El cáncer de la demagogia
Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitida el jueves 9 de junio de 1960, las 10 pm, por Radio Caracas Televisión.
Es un hecho muy conocido el de que las democracias muy jóvenes o muy viejas son pasto propicio para la demagogia. Pero el que esta verdad sea tan conocida no descarta, en manera alguna, los terribles problemas que nos preocupan seriamente a quienes vivimos con hondo interés el actual momento nacional.
Pueblo y masa
Estamos padeciendo una epidemia de demagogia que trata de extenderse a todos los sectores de la vida nacional y que amenaza suplantar el concepto genuino de democracia. Entre democracia y demagogia conocemos perfectamente la profunda diferencia que existe: es la diferencia que hay entre pueblo, como sujeto orgánico y responsable de una colectividad, y masa, como grupo circunstancial y amorfo, que a través de acciones tendientes a impresionar la sensibilidad colectiva reemplaza la voluntad popular por mecanismos de presión.
En algunas ocasiones se ha dicho, desde diversos ángulos, que el pueblo es toda la nación, todo el conjunto humano que nos integra en sus variadas manifestaciones: en el Oriente, en Occidente, en el Centro, en el Llano, en la Costa; en la intelectualidad y en la clase obrera; en la dirección de la vida política; y, sobre todo, en la base de la estructura de la República. Esto es el pueblo. El pueblo se manifiesta a través de sus órganos. Pero, con frecuencia, la idea de pueblo se suplanta por la de grupos, más o menos audaces, más o menos agresivos, más o menos sonoros, que hacen acto de presencia en las jornadas que van matizando la vida política, y en cierto modo aparecen como sustituyendo la voluntad colectiva, la cual tiene sus legítimas maneras de expresarse. No es que, desde luego, no existan en toda democracia –y hasta sea conveniente– distintos grupos sociales que manifiesten con entusiasmo, con convicción, a través de mecanismos preparados para impresionar a la gente, las diversas tendencias. El peligro está en que el dirigente político ceda a la tentación de la demagogia, se convierta de conductor en conducido, y en vez de asumir la responsabilidad de orientar a la gente que le oye hacia finalidades constructivas, ceda a movimientos y a impulsos y haga eco a una corriente de disolución capaz de hacer que se diluya, a través de caudales múltiples, la energía necesaria para que el régimen democrático llegue a quedar consolidado.
El fenómeno entre nosotros es perfectamente explicable. Nuestra gente ha estado por años, en diversas experiencias, esperando la realización efectiva de la vida democrática. La autoridad en Venezuela tradicionalmente ha sido expresión de despotismo, de vejamen, de violencia. Y esto viene tan imbuido en nuestra sangre que al hombre más sencillo de Venezuela, con frecuencia se le desnaturaliza cuando se le convierte en agente de autoridad, al tener un carnet en su bolsillo, al llevar un revólver en la cintura como símbolo del gobierno, se deja empujar por la corriente tradicional que le hace pensar que el ejercicio de la autoridad no se siente si no se expresa en actos de violencia. Pero ese mismo concepto del hombre humilde del pueblo que no ha tenido educación suficiente para saber que la autoridad se ejerce dentro de ciertos límites y conforme a ciertas pautas, existe en forma más o menos subconsciente en la generalidad de los venezolanos. Casi todos los venezolanos pensamos que una orden, por el hecho de serlo, constituye una dura imposición sobre el fuero de nuestra conciencia; que toda autoridad, por el hecho de serlo, es detestable; y que la expresión genuina de la libertad está en no obedecer leyes ni reglamentos, sino en imponer cada uno, según su capricho, la conducta que le parezca más conveniente.
