La OEA y Santo Domingo

Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitida el jueves 28 de julio de 1960, las 10 pm, por Radio Caracas Televisión, y tomada de su publicación en el diario La Esfera el domingo 31.

Voy a referirme a la Organización de Estados Americanos y al Gobierno actual de la República Dominicana. Sin embargo, hechos recientes han impresionado a la opinión, y me siento obligado a aludirlos, con el deseo de ayudar a encauzar la opinión de los venezolanos de buena voluntad ante las secuelas de aquellos incidentes.

La necesidad del orden público

El martes 26 de julio, brotes de intolerancia violenta ocurrieron en el propio centro de Caracas. Es mucho lo que los venezolanos hemos luchado en favor de la tolerancia política y del respeto hacia las convicciones opuestas. Llevamos años escuchando desde todas las tiendas políticas el llamado a garantizar el derecho de cada uno a expresar sus conceptos, siempre que no vulnere los derechos de los demás. Parece que en estos momentos hubiera sectores que quisieran olvidar este principio, del cual ellos mismos fueron apasionados sostenedores en épocas no lejanas sino aún recientes. Yo creo necesario insistir en que la vida democrática, la convivencia ordenada de un pueblo (en el cual lógicamente hay disidencias sobre cuestiones a veces palpitantes) supone y exige garantía para la expresión de las ideas, siempre que se respete el ordenamiento legal y no se ofendan los derechos sustanciales de otros.

La intolerancia que se manifestó por las calles de Caracas, y especialmente en la plaza Bolívar, frente a la Catedral, no es nada positivo: es un hecho seriamente negativo, que merece nuestra más severa reprobación. Sea cual fuere la posición adoptada ante la cuestión cubana, no podemos negar a quienes disienten del sistema de gobierno que se implanta y se mantiene en la República de Cuba el derecho de expresar, dentro de líneas perfectamente compatibles con el orden democrático en cualquier país del mundo, ese disentimiento. Pretender acallar por la fuerza la expresión de las divergencias no favorece en nada el clima democrático. Y tememos que quienes así obran lo saben perfectamente, y por eso abrigamos serias dudas sobre su intención de defender lealmente la democracia conquistada y que estamos en el deber de mantener.

Por otra parte, esos incidentes hacen necesario recordar que el gran principio de gobierno es el de prevenir antes que reprimir. Es mucho más fácil y más sano para la vida del pueblo, aun cuando a algunos moleste, estar atento a lo malo que pueda ocurrir e impedir que ello ocurra, que dejar desarrollar situaciones que alcanzan muchas veces a personas sin interés ni responsabilidad directa en ellas, y hacer uso después de los mecanismos de represión, que siempre dejan saldo desagradable. Creemos oportuna esta situación para que las autoridades recuerden que este deber de prevenir antes que reprimir, de evitar que las cosas ocurran y no esperar su desarrollo para actuar recurriendo a la violencia, es conveniente y hasta, podemos decir, indispensable para asegurar el orden público, necesidad de todos los gobiernos.

Puede haber gobiernos de izquierda y de derecha, revolucionarios y reaccionarios, dictatoriales y democráticos; puede haber sistemas en los cuales se adopten determinadas normas y sistemas en los cuales se establezcan principios radicalmente contrapuestos: el orden público es esencial a todos ellos. Un país no puede vivir en la anarquía. Las anarquías sólo son fuente de despotismo, porque los pueblos no pueden desarrollarse sin mantener los requisitos indispensables para que los seres humanos puedan convivir. Por esta razón estoy seguro que la inmensa, la abrumadora mayoría de los venezolanos, sin diferencias de ideologías políticas y de posiciones partidarias, en el fondo reconocen como el primer derecho y el primer deber de la autoridad constituida asegurar el orden público para que cada uno pueda ejercer sus atributos y derechos.

Un nuevo y deplorable acontecimiento lo ha constituido la muerte del señor Andrés Coba, quien actuaba como directivo del Movimiento «26 de julio» en nuestro país. Nacido ciudadano cubano, naturalizado ciudadano venezolano, su muerte es un hecho doloroso para los pueblos de Cuba y Venezuela. Nosotros lamentamos muy sinceramente este hecho y lo reprobamos sin esguinces. Lo consideramos muy negativo y perjudicial para nuestro país. Y cuando pedimos el esclarecimiento o, mejor dicho, la aplicación severa de sanciones legales a los responsables, lo hacemos con la profunda conciencia de que nuestro Estado de Derecho –este Estado de Derecho que venimos defendiendo sistemáticamente con empeño– reclama un castigo para los culpables.

