El reajuste de la coalición

Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitida el jueves 15 de septiembre de 1960, las 10 pm, por Radio Caracas Televisión y publicada el domingo 18 en el diario La Esfera.

La coalición va a sobrevivir de la presente crisis. Esta es la impresión unánime y es consecuencia lógica de los puntos de vista expresados. El país la necesita, el Presidente la quiere y los partidos están de acuerdo en que es necesario mantenerla; por tanto, el reajuste es lo que ha de estudiarse. Lo esencial es que el sistema de coalición tripartita, iniciado el 13 de febrero de 1959, va a continuar rigiendo en Venezuela.

Un reajuste de fondo

Existe, sin embargo, la sensación de que el reajuste debe ser de fondo. No se trata propiamente de una cuestión de integración. Se trata, más bien, de una cuestión de funcionamiento. Lo que el país quiere es que la coalición funcione. Lo que el país quiere es tener la sensación de que el acoplamiento de las tres grandes fuerzas políticas que integran el equipo de gobierno conduce a resultados positivos. Y este es un hecho claro y meridiano que los dirigentes políticos tenemos que ver y aceptar, no sólo en el terreno de la teoría, sino en el campo de la práctica. Debemos hacer que el ensayo que se está realizando en Venezuela y que compromete la responsabilidad de nuestras fuerzas sea eficiente.

Naturalmente, para que la coalición funcione tiene que tener una línea. Esto es indiscutible. Y aunque parece una afirmación de Perogrullo, sin embargo, el país se resiente a veces de que no ve esa línea. ¿De dónde debe salir la línea de gobierno para guiar el funcionamiento de la coalición?

Hay, en primer lugar, una fuente original –podemos llamarla así – : el programa común. No hay cosa más lamentable para la experiencia democrática venezolana actual, ni más peligrosa, por sus consecuencias, que el Pacto llamado de Puntofijo, el cual fue un compromiso común de gobernar según determinada línea, sea considerado, como lo es por gran parte de la opinión pública, como una distribución de posiciones dentro del equipo burocrático. No se pensó en ningún momento, cuando se suscribió el Pacto del 31 de octubre de 1958, cuando se presentó ante la Nación el Programa Común de Gobierno, el 6 de diciembre –es decir, la víspera de la jornada electoral–, en que aquello significa la fijación de porciones alícuotas para repartirse la cosa pública. Esa no fue en ningún momento la idea de Puntofijo. Y si tenemos culpa de que se haya interpretado así, debemos señalar también que esa interpretación en muchos casos no ha sido normal ni benévola. Ha habido mala intención, por circunstancias de todos conocidas; por la misma exclusión de determinada fuerza política que no participó en el Pacto de Puntofijo –aun cuando tampoco se la dejó afuera inevitablemente, porque en el Pacto se había dejado la posibilidad de que adhiriera los principios básicos que la inspiraban, aunque, naturalmente, esto no era fácil, porque un programa común, para un partido demasiado rígido en su concepción doctrinaria, es siempre difícil de aceptar.

Esa exclusión de una de las cuatro fuerzas políticas mayores representadas en el proceso electoral produjo desde el primer momento la intención de desacreditar aquel entendimiento; y la organización del equipo burocrático dio ocasión para que se sostuviera que Puntofijo era el reparto de los cargos públicos entre los miembros de los partidos políticos firmantes. No es eso. Puntofijo fue, básicamente, el compromiso de gobernar de acuerdo, según un programa común. Y ese programa está allí. Y es la base que debe orientar a la línea política de la coalición. La interpretación de ese programa es función del acuerdo entre los mismos partidos políticos y entre quienes los representan en el equipo de gobierno, y en última instancia, de la dirección personal del Presidente de la República.

Las atribuciones del Presidente

Debo decir con entera diafanidad que hasta ahora la dirección del Presidente de la República en la línea política no ha sido discutida sustancialmente. En este gobierno de coalición están representados los partidos, pero gobierna el presidente Betancourt. Los partidos están participando en el Gobierno, contribuyen a llevar a realidad el compromiso que se realizó entre las fuerzas políticas, pero este es un gobierno presidencial, en que el Presidente de la República tiene las funciones que le da la Constitución y la misma estructura política del país. Y eso se puede ver en infinidad de aspectos. Por ejemplo, hay una serie de designaciones presidenciales que son enteramente suyas: los ministros independientes del Gabinete los designó el Presidente sin que mediara una discusión con los partidos políticos; se discutieron los candidatos de los partidos en el Gabinete, cada partido discutió los suyos, pero los ministros independientes los ha designado el Presidente sin previa consulta a los partidos. Lo mismo sucede con casi todos los presidentes o directores de Institutos Autónomos, que representan algo muy importante en la vida del país: los jefes de Coordinación y Planificación, Banco Obrero, Banco Agrícola y Pecuario, Instituto Agrario Nacional, son designaciones presidenciales que reflejan  en gran parte la política del Presidente, y en esta materia los partidos coaligados no hemos intervenido.

