La provincia, entraña de Venezuela
Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitida el jueves 2 de junio de 1960, las 10 pm, por Radio Caracas Televisión.
La semana pasada hicimos algunos comentarios respecto de la vida en Caracas. Nos pareció importante señalar el gran deber que tienen las generaciones actuales de convertir la capital de la República, a la que llamamos una ciudad a medio hacer, en un lugar amable, donde pueda llevarse una existencia humana y, al mismo tiempo, más provechosa para toda la vida nacional.
Hoy voy a referirme a la Provincia, porque esta semana que acaba de transcurrir ha tenido acontecimientos muy importantes y significativos para completar el panorama venezolano con su presencia activa. Por una parte, tuvimos en Oriente la inauguración de la Universidad. La Universidad de Oriente constituye una gran esperanza. Aquella región tiene derecho a una institución focal de donde parta una acción cultural y un desarrollo técnico planificado y que sea al mismo tiempo capaz de absorber los mejores anhelos y energías de su juventud. La Universidad de Oriente comienza modesta, y sobre todo con un concepto moderno que puede dar mucho resultado si se orienta en forma sistemática y efectiva. Eso de comenzar a abordar las necesidades verdaderas de Venezuela constituye algo característico de los sistemas democráticos, y una realización positiva que debemos reconocer al actual Gobierno Nacional.
El acueducto de Margarita
En Margarita se inauguró también un Instituto de Investigaciones Marinas de la Sociedad de Ciencias Naturales La Salle, y se realizó con gran solemnidad la inauguración oficial del acueducto submarino que lleva el agua a aquella isla, durante tantos años sometida a los terribles rigores de la sed. La inauguración del acueducto representa mucho para Margarita, y aun cuando hay el peligro de forjar ilusiones falsas si se piensa que el agua recibida es suficiente para transformar la misma estructura de la isla (porque no es agua para regar, sino agua para el consumo humano), hay que darse cuenta de lo que significa, en este mismo aspecto del consumo humano, la presencia continua de aquel líquido esencial para el desarrollo de la comunidad.
Esta inauguración del acueducto de Margarita representa un gran paso en la vida venezolana. Y es muy interesante señalar cómo en este momento en que se comparte la alegría de una jornada positiva, de una obra de verdadero provecho, de una inversión razonable y reproductiva, convergen a esa emoción y comparten la responsabilidad de haber llevado a cabo la obra sectores muy diversos de la vida venezolana. Es lógico que surjan también un poco los egoísmos partidistas y que los distintos grupos, humanamente, se riñan un poco por ver a quién corresponde el mérito mayor.
Yo no quiero quitarle a nadie la parte de mérito que le corresponda, pero me perdonarán ustedes que también haga una pequeña aclaración, desde mi punto de vista partidista, para recordar que copeyanos intervinieron decisivamente en la realización de esta obra, y quizás no se les tomó en cuenta ni se les rindió el debido reconocimiento en la hora de la conmemoración.
Quiero recordar que el copeyano Andrés Sucre fue Presidente del Instituto Nacional de Obras Sanitarias y luego Ministro de Obras Públicas en la fase decisiva de la construcción del acueducto. Andrés, compartiendo entusiasmos y preocupaciones con el doctor Luis Villalba Villalba, entonces gobernador del Estado Nueva Esparta, se hizo cargo del problema, estuvo en Aruba para observar el mecanismo de transformación del agua de mar en agua dulce, para ver si era la mejor solución, y una vez hechos todos los estudios y los análisis correspondientes, le dio vida, entusiasmo y calor a la realización del viejo proyecto elaborado por la Consulting Engineering en tiempos del Gobierno de Medina, y con la participación de muy valiosas cifras de la ingeniería venezolana y que no corresponden a parcialidades políticas, firmó los contratos y dio iniciación al cumplimiento de esta gran obra.
Quisiera también mencionar, acerca de esta realización del acueducto submarino de Margarita, la acción de hombres muy competentes, muy activos y muy progresistas que acometieron una empresa totalmente nueva en el país: me refiero a los ingenieros Alfredo Rodríguez Delfino y sus colaboradores, Enrique Pardo Morales y Luis Alejandro Pietri, al frente de la empresa venezolana Técnica Constructora. Asistí a la emocionante ceremonia de la inmersión de los primeros tubos que, tirados por una guaya desde la otra costa, comenzaban a sumergirse en Margarita. Era una operación enteramente nueva entre nosotros y verdaderamente singular. No se había hecho antes aquí nada semejante, y ellos demostraron que la ingeniería venezolana era capaz de asumirla, de manejar los complicados y costosos instrumentos de la técnica más adelantada y cumplir la tarea con perfecta conciencia, con cálculos precisos, y en la forma eficiente y definitiva como se ha logrado.