Perder una hermosa ocasión
La demagogia aprovecha este estado de ánimo, y en vez de educar, orientar y conducir, fomenta esos movimientos y hace perder la gran ocasión para crear la base sólida sin la cual la democracia no puede subsistir: su cabal conocimiento y su cabal comprensión por parte de los gobernados, que son al mismo tiempo el depósito esencial y el origen mismo del gobierno. Esta demagogia la encontramos con demasiada frecuencia. Es el caso del individuo, por ejemplo, a quien se pone una boleta por un fiscal de tránsito, y considera que su libertad, su personalidad, la conquista de la democracia no consiste en defender su derecho de una manera razonable, sino en lanzarse en imprecaciones y violencias y en demostrar que la autoridad no tiene contra él fuerza para imponerse. La demagogia se manifiesta cuando alrededor de ese fenómeno, cuando quien ve que hay un ciudadano que ha faltado y una autoridad que le exige el cumplimiento de la ley, se pone de parte del ciudadano automáticamente porque «hay que defender la libertad y el derecho del pueblo». Muchas veces, desde luego, es el ciudadano quien tiene la razón. Muchas veces es la autoridad quien atropella, pero a veces se pierde, en el juego de las conveniencias, el dictamen sereno y claro de los grupos de opinión sobre estas situaciones, por la tendencia natural a aprovechar cualquier circunstancia para especular en el sentimiento de la gente la reacción contra todo aquello que pueda considerarse odioso por representar el principio de autoridad.
El mecanismo de la demagogia a veces se presenta como un hecho espontáneo. En estos días da la impresión, en más de una circunstancia, de que correspondiera a determinados propósitos, a determinados mecanismos sistemáticamente organizados. Y hemos visto algunos brotes y algunas circunstancias que verdaderamente nos preocupan, porque parece como que tendieran a desviar la consideración de los problemas y a impedir en cierto modo el enfoque real de los asuntos colectivos.
Menos policías
Hemos leído, por ejemplo, en diversos lugares de la Ciudad Universitaria, un lema más o menos como éste, en defensa del aumento del presupuesto universitario: «Más estudiantes, menos policías». Yo estoy de acuerdo, como universitario, en al aumento del presupuesto de la Universidad. Considero que ésta tiene derecho a crecer y también el deber de invertir mejor su presupuesto y justificar plenamente ante la opinión pública el que los dineros que el Estado da para su funcionamiento se inviertan todos en servicios eficientes y provechosos.
Estoy dispuesto, digo, a votar lo que signifique el aumento sustancial del presupuesto para la Universidad. No hacerlo así, sería no sentir como universitario. Estoy dispuesto también, como ciudadano, a reclamar contra los abusos de la policía. En más de una circunstancia he señalado los errores, excesos y desorientaciones que se cometen por diversas ramas de las organizaciones policiales. Pero me suena a pura demagogia la tesis de que para que haya más estudiantes tiene que haber menos policías. ¿Acaso el servicio policial no es una necesidad ciudadana? ¿Acaso no se resiente la población de que no tiene protección suficiente para sus hogares? ¿Acaso todos los días no vemos que se roban automóviles, que se violan hogares, que se llevan del domicilio de la gente parte de sus ahorros (quizás hechos con grandes esfuerzos) y que no hay un mecanismo policial lo suficientemente eficaz como para garantizar plenamente a la ciudadanía que paga los impuestos, su derecho a vivir pacíficamente?
Luego la solución no es que haya menos policías, sino que haya mejores policías, que estén mejor formados, mejor educados, mejor orientados para no cometer excesos; que la policía cumpla sus funciones específicas y no se deje llevar por consideraciones desviadas. Pero decir que para el aumento del presupuesto de la Universidad tiene que disminuir el número de agentes que deben garantizar el orden púbico, a mí me parece que es hacer uso –y no enteramente justificado– de los recursos de la demagogia.
La cuestión de Cuba
Muchas de estas circunstancias se ven en forma similar: la cuestión de Cuba, por ejemplo. A mí me preocupa pensar que los venezolanos nos vayamos a pelear por el régimen cubano, que vayamos a hacer una especie de contienda civil entre fidelistas y anti-fidelistas, entre partidarios y adversarios de la Revolución cubana. Comprendo perfectamente que ésta es un fenómeno tan actual, tan emotivo, de tanta proporción continental, que es difícil ser absolutamente imparcial ante ese hecho, y por tanto habrá simpatías y antipatías. Pero lo que me parece absurdo es que se vayan a crear divisiones profundas entre los venezolanos por un hecho que podemos juzgar con interés, con simpatía o antipatía según los casos, hasta con apasionamiento, pero que no podemos convertirlo en el centro y eje fundamental de la vida venezolana.
