A los veinticinco años del 14 de febrero
Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitida el jueves 16 de febrero de 1961, a las 10 pm, por Radio Caracas Televisión y publicada el domingo 19 en el diario La Esfera.
Con motivo de cumplirse veinticinco años de las jornadas del 14 de febrero de 1936, se han hecho comentarios y conjeturas de importancia y algunas veces de intención. Se trata de un aniversario propenso para reflexiones: son veinticinco años que se están cumpliendo de intensa lucha y de profunda transformación en la vida de Venezuela. La primera fecha abridora de este ciclo de veinticinco años fue el 17 de diciembre de 1960, en que se cumplieron cinco lustros que habían transcurrido desde la muerte del general Gómez.
Diciembre y enero de 1935-1936
Para quienes a fines del año 35 o a principios del año 36 entrábamos en nuestros veinte años de edad, nacidos en plena Dictadura, con doce años de edad en 1928, suficiente apenas para darnos cuenta de las primeras jornadas revolucionarias, aquella experiencia del 36 fue, realmente, inolvidable. Y quienes no vivieron esos años tienen el derecho de recabar de los que actuamos de una forma u otra, el testimonio de la experiencia para recogerla en un caudal de afirmación y en vigoroso impulso.
Yo recuerdo, por ejemplo, cómo me encontraba entre la gente que desde la Plaza Bolívar vivió angustiosamente los momentos finales de la existencia de Eustoquio Gómez. Es difícil borrar de la memoria la entrada de una comisión de la Federación de Estudiantes y el aviso que hicieron, desde el balcón, al pueblo amotinado, de quien se consideraba la mayor amenaza a las posibilidades de recuperación democrática había dejado de existir. Recuerdo, también, cómo el pedestal de la estatua del Libertador, en la Plaza Bolívar, surtía un poco el efecto de aquellos sitios como Hyde Park o Columbus Circle, donde oradores improvisados se subían a decir sus expresiones a grupos de gente que constantemente pasan por allí.
No puedo olvidar cómo un 6 de enero de 1936, ante la realización persistente de motines de cierta inquietud, en el mismo escenario de siempre (que no era entonces la Plaza de El Silencio sino la vieja Plaza Mayor, presidida por el Monumento al héroe) llegara, con un corneta a su lado, un oficial joven para proclamar, desde el pedestal al toque del clarín, que el presidente López Contreras rogaba cesaran aquellas manifestaciones tumultuosas para no verse obligado a suspender las garantías constitucionales, y prometía que la vida política del país iba a consumar la transformación que ya se había iniciado. No dejó de ser pintoresco e ilustrativo el episodio. Alguien en el público preguntó el nombre del joven oficial que llegaba. Otro dijo que era el para entonces teniente o capitán Ruperto Velasco y comenzaron a vivarlo. Lo levantaron en hombros, y en hombros lo llevaron hasta Miraflores; pero, después, los mismos regresaron a la Plaza a seguir el tumulto, a continuar lo que el Ministro Diógenes Escalante llamaba después, «carnaval democrático».
Pero, en medio de todas aquellas cosas extrañas, de aquellos acontecimientos pintorescos (estallidos momentáneos y comprensibles de conflictos de todas las especies, desahogos en la vida de un pueblo que había estado durante veintisiete años sometido a la más férrea y hermética censura) se sentía la voluntad nacional plasmándose en una jornada de unidad de la que el instrumento más vivo y poderoso era el pueblo, el pueblo, siempre con fe en la conquista de su destino democrático; el pueblo, a quien los veintisiete años no lo habían humillado; el pueblo, que vibraba a las consignas de libertad y de justicia, proscritas durante tanto tiempo.
El 14 de febrero y la Unidad
El 14 de febrero de 1936 fue una jornada plenamente unitaria. Tan unitaria, que bastaría recordar su comienzo por un artículo de Hernani Portocarrero publicado en «La Esfera». El artículo de Portocarrero que dio motivo al incidente de la renuncia de la Junta de Censura (ya para ese momento establecida, porque las garantías estaban suspendidas desde un mes atrás) aparecía en el diario que dentro de muy pocos meses iba a ser combatiente implacable de la tendencia política que dicho escritor representaba. En aquel momento extraordinario, la conjunción se hizo en tal forma que, desde la vieja Universidad, es decir, desde la esquina de San Francisco, cruzando por la esquina de Santa Capilla hasta Miraflores, y yendo después una parte de los manifestantes hasta el Panteón, fue una representación de todos los grupos y sectores sociales, de todas las corrientes, de todas las tendencias, de todas las ideologías.
