El tema de la insurrección

Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitida el jueves 20 de octubre de 1960, las 10 pm, por Radio Caracas Televisión, y tomada de su publicación el domingo 23 en el diario La Esfera.

El tema de la insurrección se está planteando actualmente con un descaro y una insistencia que su análisis viene a constituir una verdadera necesidad nacional. Quisiera ocuparme de él con la mayor serenidad posible. Quisiera ir al fondo de esta argumentación para recordar –más que para demostrar, porque es algo que todos conocemos– que por ese camino no se va a ninguna parte, como no sea al más espantoso fracaso de la experiencia histórica que está realizando Venezuela.

Quiero pensar que hay buena fe, por lo menos en algunos de los que proclaman o creen que la insurrección, la llamada insurrección popular, la prédica de la violencia, el desconocimiento de las leyes, constituye una aspiración o un remedio para las necesidades del pueblo. Observo con preocupación que los intentos de violencia que tratan de achacarle al pueblo no son emanación de los campesinos y obreros –campesinos y obreros que han demostrado un profundo sentido de la constitucionalidad, un profundo sentido de respeto por las instituciones, una convicción clara de que el camino del orden jurídico y social es el único que puede llevarnos a conquistas serias y definitivas– sino que más bien este tema florece y se expande irresponsablemente en cerebros y corazones de muchachos de la juventud estudiantil, liceísta y universitaria, a quienes se les hace ver, aprovechando el entusiasmo de sus años y la propaganda bien dirigida de algunos estados extranjeros, que el mejor servicio que le pueden prestar a su país no es prepararse ni estudiar, no es luchar seriamente por convertir la libertad en base insustituible de la justicia social, del fortalecimiento de la soberanía nacional y del bienestar del pueblo, sino fomentar la agitación, el irrespeto, la proclamación de consignas incendiarias que otras veces, en muchas ocasiones, han sonado en los oídos de generaciones de venezolanos y han conducido a la ruina, al dolor y al escepticismo.

¿Se justificaría la insurrección?

La insurrección se plantea como un remedio, como una salida para la proclamada insuficiencia del gobierno en resolver los problemas políticos, sociales y económicos. Para analizar el tema podríamos, incluso, admitir, como elemento que facilitaría la discusión, el que el gobierno estuviera fracasando en su dirección política, en su acción administrativa, en su conducción de las aspiraciones populares. En este caso, suponiendo que no hubiera nada de positivo, pensando que todo lo que en Venezuela se está logrando y ensayando (mucho de lo cual observan con admiración otros pueblos vecinos) fuera enteramente nugatorio, ¿se justificaría, de todos modos, el recurso a la violencia, la salida de la insurrección? Evidentemente que no. La insurrección puede justificarse cuando un régimen atropella en forma sistemática e irremediable los derechos fundamentales de la persona humana; cuando se cierra la posibilidad del debate político; cuando se niega a todos los que no estén conformes con una pauta que se dicta, la posibilidad de discutir, de propagar sus ideas, de movilizar sus efectivos; cuando se rehúsa al pueblo el derecho a concurrir a las urnas electorales para expresar su voluntad.

Pero, cuando existe la posibilidad de hablar, de debatir, de organizar partidos políticos de cualquier signo, de hacer propaganda con amplia libertad (como sucede hoy en Venezuela en medio de las imperfecciones que puedan señalarse), el argumento de la violencia no tiene ninguna especie de justificación. La violencia implica vidas perdidas, seres atropellados, ambiciones frustradas, desajuste social, incomodidad, desconfianza. Y es curioso el que se emplee precisamente el argumento de la mala situación económica  y de la desconfianza que prevalece todavía en los sectores de la economía y que no permite desarrollar nuevas fuentes de trabajo para atender necesidades urgentes, por quienes precisamente utilizan los recursos más a propósito para aumentar la crisis, para aumentar la desconfianza, para retraer todas las actividades económicas; porque después de cada manifestación ilegal, después de cada tumulto en que se asaltan propiedades o personas, después de cada acción en que se proclama la catástrofe, la reacción del que invierte, del que trabaja y del que tiene deseos de cooperar en alguna forma al desarrollo de la economía, es siempre negativa.

A propósito del 18 de octubre

Recordemos, continuando con este análisis, la emergencia del 18 de octubre. El 18 de octubre constituyó, sin duda, en la vida venezolana, un hecho para cuyo análisis se requiere que transcurra más tiempo, que haya más perspectiva para poder juzgar los factores que influyeron en aquella ruptura del hilo constitucional. Sin embargo, hay que reconocer que la situación, desde el punto de vista político, representa hoy mejores posibilidades de combate y de lucha democrática de las que existían para el 18 de octubre de 1945: había la elección indirecta, ahora existe la elección directa; votaban sólo quienes sabían leer y escribir, ahora votan todos los venezolanos, aun cuando sean analfabetos; votaban los mayores de 21 años, ahora votan los jóvenes de hasta 18 años. La legalidad de los partidos es de una amplitud extraordinaria. Y eso que estamos atravesando circunstancias difíciles, derivadas precisamente de los accidentes vividos a partir del 18 de octubre.

