Meditación sobre el atentado
Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitida el jueves 30 de junio de 1960, las 10 pm, por Radio Caracas Televisión.
El sentido de la explosión anunció la culminación del plan organizado con frialdad alevosa. El blanco había sido alcanzado. El vehículo presidencial envuelto en llamas; muerto el Jefe de la Casa Militar; muerto un pacífico ciudadano; heridos el Primer Magistrado y el Ministro de la Defensa y su esposa y algunos otros funcionarios, y apenas por una fracción de segundo no atravesó la República la circunstancia más difícil que podía hallar en su ensayo de vida constitucional.
Unánime, la opinión nacional e internacional se pronunció contra el atentado. Un sentimiento de repulsa, de asco, al mismo tiempo que de indignación, sacudió a todos los venezolanos, sin distinción de ideologías políticas. Un testimonio de solidaridad llegó de los pueblos de América y del mundo. Y en estos momentos, la opinión pública hace un examen de conciencia para que el saldo del frustrado atentado no sea solamente el sentimiento de reprobación, sino la aclaración del camino, la afirmación de propósitos y la posible rectificación de errores que es necesario enmendar, pero que, al mismo tiempo, exigen el firme coraje de llevar adelante esta experiencia de vida democrática.
Un alerta a los venezolanos
En primer término, el atentado ofrece una advertencia: es un alerta, un alerta a la conciencia de los venezolanos. Como en la célebre novela de ambiente japonés, podríamos decir con el protagonista de Farrére, después de las victorias que hemos ido logrando en la lucha contra la dictadura, que todavía no hemos ganado la batalla. La batalla definitiva, la batalla final supone todavía un proceso, proceso que hay que afrontar con valentía y conciencia clara del peligro.
La libertad en Venezuela, el ensayo democrático de gobierno, esto que estamos dispuestos a defender con todas sus imperfecciones, esta posibilidad de hablar, de discutir, de entendernos y de buscar por nosotros mismos el camino de la superación, esto tiene todavía enemigos, poderosos enemigos internos y externos. Es necesario no olvidarlo.
Y si pretendemos vivir como si hubiéramos ya librado todos los combates, como si hubiéramos ya ganado todas las escaramuzas, como si hubiéramos vencido ya todas las etapas y quisiéramos dedicarnos al deporte ingenuo de negarnos recíprocamente, el atentado del 24 de junio viene a recordarnos que todavía hay mucho por defender, mucho que a todos nos interesa, por encima de todas las discrepancias, hay una Venezuela libre, democrática, tierna aún, que reclama nuestros solícitos cuidados.
La Policía Técnica Judicial ha demostrado, en una nueva experiencia venezolana, gran eficiencia para capturar a los autores del monstruoso atentado. Están allí las pruebas. Las declaraciones surgen de los labios de los comprometidos. Pero la conciencia nacional se interroga, ¿para quién obraban? ¿Con quién estaban? ¿Qué finalidades perseguían? No hay duda de que en el fondo, en la trastienda, está como base de operaciones mortífera, como impulso criminal, la gran explanada del Caribe, aquel centro de corrupción y de crimen que con una maquinaria organizada durante treinta años y movida con el poder omnímodo de un déspota, está dispuesto a combatir la libertad físicamente, ya que se siente derrotado en el terreno de la política internacional.
Tampoco hay duda de que está detrás de los acontecimientos la venganza de los que perdieron su oportunidad el 23 de enero, pero debemos reconocer que los frustrados asesinos, o mejor dicho, los asesinos de Armas Pérez y de Rodríguez y frustrados magnicidas, no pueden considerarse simples mercenarios. No da la impresión de ser gente que sólo por dinero hayan venido a consumar una acción de venganza. La venganza podría bastarle a Trujillo. La venganza podría bastarle al dictador venezolano aventado del país en la madrugada del 23 de enero de 1958. Pero los que actuaron no dan la impresión de haberlo hecho por el simple interés pecuniario de lo que podrían pagarle aquellos que en su corazón no pueden tener sino rencor.
Había otros fines. ¿Dónde están? La opinión pública se halla pendiente de que se descubran. Ya hay un compromiso de averiguar y de ir hasta el fondo, de analizar las conjeturas y circunstancias y de ver qué hubiera podido ocurrir o qué se pretendió que ocurriera, para que con la serena e imperturbable frialdad con que se obra cuando se busca la verdad y con la fortaleza que da estar en el camino del Derecho, la República de Venezuela pueda hacer justicia que comprometa a sus generaciones.