Hay quienes son enemigos totales de la Revolución cubana, por una u otras razones: porque se fijan en una serie de errores y de atropellos cometidos, que posiblemente incluso han herido a determinados círculos más que otros. Nosotros mismos debemos decir que no podemos dejar de sentir profundo dolor porque se haya tomado una actitud autoritaria e incomprensiva contra el movimiento demócrata-cristiano, un germen de expresión que un grupo de universitarios inició en la isla hermana de Cuba. Ahora, vemos que de parte de los que se dicen partidarios de la Revolución cubana, hay muchas veces nada más que el empeño de crear un motivo de lucha contra la situación actual de Venezuela, de invocar lo que se hace o no se hace en Cuba como un pretexto para presionar el ambiente, para forzar al Gobierno de Venezuela a tomar tal o cual camino. Ya entonces el aplauso no se da con una finalidad desinteresada, sino con una finalidad de combate, directa y específica, con la circunstancia de que al que grita «Viva Cuba» o «Viva la Revolución cubana», no tienen por qué combatirlo los otros sectores, que comprenden los aspectos positivos y negativos que pueda tener la Revolución cubana, pero que también sienten y defienden la Revolución venezolana.
Si un grupo de muchachos en la Universidad Central hace, por ejemplo, una manifestación a favor de Cuba, los muchachos social-cristianos no van a hacer una manifestación contra ellos, ni a luchar con ellos por el hecho de que elogien lo de Cuba, porque, al fin y al cabo, nosotros también (y esto lo decimos con sinceridad, ahora cuando tiene más mérito decirlo) vemos aspectos interesantes y positivos en la Revolución cubana, a pesar de que mantenemos el derecho a criticarle sus errores, como lo hemos dicho en más de una ocasión. Si participamos de un gobierno en Venezuela y sin embargo nos sabemos con el derecho de criticarlo, ¿por qué razón no vamos a tener el derecho de criticar a otro gobierno de cualquier otro país?
Lo que se busca es hacer con la demagogia un mecanismo agresivo, aplastante. Por ello, en cierto modo, la situación no dejó de ser desagradable en algunos momentos, con motivo de la visita del Presidente de Cuba. Su causa estuvo, no en la venida de un representante de un pueblo hermano y de un movimiento que comprendemos, aun cuando tengamos diferencias muy notables con él, sino de la natural reacción contra grupos que querían utilizar, aprovechar y preparar esa visita para realizar jornadas de presión sobre la opinión pública.
Por cierto que el propio Dorticós, en el discurso que pronunció en la sesión del Congreso –que fue un discurso muy hábil, muy inteligente y muy discreto– dijo una frase que ojalá la meditaran quienes se dicen ser partidarios de la Revolución cubana, a la que Dorticós pertenece: «Yo puedo decir aquí, y nadie osará discutir el aserto, que en definitiva, tanto en este país como en el mío, quienquiera que conspire contra las relaciones de fraterna comprensión y recíprocas aspiraciones de los pueblos de Venezuela y Cuba en cualquier modo, estaría traicionando el mandato de los pueblos respectivos». Es una advertencia para sus propios partidarios. El que trate de sembrar abismos de incomprensión entre dos sistemas que no tienen por qué plantearse como en un contraste continuo, ese no está sirviendo a los mandatos de su pueblo ni a la causa del entendimiento y de la unidad entre los pueblos de América.
Lo más grave que podría pasarle a la Revolución cubana sería el convertirla en factor de desunión de las fuerzas democráticas en América Latina: dividir fuerzas que tienen un deber fundamental y coincidente, en bandos agresivamente contrapuestos de partidarios y de adversarios de la Revolución cubana.
