pienso y sostengo que el arte del gobierno está principalmente en prevenir para no tener que remediar. Las autoridades fueron advertidas. Yo hubiera podido perfectamente, dentro de mis atribuciones reglamentarias, llamar a la policía para deshacer la manifestación, como pudo perfectamente el Presidente del Senado dar orden de que se cerraran las puertas del Capitolio para impedir que el tumulto penetrara hasta el interior. Y si bien es totalmente falsa la afirmación de que llamé a la policía en el momento del motín, para que la disolviera, es también cierto que habría tenido el derecho de hacerlo, y si lo hubiera hecho no tendría nada de qué reprocharme.

Considero peligroso para la dignidad de la República, afrentoso para los representantes del pueblo, el que nuestras deliberaciones se realicen bajo la presión de una multitud, de grupos vociferantes estacionados a las puertas del Capitolio, lo cual significaría la abdicación de nuestra responsabilidad, de nuestra libertad de ciudadanos y de representantes del pueblo. De modo que hoy, mañana y siempre, consideraré irregular, anti-democrático e irrespetuoso, el provocar la realización de mítines que deben realizarse en los lugares destinados a ese efecto, pero que no pueden aceptarse como medio de intimidación o de presión a la representación popular que ejercemos.

Quien gobierna es el Presidente

El argumento de los presos tiene por fin, como dijimos antes, crear la sensación de que se está presionando al Presidente de la República y al Gobierno para que apliquen medidas represivas. En cuanto a mí concierne, debo decirlo aquí, de manera muy serena y muy clara: en todo el tiempo del gobierno constitucional yo no he pedido que se haga un preso, no he hecho detener a una persona, ni creo que sea esa mi función. El Presidente de la República ejerce la plenitud de sus atribuciones constitucionales. Hay muchas cosas del Gobierno, y muy importantes, que no nos han sido consultadas a los jefes políticos; por lo menos, de mí puedo decirlo, que no me han sido consultadas. Comparto con mi partido la responsabilidad general del gobierno en la línea de mantener la actual situación y la estabilidad constitucional y democrática, y no temo al decir que el Gobierno debe sostener el orden público, mantener la paz e impedir que, a través de mecanismos cuya trabazón se ve perfectamente y que no responden a hechos aislados o fortuitos sino que se observan simultáneamente en otros países de éste y de otros continentes, pierda la fuerza indispensable para cumplir sus fines; al reiterar que frente a aquellos hechos hay que robustecer la autoridad y recordar que gobierno democrático no quiere necesariamente decir gobierno débil, sino al contrario, por la fortaleza que le da la ley y su propia estructura, emanada de la voluntad del pueblo.

Yo no puedo asumir la responsabilidad de cada uno de los actos del Presidente ni del Gobierno. Debo decir, de una manera clara, que cuando, por ejemplo, se afirma que el Presidente mantiene cuotidiano contacto con los jefes políticos, se expresa algo que no es cierto. A veces pasan muchos días sin reuniones entre el Presidente y los jefes de los partidos, y nuestra intervención en ningún momento ha llegado a coartar las atribuciones del Jefe del Estado ni a menoscabar su responsabilidad. Lo que hacemos es compartir la responsabilidad general de la línea del Gobierno, porque tenemos la profunda convicción de que en este momento se está jugando definitivamente la posibilidad para los venezolanos de vivir una vida de libertad y de dignidad ciudadana. Consideramos que es un momento decisivo, y no podemos vacilar ante la necesidad y el deber de dar toda la aportación necesaria para que en Venezuela se afiance esta difícil experiencia democrática.

No tengo yo, pues, ningún preso. No hay presos míos en ningún lugar de Venezuela. Yo no he adoptado medidas que al Ejecutivo conciernen. No estoy en forma alguna interviniendo en lo que es resorte propio y exclusivo del Presidente de la República. Recordarán quienes me oigan o me lean, que antes de las elecciones del 7 de diciembre de 1958 fui opuesto sistemáticamente a la idea del Ejecutivo Colegiado. Se proponía que hubiera, no uno, sino tres, cuatro, cinco presidentes. En todas las fórmulas se me proponía como uno de esos copresidentes. Siempre me opuse a la idea de serlo. Consideré que Venezuela necesitaba un Presidente sobre cuyos hombros recayera la responsabilidad del Gobierno; y en ese punto no he rectificado nada. Creo que el país necesita un Jefe de Gobierno y un Jefe de Estado. Y por ello encuentro más necesario repetir que el Presidente no es prisionero de ninguna fuerza, sino que ejerce, con el respaldo sólido de los partidos que integran la coalición de gobierno, casi en integridad, y de las fuerzas que por su deber jurídico y por su función propia tienen que respaldar el orden constituido, las atribuciones que a él le confirió el voto popular el 7 de diciembre de 1958.

Las amenazas nada logran

Voy a terminar observando que la táctica de amenazar o de echar sobre un individuo imputaciones para crear determinadas resistencias, es, por lo menos frente a mí, y sé que frente a muchos otros, una táctica absolutamente equivocada. Tenemos ya la experiencia de afrontar la amenaza y el peligro, y el mecanismo de la propaganda puesta al servicio de la difamación. Tengo ya casi veinticinco años de lucha dentro de la vida venezolana, desde los bancos de la Universidad; conservo colecciones de recortes de prensa, de los periódicos más variados, en los cuales se me han estampado los peores insultos y se me han dicho las más graves calumnias. He tenido la satisfacción de encontrar más de una vez en el camino de la vida a muchos de los que escribieron aquellas ofensas, en una posición de noble y generosa rectificación.

No voy a temer a que me pongan «chapas» o «chupas» en semanarios que son humorísticos en la forma, pero que en el fondo reflejan simplemente determinados intereses. No me va a preocupar lo que me digan ciertos grupos que sé absolutamente antitéticos con lo que yo sostengo. No creo, tampoco, que los hombres que tienen responsabilidad en Venezuela, después de tantos años, puedan plegarse ante una maniobra tan triste. Ya antes nos amenazaron. Por mi parte, preocupantes recados recibí del expresidente Pérez Jiménez en los cuales me ofrecía todos los males si no abandonaba voluntariamente el país. Durante largos años, día a día, me vieron los caraqueños caminar por una cuadra u otra manteniendo con serenidad mi posición de indoblegable rebeldía cívica. Creo que en este momento, los venezolanos responsables estamos en la misma actitud: ni la amenaza, ni el terrorismo moral, ni la propaganda pueden hacer flaquear la convicción de que debemos llevar adelante esta experiencia democrática; y de que no es enseñando la táctica de guerrillas ni presionando con grupos en las calles como se puede construir la libertad. La libertad se construye con responsabilidad. Y sólo sobre las instituciones puede levantarse efectivamente la grandeza y el porvenir democrático de Venezuela.

Buenas noches.