Estos son hechos positivos que la gente debe apreciar y constituyen en el momento actual la prueba de que los gobiernos democráticos sí pueden realizar obras y de que sus obras están orientadas por la idea de hacer algo útil para la colectividad.
También en la semana se inauguraron los muelles de Guanta, que le dan un mayor desarrollo a una de las regiones que crecen más prodigiosamente. Ese centro poblado que constituye Barcelona-Puerto La Cruz-Guanta, crecido de una manera impresionante en los últimos años, merece atención inmediata y efectiva, porque allí existen inmensas posibilidades.
El centenario de don Tulio
Yo no pude asistir a ninguna de estas inauguraciones porque estaba en otro lugar de la Provincia, en otra actividad distinta, pero también profundamente representativa de la entraña venezolana. Fui a Mérida, adonde me había comprometido hace ya cosa de tres o cuatro meses, a decir el discurso de orden en el Aula Magna de la Universidad de Los Andes el día del centenario del natalicio de don Tulio Febres Cordero. Este hombre fue expresión efectiva de eso que es la realidad, carne y sangre de Venezuela. Vivió en Mérida 78 años, y es necesario darse cuenta de lo que significa que durante su vida apenas estuvo fuera de su ciudad natal menos de cuatro meses, sumando todos los viajes que hizo; que vino a Caracas una sola vez, cuando había cumplido ya 52 años, en el año 1912; y que todo el tiempo estuvo sembrado allá, trabajando incesantemente por reunir ideas, investigaciones y sistemas, por enseñar y forjar conceptos, que no se perdieron sino que dieron un resultado efectivo a través de una generación posterior.
Este caso de don Tulio Febres Cordero es característico de una realidad provinciana que no sé si tomamos suficientemente en cuenta. Hablando de él pensaba –dejando de mencionar a muchos otros que podríamos recordar también– en un Egidio Montesinos con su Colegio La Concordia, allá en El Tocuyo; o en un José Silverio González, allá en Cumaná; o en el poeta Udón Pérez, que poco salió de las orillas de su Lago; o en el gran Rector Universitario de Maracaibo, Francisco Ochoa, uno de los penalistas todavía más reconocidos y más respetados dentro de la ciencia jurídica venezolana; o en aquella figura, más próxima a nosotros en el tiempo y extraordinariamente significativa y compleja, aquel hombre singular, de un gran dinamismo, de intensos arrebatos y de mentalidad tan peculiar y tan venezolana que fue el gran caroreño Cecilio Zubillaga Perera, «Chío», como lo llamábamos un poco irrespetuosamente, aunque a veces le decíamos «Don Chío» para compensar la denominación, estuvo enterrado en Carora y resistió a las tentaciones de salirse de allá. Como Don Tulio y como los otros que he mencionado, y como muchos más, estos compatriotas representan piedras, sillares, en la construcción de una Venezuela más dueña de su propio destino. Fueron gente que vivió, creció, arraigó y actuó dentro de su Provincia y que se apegaron a ella con tal virtualidad que fue imposible arrancarlos.
El caso de Don Tulio es muy interesante. El estado Mérida ha tomado, como es natural, la responsabilidad de conmemorar este centenario. La Universidad de Los Andes, el Gobierno del Estado, los diversos sectores del pensamiento han realizado actos muy sobrios, de mucha altura, de verdadera penetración. Y entre las actividades conmemorativas hay una que es quizás la más importante: la publicación de sus obras completas, que llevará varios tomos, de los cuales han aparecido ya dos, empresa que ha acometido el Gobierno del Estado, y esperamos que el Ministerio de Educación pueda contribuir asumiendo la publicación facsimilar de aquel periodiquito maravilloso que el propio Don Tulio hacía y componía en su imprenta, que se llamaba «El Lápiz», y de aquellas extraordinarias concepciones que hacía y que él llamaba la «imagotipia» –en que con el texto de documentos históricos componía figuras y siluetas de los grandes personajes– y la «foliografía» –en que reproducía literalmente las hojas con la gran amplitud de sus conocimientos científicos–.
El pensamiento del Maestro
Este Don Tulio Febres Cordero quizá para algunos aparezca como un simple viejo que enseñaba y que escribía, que era muy devoto cristiano, que estaba muy apegado de las tradiciones y que representaba una Venezuela que se fue. Quien piense así estará completamente equivocado. Equivocado, no porque Don Tulio no fuera, sí, la figura del hidalgo, venerable, recto, de grandes tradiciones, apegado a sus convicciones, sino porque en Don Tulio existe, al mismo tiempo, la realidad de una conciencia nacional que miraba hacia el pasado en su función de historiador, pero no para quedarse contemplando hacia atrás, sino para extraer indicaciones y rumbos de vigencia y de actualidad.