Hay quienes piensan que el fallecimiento del señor Coba puede ser motivo para que algunas fuerzas interesadas en perturbar la vida nacional organicen manifestaciones turbulentas. Esta es una nueva ocasión para mostrar si existe o no el sincero deseo de un entendimiento fecundo entre los pueblos y los gobiernos de Venezuela y Cuba. Los que quieran aprovechar este deplorable, este condenable hecho de la muerte del señor Coba para provocar disturbios, para desahogar sus rencores y sus inconformidades contra el Gobierno de la República, esos no favorecen la causa de la amistad cubano-venezolana. Por tanto, esperamos que el buen sentido y el interés común de ambos pueblos se impongan, y que esta dolorosa circunstancia no sirva de ocasión para provocar nuevos desórdenes, que sólo tenderían a alejar y por tanto, lejos de servir a la sana causa del pueblo de Cuba, serían más bien factor negativo y contraproducente.

El caso de Santo Domingo

Paso ahora a mi tema, escogido por dos razones principales: en primer término, porque tengo la impresión de que estos mismos acontecimientos pueden hacer olvidar a los venezolanos el problema central en que está en este momento embarcada la Nación: su conflicto frente al Gobierno Dominicano. Sería muy peligroso que olvidáramos que a pocas horas de navegación aérea, en una fortaleza estructurada durante treinta años, un gobierno con todos los recursos y sin ninguna forma de escrúpulo, está maquinando contra nuestra existencia democrática nacional. Sería muy grave que los venezolanos menospreciáramos el problema que se va a ventilar en la reunión de ministros de las naciones americanas y no atendiéramos suficientemente la necesidad de hacer uso de todos nuestros recursos, de toda nuestra influencia sobre los demás pueblos de América, para ganar definitivamente esta batalla, no sólo para los venezolanos sino para todas las patrias libres de América.

Por otra parte, creo necesario el enfoque del tema, porque algunos, quizás, se pueden sentir desorientados acerca de qué es lo que mueve a Venezuela y de qué es lo que nuestro país busca al reclamar la convocatoria de una reunión de los Ministros de Relaciones Exteriores de las Repúblicas del Hemisferio para considerar la agresión realizada por el Gobierno Dominicano contra la soberanía de Venezuela y que culminó en al atentado del 24 de junio de 1960.

Es necesario insistir en algo que a veces se diluye un poco. El caso de la República Dominicana es excepcional: en grado, en duración, en características. No es posible asimilarlo o identificarlo con ningún otro de éste o de otro Hemisferio. Cuando se censura –como la hemos censurado, por acuerdo de la Cámara de Diputados– la supervivencia de regímenes dictatoriales en cualquier país de América Latina; cuando hemos dicho que sentimos el dolor de los pueblos hermanos que no disfrutan de su libertad, no podemos caer en la asimilación en un mismo nivel del gobierno trujillista de Santo Domingo, ni siquiera con los otros regímenes dictatoriales que existen dentro del propio Hemisferio. El mismo caso de los Somoza, el de Stroesner, el caso actual de Haití, con toda su gravedad, con todo nuestro caudal sentimental de solidaridad y de identificación para sus pueblos oprimidos, no puede llegar al grado, a las características espantosas del problema de la República Dominicana. Son treinta años sistemáticos de dictadura; treinta años durante los cuales la voluntad omnímoda de un hombre ha hecho escarnio de la dignidad de un pueblo que llenó páginas brillantes en la historia del Continente; de un pueblo muy vinculado con el nuestro, que dio aporte común de sangre para el procerato continental; de un pueblo que ha sufrido y sufre una situación cuya prolongación es inaceptable, a más de que ella agravaría las circunstancias difíciles que inevitablemente se presentarán a su caída.