La política militar es otro ejemplo: el Presidente de la República, según la Constitución, es el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. La designación de funcionarios militares  en el equipo de las Fuerzas Armadas de Tierra, Mar y Aire y Cooperación, ha sido hasta ahora, plenamente, una facultad indiscutible del Presidente de la República. Ninguno de esos nombramientos se ha consultado ni se ha discutido con las fuerzas políticas; ni las medidas de pasar militares a la disponibilidad o de encargarlos de determinadas responsabilidades han sido compartidas por el Presidente de la República con las organizaciones políticas que integran la coalición, ni a nadie se le ha ocurrido negarle al Presidente la facultad constitucional que en esta materia le corresponde.

Es lo mismo que la función del orden público: los partidos han opinado más o menos en determinados aspectos de este ramo; pero las medidas adoptadas –medidas de alta policía, detenciones ejecutivas, régimen de esas detenciones, listas de personas incluidas o no en determinadas modalidades– han sido en algún momento o por alguna circunstancia revisadas por comisiones, por ejemplo, del Congreso, pero, fundamentalmente, son materia que ha correspondido y corresponde al Presidente y en lo que los partidos no han pretendido que se les debe consultar previamente cada vez que se va a detener a alguien porque haya motivos para esa detención. Se presume que la responsabilidad que recae sobre el Presidente de la República y que comparte con él el Ministro de Relaciones Interiores hace el que estas medidas no se puedan adoptar sin suficiente fundamento.

Pero hay, pues, todo un radio fundamental de gobierno en que el Jefe de Estado viene a ser en definitiva quien fija la línea del Gobierno, por la circunstancia, clara y sencilla, de que fue a él a quien eligió el pueblo en las elecciones del 7 de diciembre de 1958 para ejercer la Presidencia de la República. Y si mantenemos las instituciones, tenemos que reconocer el derecho que le incumbe de ejercer, con las limitaciones a que me he referido, la función de dirigir ese gobierno hasta el fin de su período.

El derecho a disentir

Se ha planteado, en la discusión surgida recientemente entre URD y Acción Democrática, la cuestión del derecho a disentir. Hay el peligro de que el apego a determinadas palabras cree una especie de obstáculo insalvable en el planteamiento de las dos posiciones: la que sostiene el derecho a disentir por cualquiera de los partidos de la coalición, planteada por URD, y la que niega ese derecho a disentir, por parte de voceros autorizados del partido Acción Democrática. A mí me da la impresión de que en esta materia hay de por medio un asunto de interpretación que ventilar. El derecho a disentir es innegable dentro de la vida democrática. La Ley de Ministerios establece que cuando el Consejo de Ministros apruebe una medida y algún Ministro disienta, tiene el derecho de dejar constancia, en el Acta, de su disentimiento. Si este es un derecho legal que a cualquier ministro –aún del mismo partido del Presidente, o independiente– le asiste, perfectamente tiene que admitirse la posibilidad de que cualquiera de los partidos que integran la coalición de gobierno no esté de acuerdo con alguna de las medidas que se adopten.

El problema es de medida y de actitud: de hasta dónde puede llegar el disentimiento, hasta dónde el disentimiento es compatible con el mantenimiento de la coalición –que supone compartir responsabilidades– y de la actitud que se adopte cuando se disiente. Porque si el disentimiento es sistemático, constante, sobre todas las cuestiones fundamentales del Gobierno, la coalición es imposible. Se supone que el disentimiento tiene un margen relativo; que se coincide en lo fundamental, que se comparten las responsabilidades básicas, y no se puede estar rompiendo la coalición a cada paso porque surja alguna discrepancia de mayor o menor cuantía, pero siempre en proporción que no alcance a comprometer la existencia del gobierno.