La manifestación la presidía el Rector de la Universidad, el viejo maestro doctor Francisco Antonio Rísquez. Iba a su lado el presidente de la Federación de Estudiantes, Jóvito Villalba, y con ellos los presidentes de los Colegios profesionales que para entonces existían y los dirigentes de grupos obreros; detrás de ellos, la inmensa muchedumbre. Quienes formábamos filas como simple unidad en el seno de la Federación de Estudiantes íbamos con un brazalete improvisado en el brazo izquierdo, formando un cordón cívico para acompañar la manifestación y guiarla hasta el Palacio de Miraflores, que era su destino. Fue una expresión de la voluntad nacional, tanto más meritoria en su carácter cívico cuanto que el mismo día en horas de la mañana, desde la esquina de la Gobernación, una descarga de fusilería había tendido por tierra hombres del pueblo, que manifestaban contra el edificio recién estrenado.
La manifestación se realizó dentro del orden más perfecto, El presidente López Contreras recibió en su casa de habitación, que quedaba en la misma esquina de Miraflores (en un lugar donde ya no hay construcción ninguna) a la directiva que encabezaba aquella muchedumbre. Les hizo promesas y los manifestantes siguieron a la Plaza del Panteón donde se disolvieron.
En la tarde del 14 de febrero fue nombrado Gobernador del Distrito Federal el general Mibelli, quien apenas a la muerte de Gómez había salido de una larguísima temporada en La Rotunda y quien tenía muy buena amistad con los dirigentes universitarios de entonces. Mibelli puso a las órdenes de los estudiantes todos los automóviles de alquiler que había en Caracas. En uno de esos taxis, y acompañado por otros estudiantes, me tocó recorrer los alrededores de la ciudad, tratando de impedir en lo posible que se extendieran los saqueos, los cuales habían comenzado, justamente, en los mismos momentos en que la manifestación terminaba en el Panteón. Se dijo después que habían respondido a consignas previamente elaboradas. Yo puedo decir que en más de un sitio, al pedir al pueblo, en nombre del estudiantado, una actitud serena y señalar que los saqueos no eran un arma verdadera de conquista de las libertades, obtuvimos un éxito precario, porque a la momentánea paralización de actividades que lográbamos en uno u otro sitio, sucedían después nuevas acometidas. Así anduvimos hasta avanzadas horas de la madrugada en que terminó la jornada del 14.
El saldo positivo de la acción del 14 de febrero, en que con sangre y corazón del pueblo de Caracas se libró una gran batalla cívica, fue la eliminación de los más connotados personeros del gomecismo y la orientación del nuevo régimen hacia un destino más definidamente democrático.
En algunos comentarios que he visto aparece como si el 14 de febrero se hubiera librado una batalla entre sectores de opinión organizada. No es cierto. Fue una jornada realmente unitaria, totalmente unitaria. Tan unitaria casi (no sé si al decir «casi» estoy incurriendo en una impropiedad) como la jornada del 23 de enero de 1958. Prácticamente, toda la población de Caracas estuvo en la calle. Y un gesto igualmente unánime y solidario se realizó en toda la extensión de Venezuela. Ocho días más tarde –el 22 de febrero– el general López Contreras leía su tan comentado «Programa de Febrero», largo, parcialmente incumplido, pero que representaba por primera vez para mi generación el hecho de que el Presidente se sintiera obligado a informarle al pueblo sus propósitos y planes de gobierno.