La dictadura dominicana ha sido el recinto dentro del cual han encontrado apoyo, estímulo, instrumento, medios de acción todos los conatos de fuerza realizados contra las otras patrias de América. Ha sido la «guarimba» de todos los dictadores, cuando –como en nuestros juegos infantiles– se encontraron ya a merced de los pueblos. Ha sido el reducto dentro del cual sistemas que ideológicamente y desde muchos puntos de vista pueden parecer disímiles, como el peronista y el perezjimenista, han encontrado apoyo y respaldo por igual.

La dictadura dominicana, además, ha operado sistemáticamente en todo el Continente. No se ha contenido jamás ante las fronteras de otros pueblos. No ha respetado ni siquiera el territorio del coloso del Norte para cometer actos de venganza. Se ha cebado no sólo en ciudadanos de otros países pequeños, sino hasta en ciudadanos de los Estados Unidos, porque ni el tamaño ha parado su audacia. No se ha detenido en nada y está dispuesta a continuar alimentando todo brote dirigido a mantener un sistema cuya supervivencia necesita para mantenerse.

La situación dominicana, pues, reviste ante la conciencia del Continente un grado de extraordinaria gravedad. Algunas veces hemos escuchado de labios de prominentes diplomáticos la duda que el enjuiciamiento de un régimen como el de Trujillo plantee el problema de quién y cómo va a enjuiciar cada régimen dentro de cualquier país determinado. Pero el caso de Trujillo es especial. Está «fuera de concurso». Es axiomático. El país más celoso para emitir un juicio sin violar el precepto de la no intervención (mantenido siempre por el Derecho Internacional de los países americanos, especialmente de los países latinoamericanos) puede perfectamente señalar con su índice acusador a la tiranía trujillista, porque con ello no hace sino expresar una verdad que es inequívoca en la conciencia de todos.

El Tratado de Río

Por estas circunstancias, el planteamiento que hoy se hace frente al Gobierno Dominicano tiene características definitivas. Ya la Organización de Estados Americanos, dando un paso que fue verdaderamente trascendental, enjuició, a través de una Comisión nombrada por su Consejo, el sistema actual de gobierno de la República Dominicana, y proclamó que, efectivamente, se habían comprobado atropellos contra los derechos humanos.

El acto de agresión consumado a través del mecanismo que armó la mano de los asesinos frustrados del Presidente de Venezuela, rebasó ya todos los límites y puso a la comunidad de Estados Americanos en la situación de tomar forzosamente una acción eficaz.

Venezuela, al plantear el caso de Santo Domingo, no está formulando una de esas querellas entre Estados que ocurren en la vida de los pueblos y que se pueden resolver por la conciliación o el arbitraje. En este caso no existe conciliación posible. El Canciller lo ha dicho en términos muy claros y expresivos. Venezuela no puede, en modo alguno, aceptar ninguna transacción frente a la tiranía dominicana. Por esto no ha planteado su queja a través del sistema ordinario de reclamos de un Estado a otro: ha apelado al Tratado de Seguridad Recíproca de Río de Janeiro, y ha pedido el que, declarado el Gobierno de la República Dominicana agresor en contra de la soberanía de Venezuela, se adopten contra él sanciones eficaces que hagan viable y tangible la unidad de los pueblos de América.

Es en virtud de ese Tratado de Río de Janeiro como Venezuela ha solicitado la reunión de Cancilleres. Los Cancilleres ya no tienen que analizar el régimen de Santo Domingo, calificado por la misma Organización de Estados Americanos recientemente como violatorio de derechos humanos: tienen que determinar si es o no cierto que ese régimen ha agredido la soberanía de Venezuela; y para cerciorarse, la Comisión Investigadora contó en nuestro país con las más amplias facilidades. Los señores que vinieron de parte de la OEA a ver las averiguaciones aquí hechas sobre el atentado del 24 de junio, tuvieron las garantías más absolutas para interrogar a los reos, estuvieron solos con ellos, sin que las autoridades venezolanas presenciaran su entrevista, pudieron estudiar los recaudos y penetrarse plenamente de que cuando se acusa de agresión al Gobierno de la República Dominicana no se hace sino anotar un hecho, del que por lo demás hay una serie de antecedentes muy marcados. ¿Acaso se puede olvidar que el Gobierno de Colombia tuvo que romper relaciones con el Gobierno Dominicano por la burla de que fue aquél objeto por la emisión de pasaportes diplomáticos para los conspiradores que venían a animar el golpe del general Castro León contra las instituciones venezolanas? ¿Acaso se podrá olvidar la posición clara y marcada en que se encuentra ubicado ese Gobierno, cuyo territorio sirve de centro de operaciones para enviar comandos asesinos, comandos perturbadores que buscan acabar con el ensayo de libertad que estamos realizando en Venezuela?