La demagogia y la coalición
El hecho de la demagogia lo estamos viendo a diario, y nos duele el que no encontremos, a veces, dentro de los sectores dirigentes, la suficiente conciencia, la serena energía, el entendimiento necesario para ponerle coto a estos brotes que harían daño innegable al actual experimento venezolano. Yo he leído por ahí una frase que han comentado diversos periódicos, de un dirigente de uno de los partidos de la coalición. Se hizo o entendió hacerse un chiste, evidentemente de mala intención, al decir que yo me había convertido en el orador parlamentario número uno de Acción Democrática. Con esto se trata, sin duda, de crear una serie de reacciones hostiles: molestar a la gente de Acción Democrática haciéndola aparecer como que está dirigida por mí; molestar a la gente de COPEI y a mí mismo, haciéndome aparentar como que no estoy representando a mi partido sino a otro partido; y, al mismo tiempo, aprovechar en el pueblo un vago e indefinido sentimiento de oposición, mientras se aprovechan las ventajas y los beneficios que puede dar el gobierno.
Porque se puede hacer demagogia desde el gobierno y desde la oposición: el gobierno puede hacer demagogia tratando de aprovechar lo que hace o lo que proyecta, el ejercicio de los cargos públicos, la posibilidad de colocar amigos y partidarios en las administraciones oficiales, y se puede hacer demagogia desde la oposición, señalando a cada paso lo que puede ser un error, o una equivocación, o la impotencia del gobierno para resolver determinado problema. Pero la tentación de la demagogia en Venezuela se va planteando con tal naturaleza, que pretende hacerse simultáneamente desde el gobierno y desde la oposición.
Yo no sé hasta dónde iríamos por ese camino. En Venezuela hay hambre, hay desempleo. Es muy fácil explotar en el sentimiento del que sufre, ese sentimiento con afirmaciones negativas. En Venezuela hay ineficiencia administrativa, que no es imputable a un determinado sector de la vida nacional, sino que, en la interpretación más benigna, es una responsabilidad que nos incumbe a todos, si queremos aceptarla en gracia a la unidad. Aprovechar estos hechos negativos, no para tratar de resolverlos sino para convertirlos en caudal político con la idea de que eso puede dar votos, es juego peligroso, muy negativo, que ningún beneficio ofrecería a la vida nacional.
Demagogia hay a todo paso, porque hay intoxicación en la vida colectiva: demagogia es la del profesor que le dice a los muchachos que no estudien para ganarse una simpatía momentánea, a costa del sacrificio que se hace en la formación de esos muchachos para las responsabilidades que tienen mañana. Demagogia hay en los políticos que les dicen a los campesinos que no obedezcan las reglas que se le dan, o a los inquilinos que no paguen los alquileres, o a los ciudadanos que no se sometan a ninguna regla. Demagogia hay en los que están dispuestos a cada momento a especular cualquier sentimiento del que sufre, cualquier inconveniente en su vida, y en vez de encauzarlo y defenderlo y de lograr para él una solución positiva, le fomenta su sentimiento de descontento y se presenta como para erigirse en una defensa que muchas veces no puede conducir a un resultado positivo.
Momento delicado
Estas reglas son tanto más necesarias cuanto que Venezuela está viviendo un momento muy delicado de transición, de cuya orientación definitiva depende lo que haya de suceder mañana. Este momento de transición va a ser la clave de la Venezuela del futuro. Y si nos metemos en este jueguito –que ya lo hemos hecho otras veces, o mejor dicho, que ya lo hicieron nuestros abuelos en distintas ocasiones en el curso de la historia –tenemos razones para pensar que los resultados pueden ser, desgraciadamente, los mismos que nuestros abuelos sufrieron: es decir, llegar por una senda u otra al restablecimiento de la autocracia. Y además, por otra razón muy importante: porque estamos ensayando –y lo consideramos una necesidad– un gobierno de coalición, y en el gobierno de coalición se requiere un mínimum de lealtad, que es indispensable, un mínimum de buena fe. Si nos ponemos los coaligados a echarnos por aquí y por allá, a darnos golpes bajos para aprovechar circunstancias, entonces muy poco podremos hacer para cumplir nuestro deber, y después no nos valdrá el argumento de decir al pueblo que no pudimos hacer porque los demás no nos dejaron. La cuenta la vamos a tener que rendir todos.