Ahora, ya he visto a muchos de los mismos que hoy proclaman la insurrección como objetivo, condenar el movimiento del 18 de octubre por considerar que el hecho de violencia rompió el proceso evolutivo que llevaba el país. He oído muchas veces pronunciar, en los mismos sectores que hoy no se satisfacen con nada y quieren lanzar las mesnadas juveniles a la calle a cada instante para interrumpir la normalidad política, que el 18 de octubre fue un atentado, porque imperfecto y todo, el régimen del presidente Medina iba en una evolución cuyo proceso debió esperarse antes de permitir que la violencia interrumpiera súbitamente el mecanismo venezolano.

¿Qué diríamos ahora? ¿Tendría ahora justificación, para esos mismos que condenan el acto del 18 de octubre, un movimiento insurreccional que en el nombre del pueblo proclaman pero que no sería sino lo que ha sido en otras partes: la toma del poder por un grupo audaz que al estar en los comandos de la vida política no le permitiría a nadie hacer oposición, no le reconocería a nadie el derecho de criticar, no admitiría sino la sola ley de la voluntad impuesta desde arriba?

¿Tendría utilidad la insurrección?

Pero, además, ¿tendría utilidad la proclamación y la realización de la violencia dentro de la experiencia venezolana? ¿Es que acaso los venezolanos no nos graduamos hace tiempo de doctores en violencia? ¿Acaso la historia de más de cien años de vida republicana no fue un apelar constante como objetivo revolucionario, al monte, a los asaltos, a las cargas a machete o fusil, al entronizamiento de aquellos que demostraron ser más fuertes, tener mayor arrojo, mayor audacia o ejercer mejor la fuerza, para llegar a nuevos desengaños, a nuevas formas de explotación, a nuevos fracasos que atrasaron y envilecieron la vida venezolana?

El recuerdo de la Guerra Federal

Al comenzar a discutirse en la Cámara de Diputados la Constitución afloró a los labios, como ha aflorado a la conciencia de todos en muchas ocasiones, el recuerdo de la Guerra Federal, que hace cien años no pudo conjurar el esfuerzo de los brillantes redactores de la Constitución de 1858. Y en los labios de algunos diputados se señalaba su ocurrencia como la salida hacia donde debía derivar la vida venezolana nuevamente si, a su modo de ver, la Constitución y las leyes no satisfacían de inmediato las necesidades, las profundas necesidades del pueblo.

Pero, ¿a dónde condujo la Guerra Federal? ¿Qué fue lo que la Guerra Federal dejó, aparte un saldo negativo que reconocemos y admitimos como el único elemento del patrimonio nacional: la destrucción de las barreras sociales, la consolidación de una igualdad social, la única característica positiva que nos ha acompañado después en las vicisitudes de nuestra historia republicana? Pero, después de la Guerra Federal, los latifundios de los conservadores fueron reemplazados por los latifundios de los liberales; los jefes que mandaban en nombre de un partido fueron reemplazados por los jefes que en los campos de batalla, en nombre de otro partido, adquirieron lo que consideraban un derecho pleno y absoluto a disfrutar de las ventajas del poder. Y toda la proclamación del liberalismo, que durante años había estado sacudiendo la conciencia nacional mediante la demagogia del viejo Guzmán, se convirtió en la autocracia, en la más larga autocracia que ha habido en Venezuela, con excepción de la de Juan Vicente Gómez.

El doctor y general Antonio Guzmán Blanco, hijo de la revolución, caudillo liberal de bandera amarilla, secretario del mariscal Falcón, artífice del triunfo federal, fue simplemente, y en eso paró el resultado de la revolución, el autócrata que asumió todos los poderes, el aristócrata que quiso aplicar en nuestra Caracas provinciana un remedo del segundo imperio, el jefe que estableció una administración personalista, llena de terribles defectos. A eso condujo la violencia. A eso condujo la guerra larga que vivimos en los años de la Revolución Federal: a una sucesión de caudillos y de guerras, de guerras y caudillos, cuya desaparición apenas se comenzó a entrever en lontananza cuando cerró los ojos, plácidamente, en su casa de Las Delicias, el último dictador, el último gran dictador, porque Pérez Jiménez fue su caricatura, que quiso remedarlo y fue destruido por el progreso mismo del país.