Como un resultado concreto de aquel programa, siete días después, el 29 de febrero (era año bisiesto), se decretaba la creación de la Oficina Nacional del Trabajo. Esta Oficina, con apenas unos siete empleados, unos cinco más en la Inspectoría del Trabajo (que, si mal no recuerdo, tenía jurisdicción en el Distrito Federal y en los Estados Miranda, Aragua, Carabobo y Yaracuy) atendió numerosos conflictos, logró la formalización de los primeros convenios colectivos de trabajo que en Venezuela se suscribieron, y presentó el 26 de abril –antes de dos meses de haber sido creada– el Proyecto de Ley del Trabajo, que se convirtió en Ley el 16 de julio y que, todavía después de veinticinco años, con las solas reformas parciales de 1945 y 1947, rige las relaciones laborales en nuestro país.
Una falsa interpretación
Hay cierto prurito en presentar como si, en un gran conflicto de dos corrientes de opinión que habrían hecho explosión el 14 de febrero, fuera la falta de mayor acometividad, de más radicalismo, de una virulencia más fuerte, lo que explicaría el que no se impusieran en aquel momento consignas que volvieron a plantearse después.
Es necesario recordar, para quienes no vivieron esos días, que el 14 de febrero tuvo resultados sólidos y claros. El equilibrio se mantuvo. López Contreras aceptó de hecho la manifestación, que presentaba frente a él un gran consenso nacional, encabezado simbólicamente por la figura venerada del viejo Rísquez, y abrió cauce, apoyándose en la voluntad y en el respaldo del pueblo y de sus dirigentes, a la superación definitiva de los antecedentes gomecistas, de donde provenía su gobierno. Pero la vida política continuó activamente y las controversias se agudizaron más tarde. Fue la huelga de junio de 1936 el primer gran acto conflictivo. Y aquella célebre Liga de Defensa Nacional (que poco podía vivir, porque no tenía homogeneidad de conciencia, ya que quienes la dirigían la pretendían encaminar por una senda que no correspondía al momento y no era compartida por los grupos ideológicos que participaron en ella) no apareció en el escenario nacional sino en septiembre del mismo año de 1936. Y cuando algunos vinculan los lamentables incidentes en que halló la muerte Eutimio Rivas, en los corredores de la universidad, con la rememoración del 14 de febrero de 1936, cometen un importante error cronológico. La muerte de Eutimio Rivas ocurrió en febrero, sí, pero de 1937, un año más tarde. Fueron los acontecimientos que inmediatamente precedieron a la huelga general de junio de 1936 y que culminaron en los hechos de febrero del 37 –de los que se puede señalar como símbolo trágico la desaparición de Eutimio Rivas– los que comprometieron y quizás retardaron un proceso de evolución que de otra manera habría podido ser más rápido, más sólido y más eficaz.
Revisión y Renovación
Los participantes de aquella jornada, después de veinticinco años han formado puntos de vista y observaciones al respecto. Empezaba la democracia a vivir, y como era natural sin un rumbo preciso, sin una organización determinada. Venezuela no conocía a sus hombres representativos. Las figuras que habían sonado en nuestros oídos (en los oídos de quienes nacimos mucho tiempo después de instalada la autocracia del general Gómez) eran hombres viejos que no respondían al sentimiento nacional.
Regresaron los viejos caudillos: los caudillos de los tiempos del Mocho, los caudillos del tiempo de Crespo, los que habían combatido a Castro en la Libertadora, los que habían estado con Gómez en sus primeros años de gobierno y habían sido liquidados por él en su camino hacia la más férrea hegemonía personal. Estos hombres traían méritos, sufrimientos, algunos de ellos murieron en la más ejemplarizadora pobreza, pero ya no correspondían a la realidad de un país nuevo que estaba buscando su nuevo estilo. Al pueblo lo ilusionaba un mote: los estudiantes. Las jornadas del 28 estaban vivas todavía en su recuerdo, y la boina azul, como símbolo de unidad, de rebeldía y de ideal, hacía vibrar aún su ánimo.
Cuando las nuevas corrientes políticas se fueron planteando, cuando las controversias ideológicas surgieron, cuando la exaltación de aquellos días hizo eclosión, la desorientación colectiva fue grande. Y evidentemente, no se podía pedir otra cosa. Aun cuando de haber fijado objetivos claros y precisos, de haber logrado un compromiso positivo entre las diversas corrientes actuantes, quizás (aunque la historia no permite hacer conjeturas ni formular hipótesis) los asuntos se habrían llevado en otra forma a como después se desarrollaron.