Nosotros entendemos que la coalición envuelve un compromiso. Y si se nos quiere hacer una ironía diciendo que estamos defendiendo intereses de Acción Democrática porque estamos defendiendo principios comunes del gobierno de coalición, debemos decir que no son de Acción Democrática los principios que estamos defendiendo: son de todos, como es de todos el compromiso y el deber que tenemos frente al pueblo de Venezuela en este momento de nuestra historia. Porque, repito, si hundimos esta experiencia venezolana, los alegatos que hagamos mañana en nuestra defensa serán perdidos: el veredicto será adverso y duro y nos envolverá a todos nosotros.
Tenemos que educar al pueblo. Tenemos que establecer ciertas normas. Podemos recordar, por ejemplo, ahora que se habla tanto de izquierdismo, cómo Lenin, en 1920, dedicaba un largo estudio a lo que llamaba «el izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo». Yo les pregunto a los muchachos comunistas, algunos de ellos amigos míos, ¿es que ustedes creen que si el comunismo llegara a triunfar en Venezuela, eso significaría que no van a estudiar en las universidades, que los estudiantes harán lo que se les antoje, que los obreros no irán a las fábricas sino que tendrán el derecho de «ponerse bravos» cuando les exijan sus horas de trabajo? ¿O es al revés? Porque la experiencia indica, en una forma irrefutable, que el triunfo del comunismo en aquellos países donde se ha dado, significa una imposición y una disciplina más dura y más rigurosa. Allí no hay tiempo que perder en ajetreos o en manifestaciones callejeras. Allí el obrero tiene que trabajar duro en las fábricas, porque hay que llenar un objetivo establecido por el plan quinquenal, hay que desarrollar un proceso, y es necesario que cada uno cumpla su deber, y si no lo cumple por las buenas, sobran mecanismos para imponerlo por las malas.
Necesitamos, pues, un poco de sinceridad. Se hace mucha demagogia. Y por cierto ya que mencioné a Lenin, permítanme ustedes que lea un párrafo muy interesante contra otro tipo de demagogia: la demagogia anticomunista. Lenin era un hombre penetrante y sincero en sus juicios y en su estrategia revolucionaria; y al releer aquel estudio sobre «el izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo», me ha impresionado este párrafo, que es muy explicativo respecto a la posición de lucha frente al movimiento comunista: «Cuando los cadetes rusos y Kerensky –dice– emprendieron una persecución furiosa contra los bolcheviques, sobre todo después de abril de 1917, y más aún, en junio y julio del mismo año, rebasaron los límites: los millones de ejemplares de los periódicos burgueses que gritaban en todos los tonos contra los bolcheviques, nos ayudaron a conseguir que las masas valorasen el bolchevismo y aun sin contar con la prensa, toda la vida social, gracias al celo de la burguesía, se impregnó de discusiones sobre el bolchevismo (…) En el momento actual los millonarios de todos los países se conducen de tal modo en la escala internacional que debemos estarles reconocidos de todo corazón: persiguen al bolchevismo con el mismo celo que los perseguían antes Kerensky y compañía, y como éste, rebasan también todos los límites y nos ayudan…». Siguen frases que no puedo leer porque el tiempo es escaso, pero es interesante recordar para el otro tipo de demagogia que se hace, esta frase bastante categórica: «Éstos trabajan para nosotros, nos ayudan a interesar a las masas en la cuestión de la naturaleza y significación del bolchevismo».
Pero, volviendo a nuestro tema señores, la cosa es seria. A veces da la impresión en Venezuela de que hay una gran intoxicación, hay una irritación colectiva. Cuando el jefe de una fábrica, cuando el profesor en una escuela le reclama algo al subalterno, al subordinado, al trabajador, al estudiante, éste reacciona en forma violenta, como si él tuviera todos los derechos. No es patriótico ni sensato explotar ese sentimiento. Lo patriótico y sensato es calmarlo, encauzarlo, y luchar contra la demagogia con dos métodos: trabajo y rendimiento, que es el gran argumento que el Gobierno debía emplear y en el que insistimos mucho en estas charlas, y educación, a lo que está comprometida toda nuestra generación. Tenemos que crear la conciencia verdadera de la democracia que es, al mismo tiempo, la negación de los métodos y de los fines que persigue la demagogia.
Buenas noches.