Don Tulio fue maestro, maestro de generaciones. Y la mayor distinción que aceptó fue la que se le hizo en el año de 1936 (cuando afloraba una nueva preocupación en Venezuela) al designársele Rector Honorario de la Universidad de Los Andes. No había aceptado el Rectorado efectivo, y este Rectorado Honorario fue la coronación de su existencia, que se iba a agotar dos años más tarde. Había sido maestro de historia en el seno de la Universidad. Y es necesario indagar, pero vale la pena la investigación, hasta dónde Don Tulio Febres Cordero influyó en la actitud y posición doctrinal de hombres tan valiosos como Caracciolo Parra León y Mario Briceño Iragorry.
Mario Briceño Iragorry, el de actuación más reciente, fue escritor extraordinario, un pensador notable y tuvo una serie de rasgos que impresionaron profundamente la sensibilidad colectiva. Hacia 1934 publicó una obra polémica, de afirmación histórica, que llamó «Tapices de Historia Patria». Dividía su obra en capítulos, a los cuales denominaba: Primer Tapiz, Segundo Tapiz, Tercer Tapiz, en que iba bordando lo que él llamaba el esquema de una morfología colonial. Su preocupación era buscar el ancestro indo-hispánico: la vinculación de lo indígena y de lo español como base de la formación genuina del alma nacional venezolana.
Esa obra lleva estampada una dedicatoria a Don Tulio Febres Cordero, «patriarca de las letras nacionales». Testimonio de fe y homenaje de consecuencia del discípulo. Y es interesante ver cómo allí aparece, a través de la lucha histórica contra la llamada «leyenda negra» colonial, la preocupación nacionalista de Mario Briceño, que llegaría a tomar una expresión mucho más ardorosa y combativa en los acontecimientos políticos que precedieron la liberación. Pues bien, ese nacionalismo completo, radical, batallador y entusiasta de Briceño Iragorry lo encontramos en los escritos y estudios de Don Tulio Febres Cordero. Don Tulio lanza la idea de lo que él llama el «pan-criollismo». Ese pan-criollismo suena, precisamente, como una afirmación de lo propio, cuando otros trataban de hacer del panamericanismo una deformación, en nombre de principios que no eran genuinos de nuestra idiosincrasia, de la mentalidad continental. Dentro de esta afirmación resuenan, como una admonición profunda que seguramente halló eco en la actitud posterior de Briceño Iragorry, frases como ésta: «Que no parece natural ni justificable que los hispanoamericanos estemos tocando campanillas y quemando incienso como fieles devotos ante altares consagrados a una divinidad que no es de nuestro culto, por más que aparezca engalanada con todos los colores nacionales del nuevo Continente».
Esa idea, que no era fruto de una improvisación, porque Don Tulio estudió poco a poco, buscó y hasta sublimó con caracteres de mito y de leyenda los antepasados del ser venezolano: el indígena que encontró entre la manifestaciones de aquella geografía impresionante, y el español que vino a fundirse con él y a engendrar una nueva civilización indo-hispánica.
Un caudal abundante
Don Tulio –decíamos en el discurso del Centenario– tuvo la cualidad excepcional de ser al mismo tiempo indigenista e hispanista. Y esto es muy interesante y muy significativo dentro de la vida de Venezuela –dentro de la vida de América Latina, podemos decir–, porque con frecuencia el hispanismo ha sido negación del ancestro español. En Febres Cordero el indigenista y el hispanista se conjugan, como en Mario Briceño Iragorry, que si fue al mismo tiempo con Caracciolo Parra León y con otros, uno de los más tenaces defensores de la tradición colonial frente a la tesis de la Leyenda negra, era a la vez un cultivador de lo indígena, un buscador de hallazgos arqueológicos de la cultura de los Timoto-cuicas, de quienes tenía un verdadero museo en su casa de Trujillo, antes de venirse a Caracas a escribir sobre los grandes temas de la historia nacional.
Esta concepción indo-hispánica es muy interesante en un momento en que se habla tanto de nacionalismo y en que el nacionalismo se trata de expresar con frecuencia sólo en el aspecto negativo, en vez de buscarlo en el aspecto positivo. Por su nacionalismo, Don Tulio es un apasionado de Bolívar. Es un apasionado de la Independencia. Y es él quien salva una hermosa tradición merideña, de cuando al darse el grito de independencia en Caracas, los merideños aprovechan para declarar la autonomía de su provincia –para ese entonces parte de la provincia de Maracaibo– y la erección de su Universidad: la de uno de los personajes más caracterizados, el canónigo Uzcátegui, que cuando pensaron que se hallaba en peligro la independencia por la cual se estaba pronunciando, tuvo aquella frase de antología de que debajo de sus hábitos había calzones dispuestos a defender la libertad.