Aprendamos la historia

Nos trajo muchos sufrimientos la Guerra Federal. ¿Y es que, acaso, quienes la han estudiado, quienes conocen los antecedentes de la vida venezolana, aspiran a repetir en nuestra patria el mismo experimento? ¿Es que acaso los pueblos no aprenden, como aprenden los hombres? ¿Es que la experiencia de la historia no ha de servirnos de remedio y de guía? Yo tengo la profunda convicción de que el pueblo venezolano mucho ha aprendido y mucho sabe.

Cuando hablábamos ayer de los paralelismos con la Convención de Valencia y con la Revolución Federal, recordaba, además, que la situación ha cambiado considerablemente. En la Convención de Valencia estaba herméticamente cerrado, sin contacto con las masas populares, un grupo de hombres eminentes cuya palabra no alcanzaba a sacudir la conciencia de los venezolanos ignotos.

Venezuela tiene ahora partidos nuevos, organizaciones de masas que a través de la radio, de la prensa, de la televisión, de todos los medios de comunicación, llevan su voz hasta los más remotos lugares, ponen a funcionar la reflexión y pueden conmover las conciencias. Y no hay excusas, porque el pueblo tampoco es hoy aquel rebaño sometido a tiranía feudal, acabado de salir de la experiencia de la servidumbre, sino un conjunto humano evolucionado y consciente. El pueblo tiene angustias, tiene necesidades, está esperando y reclamando el que se satisfagan una serie de reclamos fundamentales que formula; pero es un pueblo integrado de lleno a la ciudadanía, en una democracia plenaria en que casi la mitad de la población ejerció su derecho de sufragio, es decir, casi la totalidad de los electores, porque la otra mitad está integrada por gente menor de dieciocho años.

Votos y no balas

Han cambiado las cosas. Pero la consigna que, después de tantos sufrimientos, se esgrimió y repitió por todos los venezolanos de todos los grupos políticos está vigente: «Votos y no balas», se dijo en 1958, que debían marcar el destino del país. No hay razón para que se sostenga ahora el que sean balas y no votos las que vengan a marcar el camino que nos corresponde trillar. Tenemos que mantener nuestra fe en el sufragio. Y cuando defendemos la democracia hueca, la que no tiene sensibilidad social, la del viejo Estado liberal, burgués del siglo pasado, que fue incapaz de resolver necesidades fundamentales, aun cuando abrió el camino para que el pueblo ejerciera sus derechos y los reclamara.

Estamos hablando de una democracia, sí, en que se garanticen los derechos políticos de cada ciudadano, pero una democracia social y económica también, en que se den al Estado poderes para reorganizar la economía, a fin de que el ingreso nacional favorezca a las grandes clases populares y se echen bases de justicia social para que a lo que menos tienen se les reconozca lo que les corresponde por imperativo superior y ético.

Los acontecimientos de la Universidad

Estas consideraciones me llevan necesariamente a referirme a los dolorosos acontecimientos que han sacudido la Universidad. También en la Universidad se combatió antes muy duro; también en la Universidad hubo violencia y sectarismo; también hubo incomprensión cerrada que pretendía imponer un solo ritmo, una sola marcha, una sola consigna. Ello no nos condujo a nada positivo. Y una de las lecciones que estamos obligados a darle a los jóvenes universitarios de hoy los que hemos transitado por distintas experiencias en búsqueda de una Venezuela mejor, es la de que el único camino seguro es el entendimiento y el respeto mutuo entre las corrientes ideológicas y políticas de la Universidad, y no la voluntad de imponer por la violencia (quienquiera que sea el que la esgrima) las consignas particulares de intereses de secta o de grupo. El camino, repito, del respeto, de la armonía y del entendimiento es el único que puede llevarnos a la consolidación de la libertad.

Se ha sacudido la Universidad. Hay un problema respecto del cual, por cierto, mi posición personal es la de no compartir el sistema de remediar problemas a través de acciones ejecutivas. Prefiero el de acudir al mecanismo de los tribunales. Creo que el hecho que motivó la detención de varios ciudadanos, entre ellos un profesor y un estudiante, es un hecho irregular y peligroso, que envuelve una incitación a la violencia, tanto más digna de reproche cuanto mayor responsabilidad incumbe a quienes ejercen en una forma u otra responsabilidad de dirección en la vida universitaria.

Pero mi posición personal, mi preferencia personal es por el camino jurídico. Creo que debemos acostumbrar a los venezolanos a observar en los tribunales la majestad suprema, dispuesta, a restablecer el derecho en las situaciones en que haya sido vulnerado. Pero, aun colocándome en esa posición, debo decir que no es a través de la violencia y de la utilización de la Universidad como recurso político como se puede servir mejor a la causa del pueblo; que no es lo mejor que se puede enseñar a las nuevas generaciones el lanzarlas a violentar todos los cauces, a sobrepasar todos los límites, a ejercer a través de consignas que no son saludables el sagrado derecho de expresar su pensamiento y su opinión.