Pero, por otra parte, es una cuestión de actitud. Y esto es lo que nosotros consideramos más importante. Entendemos que cuando se disiente de una medida del Gobierno, el disentimiento puede mantenerse y expresarse; pero, desde luego, se supone que lógicamente su expresión no puede ser en forma tal que implique menosprecio o vejamen para los otros aliados con los cuales se está en coalición. Allí está básicamente el problema. Yo puedo no estar de acuerdo con una medida del Gobierno; ahora, en hasta dónde llegue el desacuerdo y, sobre todo, en cuál es la actitud que me corresponde en caso de discrepancia, está el problema fundamental. Porque, no en la dirección de los grandes partidos pero sí en elementos que hablan en nombre de esos partidos, se expresa, a veces, el disentimiento, en términos que son vejatorios para los gobernantes, o los otros partidos con los cuales se está en coalición. Y eso sí resulta inaceptable e inconveniente para la marcha del país. Yo puedo, repito, no estar de acuerdo con una decisión del Presidente. Eso no me autorizaría para considerar que el Presidente es un traidor, un criminal o un vendido al imperialismo. Si yo lo considerara así, no sería decorosa mi participación en el Gobierno. Y en este sentido creo más que el fondo mismo de las cosas es el lenguaje usado desde determinados sectores (pese a la actitud patriótica y comprensiva de los jefes de las fuerzas políticas) el que en determinados momentos ha agriado en modo tal los ánimos que ha puesto en peligro la subsistencia misma de la Unidad.

Nosotros entendemos que no por haber ido a una coalición hemos renunciado a nuestro derecho a disentir con aquellas determinaciones con las que no estemos de acuerdo, bien porque no se nos consultó o porque dimos una opinión adversa. Ahora, consideramos que la coalición supone acuerdo en la mayor parte de las cosas y que el disentimiento tiene que ser en proporción minoritaria, porque si no, no se entendería el que la coalición se mantuviera; y, sobre todo, reclamamos la consideración y el mantenimiento que se debe a las otras fuerzas de la coalición.

El acuerdo entre los Partidos

Esto, desde luego, envuelve cuestiones de importancia. La interpretación y fijación de ciertos aspectos del programa común debe surgir de la discusión y deliberación entre los partidos. Hay algunas materias que no podría decidirlas por sí solo el Presidente de la República sin previa consulta de las fuerzas políticas que integran la coalición. El problema de las relaciones con la Unión Soviética, es, por ejemplo, de tanta trascendencia, tan delicado en sus implicaciones, no solamente respecto del país en sí, sino también de las naciones hermanas, especialmente de las más cercanas a nosotros, v.g. Colombia, que cualquier determinación que se vaya a adoptar supone un estudio frío, patriótico, sereno y analítico, pero una deliberación previa antes de tomar una actitud. En esa decisión, desde luego, son los intereses del país los que tienen que prevalecer por encima de todo. Es posible que haya puntos de vista encontrados y que sea difícil reconciliarlos o armonizarlos en determinado sentido; pero en cuestiones como esas hay que determinar la porción común por el entendimiento deliberativo de las fuerzas políticas.

La actitud ante el capital extranjero es materia difícil también y delicada. Desde luego, ante este como ante otros problemas, sería más fácil la posición extrema. Es más fácil decir que todo capitalista extranjero es un simple tentáculo de fuerzas imperialistas que quieren asfixiar y ahogar la economía nacional, o tomar la otra actitud extrema, para la cual todo capital extranjero, en las condiciones en que venga, es un beneficio para el país. Pero, sobre esto se ha pensado y meditado mucho, y la realidad nacional es la gran consejera a la luz de la historia y de la experiencia de otros pueblos. Mantenemos la idea de que el capital extranjero es necesario para realizar nuestro desarrollo económico, sin el cual iríamos a una catástrofe. Este país crece vertiginosamente. Su presión demográfica es la mayor de América Latina, y eso que la media de América Latina, inferior a la media nacional de Venezuela, es la más alta del mundo. Están creciendo en forma impresionante nuestros recursos humanos: el 3,1% en relación al 2,6% de Colombia, que es un país de gran vitalidad demográfica; esto revela que nacen continuamente numerosos venezolanos a los que tenemos que atender. Necesitamos del capital extranjero. Ahora, necesitamos del capital extranjero con determinadas condiciones, a base de normas que dictamos nosotros, de modo que la soberanía nacional no se comprometa y que ese capital venga efectivamente a desarrollar nuestras fuerzas económicas y no a obtener ganancias exorbitantes y transitorias y a dejarnos en la estacada en los momentos de dificultades. Para concretar esas condiciones es necesario un entendimiento entre las fuerzas políticas de la coalición para llegar a una conclusión positiva.