Estamos, pues, de acuerdo en la necesidad de que prosigan a fondo las investigaciones y de quien resulte culpable sienta recaer sobre él, no sólo el peso de su conciencia, que a lo mejor carece de gravedad, sino el peso de la conciencia nacional, expresada a través del castigo y de la reprobación definitiva e irreversible de todos los venezolanos.
Es la hora de la definición de América
Venezuela tiene que confrontar, en primer lugar, una cuestión internacional. Si existen pruebas, como lo ha anunciado el Gobierno, pruebas definitivas de que la maquinaria del crimen y de que los autores del mismo vinieron desde Santo Domingo, amparados por el Gobierno de aquella isla que sufre y gime hace treinta años bajo una dictadura, sin cuya voluntad no se mueve la hoja de un árbol, es necesario que nuestra República haga valer su razón y su derecho en el concierto internacional. Es la hora de América. Es la hora de la definición. Los pueblos libres del Continente no pueden cruzarse de brazos ante una agresión tan monstruosa como la que Venezuela ha sufrido en la mañana del 24 de junio de 1960.
Confiamos en esa solidaridad, no en una solidaridad de discursos sino la que muestre la presencia de una familia de pueblos cuyo deber es demostrar que en el sistema de su comunidad jurídica no hay cabida para criminales prestos a violentar todos los límites imaginables a la acción inspirada por su villanía y su maldad.
La actitud de Venezuela, campeona como ha sido de la libertad del pueblo dominicano y de la solidaridad de todas nuestras repúblicas frente a aquella dictadura, aparece robustecida ahora. Y mientras más serena ha sido, tiene derecho a mayor reconocimiento de quienes integran la Organización de Estados Americanos, cuya actitud ante este hecho de agresión va a definirla decisivamente: se anotará una victoria o una derrota, de las cuales más nunca podrá liberarse y constituirán un debe o un haber imborrable en el libro de su acción internacional americana.
El problema político interno
Pero, también es necesario que pensemos en el problema político de nuestro país. Hay en Venezuela un problema político y cerrar los ojos ante él sería absurdo y tonto. Se ha dicho que la correlación de fuerzas ha cambiado. Ha cambiado, sin duda, en este sentido: cuando se integró el gobierno de coalición, al asumir constitucionalmente el presidente Betancourt, prácticamente toda Venezuela estaba representada en él. Estaba fuera del Gobierno un Partido que por su propia estructura, por su índole, por su situación ideológica y por sus compromisos internacionales, desde el primer momento de 1958, sin que se le negara el diálogo, sin que se le negara el planteamiento de cuestiones comunes, quedaba fuera de la responsabilidad que incumbía a los otros tres grandes partidos. Con la separación de un grupo del partido Acción Democrática, la situación se ha tornado en este sentido más clara, pero también se ha modificado el panorama que anteriormente existía.
Hay en Venezuela, oficialmente, una oposición. Lo dijeron los voceros del grupo disidente de Acción Democrática y lo dijeron los voceros del Partido Comunista. Y, hasta cierto punto, el que haya una oposición es inevitable y hasta conveniente. Por una parte, porque un gobierno sin oposición tiene el peligro de corroerse por la oposición interna. Si no existe fuera una oposición organizada que esté constantemente en lucha con él, las fuerzas coaligadas se disgregan y cada una de ellas comienza a tomar una actitud divergente. En segundo lugar, porque un gobierno sin oposición, cuando se prolonga, tiende fácilmente a corromperse. Y es conveniente que exista una oposición capaz de señalar errores, de denunciar todos los hechos que a su modo de ver estén equivocados, dentro de la administración o del gobierno del país, para que éstos puedan examinarlos, presentarse frente a ellos, rechazarlos victoriosamente si la imputación ha sido falsa o impropia, o reconocerlos y reajustarse si el ataque ha estado bien fundado.