Ha habido un recrudecimiento sectario en la Universidad, a todas luces detestable. Esta mañana yo leía, por cierto, en un mural sostenido por una organización política, una frase gratuita respecto a mi persona, a la que ni siquiera se habían acercado a pedir opinión sobre el hecho que ha motivado los últimos acontecimientos universitarios. Decían allí: «Rafael Caldera fue cómplice pasivo de la Dictadura durante diez años en la Universidad». Es una lástima que hablen así muchachos que no se toman siquiera el trabajo de informarse con dirigentes suyos que saben perfectamente cuál fue la posición y la actitud que para satisfacción nuestra sostuvimos durante la Dictadura en las aulas de la Universidad. No queremos hablar mucho de ello, porque son temas personales; pero a los que pusieron ese lema les aconsejaríamos preguntarle a sus compañeros de partido o de grupo que formaron parte de la promoción que en el año de 1956 me hizo la honra inolvidable de honrar mi nombre como lema de su graduación; que le pregunten a los muchachos del Partido Comunista o de la ubicación política que corresponda al Movimiento de Izquierda Revolucionaria qué dijeron sus propios oradores en el momento de resolver, contra la voluntad de las autoridades universitarias, que con el nombre de Rafael Caldera se bautizara la promoción de abogados de 1956. A ese juicio yo me remito. Y que le pregunten a los estudiantes cuántas veces fui a la Seguridad Nacional, no a buscar connivencias ni ventajas, sino en calidad de detenido político; que le pregunten a los estudiantes cuál fue mi posición y mi actitud y cómo muchas veces sabían de mi llegada a la Universidad por el ruido de las máquinas de la policía política que me seguía incesantemente a todas partes.

Defender los principios

Yo puedo decir que el pueblo de Venezuela sabe quién es cada uno en este país, y que es vano empeño tratar de olvidar, o de hacer olvidar, o confundir. Pero puedo decir, además, otra cosa: fui enemigo de Pérez Jiménez porque yo lo quise, o mejor dicho, porque mi conciencia me lo impuso. Mi partido combatió la dictadura por defender principios. Pérez Jiménez trató de atraernos. Laureano Vallenilla Lanz, cuando me citaba a su despacho, antes de enviarme a la Seguridad Nacional, me preguntaba por qué éramos enemigos del gobierno, y aseveraba que el gobierno no tenía interés en atacarnos a nosotros. Y yo le contesté, de acuerdo con las circunstancias claras, ineludibles de nuestra posición, que era una posición de principios. Éramos enemigos de aquel sistema por el sistema mismo, y no se nos podía comprar con halagos o con la promesa de no perseguirnos.

Yo admiro mucho la lucha que todos los sectores políticos, aun los más contrarios ideológicamente a la posición que sostengo, mantuvieron en el combate contra la Dictadura; pero puedo decir que el mérito de los copeyanos tiene una característica especial: no es que fuimos enemigos del gobierno porque se nos persiguió; se nos persiguió porque fuimos enemigos del gobierno. Tomamos una trinchera por defender principios. Y son principios que yo vengo ahora a reclamarle a la juventud de mi país. Que si defienden la autonomía universitaria no lo hagan sólo aquí, en Venezuela, porque en este momento son oposición, para aplaudir el cercenamiento de la autonomía universitaria en Cuba, porque allá hay un gobierno con el cual simpatizan. Que si defienden la libertad de prensa aquí, defiendan la misma libertad en otros pueblos, sin reparar que el gobierno que la mancilla es comunista o fascista. Que si defienden principios para protestar por la detención de un ciudadano o por el irrespeto hecho a un Diputado, se piense que esos principios se deben mantener para respetar a los demás. No que se proclame el desconocimiento de las leyes cuando las leyes estorban a sus fines y se invoque el sacrosanto respeto de las leyes sólo cuando el irrespeto los afecta.

Es necesario que los venezolanos meditemos; que quienes de buena fe estén pensando en la idea de la insurrección la abandonen, confrontándola con la experiencia y con la historia y con la conveniencia del país; y que quienes de mala fe la están propagando encuentren un frente democrático de todos los venezolanos de buena voluntad, dispuestos a cumplir el deber de esta generación: que no fue solamente el de rescatar de manos del tirano el gobierno del país para establecer un sistema de libertades, sino el de defender esas libertades contra cualquiera que quiera mancillarlas, sea de derecha o de izquierda, llámese fascista o comunista, o como quiera llamarse; defender el patrimonio de las libertades, no porque el pueblo vaya a comer sólo de libertad, sino porque el pueblo sabe que quienes le ofrecen comida a cambio de la libertad lo que quieren quitarle es la libertad para negarle después el pan. Que la libertad es el camino para conquistar su bienestar. Que la libertad personal y social es la vía fundamental para lograr las grandes reivindicaciones populares.

Buenas noches.