25 años de Revolución
En medio de aquel tumultuoso y difícil momento, se realizaron grandes cambios en la vida de Venezuela. Una Constitución híbrida, que conservaba mucho de la arquitectura anterior, abría, sin embargo, nuevas rutas que para nuestra generación eran completamente inusitadas: el principio de la no reelección del Presidente; la limitación del período constitucional para el que aquél había sido electo de siete a cinco años; la liquidación de la mitad de las Cámaras Legislativas mediante una renovación parcial, sugerida como fórmula de transacción por el eminente jurista, internacionalista y político, doctor Esteban Gil Borges, pero sobre todo, la implantación de nuevas normas en la vida jurídica y social del país, fueron el resultado positivo de aquella época, de aquel año, de aquella jornada.
Quizás sin el 14 de febrero, la Oficina del Trabajo y la Ley del Trabajo se habrían creado, pero fue el gran empuje revolucionario y cívico que el pueblo venezolano y sus dirigentes cumplieron en aquella jornada, su mayor apoyo y estímulo, no solamente porque el organismo que se iba a crear iba a tener así un asidero específico en la realidad del sentimiento nacional, sino también porque el Proyecto de Ley del Trabajo iba a encontrar en las Cámaras Legislativas, con todo y su origen (por haber prevalecido la tesis de la continuidad del hilo constitucional), algo que tenía que aprobarse y al cual –debo decirlo con toda honradez– no sólo se le mantuvieron sus conquistas básicas sino que se le añadieron e incorporaron otras nuevas en el propio proceso de tramitación parlamentario.
Después en Venezuela pasaron muchas cosas. Desde el punto de vista político hemos vivido retrocesos y adelantos. La Revolución Venezolana, ese proceso que lleva veinticinco años de dinámica transformación, dentro de los cuales se ha multiplicado por dos la población pero se han multiplicado por siete, por diez y por quince los servicios públicos esenciales, ese período dentro del cual ha cambiado la mentalidad de los venezolanos y su vocación al porvenir, ha visto muchos cambios variables; pero la Ley del Trabajo ha sido algo que no se le ha podido arrancar a los hombres de la ciudad y del campo.
El 36 se abrió un camino distinto. Se dijeron palabras que en los oídos de los acostumbrados a escuchar letanías anacrónicas, dictadas por el mando autocrático sonaban a cosas absurdas. Pero lo cierto es que el impulso renovador pudo prevalecer sobre los ímpetus del regresionismo. Los retrocesos no pudieron prevalecer. Y en medio de las situaciones que después se vivieron, Venezuela encontró un camino, señalado un rumbo desde los primeros meses de 1936.
Yo no sé qué beneficio pudiera traer para el país el aprovechar el recuerdo de aquellos tiempos para fomentar odios estériles, para revivir extremismos, para sacar analogías inexactas, no con el objeto de remediar males sino con el prurito de precipitar contiendas y crear dificultades. A mí me parece que la gente responsable que vivió aquellos días podría dar, como lo he escuchado en innumerables conversaciones privadas, el mejor testimonio de apreciación de aquel entonces. Nada podría ser más útil que la experiencia de lo que ocurrió hace veinticinco años, de lo que se logró y de lo que se hubiera podido lograr si el sectarismo, el radicalismo, la ceguera que estaban de moda en el mundo, no hubieran dirigido los impulsos hacia cauces que no estaban abiertos ni era posible abrir todavía en la idiosincrasia nacional, y se hubiera canalizado constructivamente la grande y múltiple inquietud común.
Sean estos veinticinco años ocasión propicia para que en la memoria de nuestro pueblo sembremos esta idea: los que actuaron intensamente aquel entonces desde diversas posiciones no deben perder su convicción en el destino de Venezuela. Han ganado en experiencia. De ella fluye la idea de que, más que la negación y que el encono urge fomentar el entendimiento y la armonía para lograr las conquistas positivas a que este país tiene derecho.
Buenas noches.