Hay, pues, en Venezuela, una oposición. Y no seré yo quien piense que no tienen derecho a hacer oposición quienes han enarbolado esta bandera. Más aún, quiero hablar con entera franqueza, como me gusta hacerlo ante la opinión pública, no tengo ningún empacho en decir ante el pueblo que muchas de las críticas que hace la oposición yo las comparto, que muchos de los reparos que la oposición formula, a mi modo de ver son ciertos y que conviene, incluso, se planteen en tono polémico, lo que puede ayudar a motorizar la acción oficial, a perfilar, en un sentido positivo y creador la acción del Gobierno.
El problema está, sin embargo, en que es necesario recordarle al pueblo –y este deber es más de la oposición que del Gobierno– el hecho de que la lucha no debe hacer olvidar intereses comunes muy trascendentes, que tanto el gobierno como la oposición tienen que defender. Cuando se ataca al Presidente de la República desde las trincheras del combate político, es indispensable recordarle al pueblo que, sea cual fuere la persona investida con aquella alta responsabilidad y la actitud que frente a ella se adopte, representa la encarnación de la constitucionalidad y su persona debe ser defendida por sus enemigos más enconados lo mismo que por sus amigos, si se quiere defender la experiencia de vida constitucional y democrática que se está haciendo en Venezuela.
Y dicho esto, es necesario afirmar con la misma sinceridad que, quizás por la misma forma de erupción con que se ha presentado, por la misma circunstancia de haber surgido de una disgregación interna que siempre hace más pugnaces las luchas, más dolorosas las heridas, da la impresión de que se hubiera olvidado por los sectores de la oposición ese interés común que había que defender.
El miércoles hubo un largo debate sobre la situación política en el Congreso Nacional. Allí se expresaron muchas ideas, se señalaron muchas tesis, se hicieron muchas observaciones, pero hay algo que a mí me preocupó de manera especial. Los voceros de los dos grupos de oposición, el grupo disidente de Acción Democrática y el grupo comunista, ambos dijeron de una manera categórica, inequívoca, señalando esto como un reparo, como un cargo de ineficiencia en el Gobierno, que ellos sabían y habían denunciado la preparación de un golpe, de un atentado que probablemente alcanzaría al Presidente de la República. Esto lo dijeron para achacar la ineficacia del Gobierno a la ejecución del hecho y para probar su sinceridad en la defensa de las instituciones democráticas. Pero, uno piensa: si en realidad se sabía o se esperaba que pudiera ocurrir cosa semejante, ¿no era el momento de poner por encima del desahogo de las pasiones y de las críticas virulentas, la salvación de aquello que a todos nos interesa por igual? ¿No envolvía el conocimiento de que algo ocurriría, automáticamente la obligación de iniciar, simultáneamente con la denuncia, una tregua, si no en el ataque, por lo menos en la forma del ataque, para no contribuir a un ambiente propicio a la realización de hechos de los que todos estamos hoy lamentándonos y de cuyas consecuencias habríamos tenido que lamentarnos en grado máximo todos los venezolanos?
En un clímax de ataques
Porque hay que reconocer que el atentado contra el Presidente ocurrió en un momento en que el cúmulo de ataques de toda índole contra el Gobierno y contra la propia persona del Presidente, en la prensa, en los mítines, en las acciones políticas, en pequeñas acciones de calle, había alcanzado el volumen de una especie de sinfonía orquestal. Estaba resonando, aquí y allá, un ataque en un periódico, otro en una manifestación, un incidente por aquí, otro incidente por allá, una reunión callejera, un discurso de mitin o de plaza pública, todo aquello in crescendo en forma que obligaba a inquirir a dónde podría conducir aquello.
Los complotistas aprovechan estas circunstancias, y a veces las aprovechan contra la voluntad de la misma gente de oposición. Tenemos experiencia de esto en Venezuela. Y si algo representa el 23 de enero es precisamente el testimonio de aquella experiencia. Entre el 48 y el 58 hubo diez largos años en los cuales tuvimos que pensar, meditar, sufrir, analizar y rectificar caminos y buscar rumbos para afirmar la nueva experiencia que sabíamos tenía que venir para la democracia venezolana.
No estoy yo, ni sería capaz de hacerlo, formulando imputaciones contra gente como los disidentes de Acción Democrática, entre quienes hay muchos amigos personales míos y a quienes considero obrando con sinceridad. Pero hay que recordar que su eclosión a principios de abril fue como el argumento que acabó de decidir a Castro León a su invasión del 20 de abril por el Táchira, y que toda la campaña de estos días fue como un preámbulo maravillosamente adecuado para acabar de decidir a quienes, no se sabe desde hace cuánto tiempo, organizaban con frialdad mezquina el atentado que se frustró providencialmente, por fracción de segundo como antes dije, en la mañana del 24 de junio.