Actitud común ante la oposición

El entendimiento que debe haber entre las fuerzas coaligadas supone también una actitud común frente a las fuerzas de oposición. Esta ha sido una de las cuestiones más difíciles. El día que se escriba la historia interna de la coalición de gobierno que arrancó en enero de 1958 (de lo que la prensa comunista ha llamado el pacto de Nueva York por la circunstancia de habernos encontrado en Nueva York Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba y yo y de haberse iniciado allí las conversaciones sobre la organización de Venezuela), tendrá que decirse que una de las cuestiones que ha suscitado más dificultades es la posición frente al Partido Comunista. Nosotros estamos perfectamente definidos frente a esa cuestión, por una razón de programa, por una razón de doctrina. Hemos asumido, eso sí, con entera responsabilidad y a sabiendas de que nos íbamos a echar encima la vociferación de sectores que no entienden el interés nacional sino que quieren dar desahogo a sus pasiones, una posición no «macarthysta»: anti-comunistas como somos, admitimos el reconocimiento del Partido Comunista, su existencia legal y su derecho a expresarse dentro de los moldes constitucionales y legales; pero sostenemos su indispensable separación de la coalición de gobierno. Acordes en esta cuestión, las diversas fuerzas políticas no tomaron siempre posiciones coincidentes frente al Partido Comunista; y en más de una ocasión se dejaron de dar documentos fundamentales para la vida del país, se dejaron de fijar posiciones de gran importancia porque, ya acordados los aspectos fundamentales, el deseo de algunos de no lastimar susceptibilidades en algún momento irritadas o especialmente sensibles del Partido Comunista, vinieron a traer como consecuencia el que se nos negara la firma o la presentación de alguna declaración común. A este respecto, pues, no ha habido una posición homogénea en todas las fuerzas de la coalición; pero nosotros, que hemos sido lo suficientemente comprensivos para no exigirle a los demás que tomen, frente a una cuestión que para nosotros es vital y esencial, la misma actitud que nosotros, reclamamos un deslinde claro de las zonas que integran la coalición del Gobierno y de las zonas que representan la oposición, piloteada por el Partido Comunista. La oposición tiene derecho a existir y a hablar, pero no debe confundirse con ninguna de las fuerzas que actúan en el gobierno.

Balance de la crisis

Pensamos, pues, que de esta crisis de la coalición, uno de los resultados claros que debe salir es la existencia de un compacto coaligado que realice la función de gobierno y que debe estar plena y netamente, diferenciado de las fuerzas que ejercen su derecho a disentir a través de los mecanismos de oposición.

Lo que principalmente se exige en este momento nacional es, por parte de la coalición, una actitud clara y una actitud –repitamos la palabra, porque nos parece esencial– eficaz. Clara, por una parte. No se entiende el que compartamos responsabilidades en escala nacional mientras se agudizan fricciones regionales o se actúe en algunos campos especializados, como en el de los sindicatos de obreros, las organizaciones campesinas, las asociaciones magisteriales, en una forma que no corresponde al compromiso celebrado por las fuerzas políticas para salvar esta etapa de la vida nacional. Pero, especialmente, Venezuela reclama algo que está en la conciencia y en la boca de todos los venezolanos: el que la coalición haga lo que debe hacer. Si hay algún problema, que se discuta, que se estudie; pero que se llegue a una solución, y que cuando se llegue a la solución, que se ejecute. Es esto lo que está sintiendo y reclamando el país: que en los cargos de mayor injerencia en la vida administrativa no predomine un criterio político; que se busque gente capaz de hacer; de hacer obra, que el país necesita.

Dentro de la crisis económica –en la cual nosotros hemos hecho planteamientos categóricos que no han sido suficientemente analizados ni respondidos por las otras fuerzas políticas– lo que más se siente es la necesidad de un impulso hacia adelante. Las fuerzas económicas, desorientadas, desalentadas, encerradas en una encrucijada, se ponen automáticamente a ganar el terreno perdido cuando ven que la administración pública marcha hacia adelante.

Se habla de avenidas, de proyectos, de empresas y de iniciativas. Hay buena voluntad para ello, pero teneos que hacer el esfuerzo de que esas cosas se realicen; de que la gente vea la ejecución de un programa y se contagien para poder recuperar el desarrollo de la economía.

La economía venezolana está pasando tropiezos que no son solamente suyos. En otros países se experimentan situaciones similares. Pero aquí hay menos razón para que la crisis se sienta. Hay recursos propios que nos dan margen suficiente para vencer los obstáculos. Lo que quiere Venezuela es que la coalición actúe, es que la coalición haga. No es que la coalición se rompa. Eso lo quieren algunos por una razón o por la otra, porque pretenden determinados fines o buscan determinados objetivos. No es ese el deseo general. El país no quiere que la coalición se rompa; pero quiere que la coalición sirva, que la coalición cumpla un servicio para bien de todos.

Buenas noches.