Venezuela por toda América

El conflicto de Venezuela frente al Gobierno Dominicano no puede reducirse, como algunos pretenden hacerlo, a un caso de rivalidad personal entre Rómulo Betancourt y Rafael Leonidas Trujillo. Es un conflicto en que Venezuela entera, su gobierno y su pueblo, de una manera unánime, presenta sus carnes mancilladas por la garra de la agresión, para reclamar a los demás gobiernos de América sanciones que al fin y al cabo ayudarán a la liberación de una patria hermana, no en beneficio de la sola de Venezuela, sino de la libertad en cualquier lugar del Continente.

A Venezuela le ha tocado –es un privilegio que nos deparó la Providencia– un caro y doloroso privilegio, pero que constituye motivo de satisfacción del modo de ser nacional: dar muchos sacrificios, ofrendar mucha sangre en la causa de la libertad.  Alguna vez hemos señalado la circunstancia de que todas las batallas de Bolívar no le dieron a su patria natal una pulgada de terreno; de que toda la sangre vertida por los venezolanos en otros pueblos, si retardó nuestra evolución, se entregó sin sombra de egoísmo, sin un adarme de utilitarismo nacional. En este momento, la lucha de Venezuela frente al déspota dominicano tiene mucho de aquel mismo romanticismo que, al fin y al cabo, es sangre y fe de nuestra existencia.

Venezuela no está luchando por obtener ventajas materiales. Venezuela está presentando en el campo jurídico ante sus hermanas de América la agresión de que fuera objeto, para señalar con su propio caso –que no es sino uno más dentro de tantos en la vida de aquella dictadura– en forma capaz, al fin y al cabo, de ofrecer a la comunidad de Estados Americanos una puerta ancha y franca por donde transitar sinceramente el camino de la libertad en este Continente de la esperanza.

Estamos, pues, ofreciendo nuestra experiencia para la salvación de la Organización de Estados Americanos, contra la cual existen profundas suspicacias en el espíritu de los pueblos; suspicacias que saben aprovechar muy bien los adversarios del sistema jurídico continental, y que serán motivo de profunda especulación si los gobiernos americanos dan la espalda a esta realidad exigida imperiosamente por sus pueblos.

Todo el mundo sabe que en Santo Domingo no impera sino la voluntad de una persona; que un partido único adoptó en su nombre sus iniciales, y depende exclusivamente de esa persona; que esa persona tiene poder absoluto sobre las vidas y haciendas de sus ciudadanos; que no se mueve una hoja del árbol sin la voluntad del llamado Generalísimo Doctor, Benefactor y Padre de la Patria Nueva. Todo el mundo sabe que mientras ese gobierno subsista constituirá una amenaza para la libertad en cualquier otro lugar del Continente. Todo el mundo sabe que si el pueblo dominicano ha soportado aquella situación, ha sido contra su voluntad, amordazada durante largo tiempo.

Esperamos, pues, la decisión de los Cancilleres; pero no una decisión platónica, sino con sanciones efectivas, capaces de mostrar que el mecanismo sí es capaz de funcionar para defender las libertades y para defender la solidaridad de nuestros pueblos. El pueblo de Venezuela está pendiente de esta situación. Sentimos profundamente la inquietud y la angustia del pueblo dominicano. Sabemos que la caída de la dictadura puede significar dificultades. Pero estamos convencidos de que mayores serán las dificultades mientras más tarde sea la desaparición del tirano. Los tiranos subsisten por el temor de lo que va a pasar. Estamos al lado del pueblo dominicano para ayudarlo a ganar su destino. Pero en este momento es indispensable que todos los pueblos de América lo ayuden a ganar su libertad.

Buenas noches.

Nota: Trae un cable la prensa del 28 con la declaración de la Federación de Estudiantes Universitarios de Cuba en que se pide «que en esta ocasión Rómulo Betancourt se olvide de sus pueriles polémicas con Trujillo ante la Organización de Estados Americanos». No sabemos si la transcripción es correcta, porque nos ha dejado perplejos…