Ha habido, por otra parte, una especie, quizá inconsciente e irreflexiva, como de deseo de exasperar al elemento militar. Y si bien hay muchos militares conscientes –y tengo que pensar que la mayoría de los oficiales de las Fuerzas Armadas comprenden que una manifestación aquí o allá, un artículo, un ataque cualquiera, no representan el sentir de la opinión mayoritaria del país ni justificarían en ningún caso una locura suicida y criminal–, lo cierto es que ese clima de exasperación y de acorralamiento podría inducir a algunos militares sin suficiente reflexión, sin suficiente madurez cívica, pues ahora ensayan como nosotros el camino de la democracia, a la idea de que la defensa de su institución es incompatible con las libertades públicas.
Urge, pues, que pensemos que la lucha política, cuya existencia es necesaria y cuya garantía exige se admita y reconozca, debe tener como límite el interés de todos por conservar ciertas formas políticas, por mantener siempre viva y presente ante la opinión general la necesidad de salvar la libertad para todos, porque si no, la vamos a perder todos.
Mi buen amigo el diputado Domingo Alberto Rangel, en un largo discurso en el Congreso, dijo que los movimientos de masas estaban contra el terrorismo y contra el atentado personal. Esto es muy importante. Desgraciadamente, puso un ejemplo poco propicio para estimularnos: recordó cómo Lenin, el organizador del partido bolchevique ruso, el conductor del comunismo a la victoria, había defendido a Kerensky, el Presidente de la República Liberal, contra Kornilov, aquel «Castro León moscovita» a quien se le ocurrió levantarse contra la República. Desgraciadamente, el apoyo de Lenin fue muy transitorio y efímero. Dos meses después, Lenin mismo acaudillaba la insurrección contra el gobierno de Kerensky, cuyo destino fue el de envejecer en su largo exilio de París.
Yo creo indispensable reiterar la formulación, tanto desde el gobierno como desde la oposición, desde cualquiera de los partidos políticos como desde los sectores independientes, de que el cumplimiento de la constitucionalidad, la defensa del ejercicio del período presidencial de Betancourt hasta 1964, es algo que todos los venezolanos hoy, como hace un año, estamos en el deber de defender y cuidar.
El espíritu del 23 de enero
Hay un grave problema social y económico. No soy yo quien puede negarlo, porque lo he dicho muchas veces en distintas formas. Sólo pienso que reconocer el problema es una cosa y encauzar el sentimiento popular hacia situaciones negativas de intolerancia, es otra muy distinta. Es preferible discutir y tratar de ponernos de acuerdo para lograr una solución positiva.
Desde su lecho, dijo el Presidente unas palabras que diversos sectores de la opinión pública han recogido con especial interés: habló de volver al espíritu del 23 de enero. Volver al espíritu del 23 de enero no significa desconocer los hechos. Como se ha dicho ya, hay una oposición, y este es un hecho que tenemos forzosamente que reconocer.
Pero, volver al espíritu del 23 de enero, a mi modo de ver, representa tres elementos característicos del estado de conciencia de los venezolanos para aquella fecha. Primero, armonía, respeto en las diversas corrientes ideológicas que reconocían el interés común y la necesidad de mantener el diálogo en términos de altura. Segundo, la experiencia de diez años de sufrimiento, de muchas tentativas anteriores perdidas y la necesidad de corregir errores cometidos antes, para lograr la consolidación de nuestra democracia. Tercero, la confianza, el optimismo, la fe en la nación venezolana, que en ese momento se presentó redimida de sus miserias.
Experiencia, armonía y fe en los destinos de Venezuela, eso define el espíritu del 23 de enero. Acción Democrática ganó las elecciones con una consigna que decía: «contra el miedo». Yo creo que ahora, no Acción Democrática sino todos los venezolanos, debemos elaborar otra consigna: «contra el pesimismo». No podemos dejar ahogar esta etapa histórica por el pesimismo. Tenemos que levantar el ánimo de todos los venezolanos y pensar que, por encima de todas las dificultades, la experiencia iniciada el 23 de enero será definitiva en la vida de la República.
Buenas noches.