La figura de Don Tulio encierra, a mi modo de ver, un caudal de recursos y emociones que podemos y debemos estudiar y aprovechar actualmente. No sé hasta dónde –quizás con otra denominación– la idea del pan-criollismo, que según él, en Venezuela significaba venezolanismo, debe aquilatarse para darle su genuina expresión.
Nuestro nacionalismo no puede ser la imitación de lo extranjero. «Criollizar –dice él– con respecto a Venezuela, vale tanto como venezolanizar, es decir, hacer vida propia, poner más atención a lo nativo que a lo extranjero, y en una palabra, propender a crear y producir antes que a copiar o imitar a secas, a fin de adquirir psicológicamente un verdadero señorío, una fisonomía típica que nos distinga y nos caracterice, lo que no se consigue con arreboles ni galas exóticas, por brillantes que sean, sino imprimiéndole a todos los actos de nuestra vida el sello de una cultura típica y original que determine y singularice en el estrado de las naciones la personalidad de Venezuela».
Debo decir con gran sinceridad que si guardaba veneración y afecto por la persona de Don Tulio, a quien tuve la oportunidad singular de visitar en 1936, cuando fui en gira estudiantil a Mérida, y si me consideraba ya entonces su discípulo por haber sido discípulo de discípulos suyos, regreso ahora de Mérida, después de volver a ver sus textos y de tratar de interpretarlos, más entusiasmado con su figura. Y, sobre todo, más entusiasmado con la idea de que hoy, cuando se habla sin tapujos de nacionalismo, que fue en otro tiempo palabra abominada o execrada, tenemos que buscar en esa idea lo verdaderamente positivo y constructivo, lo que exalte sin dudas los méritos propios y sin tomar posiciones estridentes afirme lo que caracteriza la fisonomía venezolana.
Debemos recordar los jóvenes de ahora el mensaje de Don Tulio Febres Cordero, expresado en aquellos versos indígenas:
Corre veloz el viento,
corre veloz el agua,
corre veloz la piedra que cae de la montaña.
Corred, guerreros, volad en contra del enemigo,
corred, veloces, como el viento,
como el agua, como la piedra que cae de la montaña.
Fuerte es el árbol que resiste el viento,
fuerte es la roca que resiste el río,
fuerte es la nieve de nuestros páramos que resiste al sol.
Pelead, guerreros, pelead valientes.
Mostraos fuertes,
como los árboles,
como la roca,
como la nieve de la montaña.
Esta es poesía genuina –hasta moderna, me atrevería a decir– profunda, que recogió en un viaje a Aricagua de los labios de un viejecito que recordaba todavía la tradición indígena.
Esta contribución merideña nos obliga, para terminar, a decir algo de una urgente necesidad de Mérida. Allá está esa ciudad, empinada y aislada, Tenemos el deber de decir que no hay derecho para que sea todavía la única capital de Estado que no tiene acceso por una carretera bien construida. El ramal que la de unir a la Panamericana se está haciendo con una terrible lentitud, que de seguir así consumirá largos años antes de darle acceso fácil y seguro. La vieja carretera Trasandina podrá ser –el día que se la pavimente– un hermoso camino de turistas. La carretera de Barinas a Apartaderos está todavía también muy lejos de cumplir función dinámica y creadora. Es necesario, pues, que reclamemos aquí, en nombre de la Provincia venezolana, el que a Mérida se le haga, para que sea la última de las capitales de Estado que no la tuvo en esta Venezuela moderna, su vía de acceso, ancha, fácil y rápida como está proyectada, con la pavimentación adecuada, a fin de que no siga sufriendo el aislamiento a que la condenó una obra de progreso como la carretera panamericana.
Y sirva esta ocasión para recordar que en la provincia está la entraña de Venezuela. En días pasados pedí en la Universidad que alzaran la mano los muchachos que hubieran nacido en Caracas. Del salón, poco más de la mitad levantó su mano. Después pedí que lo hicieran aquellos cuyo padre y madre hubieran nacido en Caracas, y no llegaban a la décima parte los que esta ocasión pudo alzar su brazo. En realidad, los provincianos estamos llegando, y ahora que estamos en Caracas, tenemos el deber de recordar que en la Provincia está una esencia genuina que se debe atender, con obras como los muelles de Guanta, como el acueducto submarino de Margarita, como la Universidad de Oriente, como la carretera de Mérida que estamos obligados a construir sin demora.
Buenas noches.