El presidente Rómulo Betancourt, junto a Rafael Caldera, el Cardenal Quintero y Raúl Leoni. Salón Elíptico del Palacio Federal Legislativo, 5 de julio de 1961.

Oportunidad para un Modus Vivendi entre la Iglesia y el Estado

Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitida el jueves 23 de febrero de 1961, a las 10 pm, por Radio Caracas Televisión y publicada el domingo 26 en el diario La Esfera.

El trascendental acto de Su Santidad Juan XXIII, al designar a un venezolano para formar parte del Colegio de Cardenales, y las brillantes ceremonias de recepción de la ilustre personalidad del Cardenal Quintero, ponen de actualidad un tema de grandes proyecciones. Objetivamente, ellos dejan, desde luego, un saldo considerable: la vigencia de la idea religiosa y de la Iglesia como organización dentro de la vida democrática.

La Iglesia y el régimen democrático

Hay algunos que no entienden esto. Hay quienes forjan la funesta idea de que la existencia y garantía de la Iglesia exigen el funcionamiento de un sistema de fuerza. Bien triste es semejante concepto. Nunca hemos llegado a poder admitir que la Iglesia, para subsistir y desarrollarse, necesita pender de una maquinaria que desconozca los atributos fundamentales del hombre. La Iglesia vive en las conciencias y en los corazones. Y es preferible para ella la persecución antes que la vida indiferente y plácida que pueda encontrar a la sombra de aquellos sistemas que niegan a cada hombre el derecho de pensar y sentir.

Los actos celebrados, cuya pompa llegó a millones de venezolanos a través de los canales de la televisión, han demostrado las excelentes relaciones que existen entre el Gobierno y la Iglesia Católica, y la gran receptividad popular para la permanente subsistencia de los sentimientos religiosos. Esto tiene mayor interés por tratarse de un gobierno a quien nadie podría hacer blanco de manidos y sospechosos ataques de clericalismo o fanatismo. Nadie podía imputar al Gobierno de Betancourt pasión, obnubilación, ceguera desbordada al servicio de una confesión religiosa. Y esto le da mayor significación al hecho fundamental de que el Estado –que representa, desde el punto de vista de la organización del Poder Público, el sentimiento nacional de los venezolanos– lleve relaciones cordiales con la Iglesia Católica, que representa la vivencia religiosa de esos mismos venezolanos, integrados en la comunidad universal.

Los discursos pronunciados por el Presidente de la República y por el Cardenal Quintero en el banquete ofrecido en la Casa Amarilla fueron muy elocuentes al respecto. Hay el propósito, en ambas potestades, de mantener cordiales esas relaciones y la conciencia de la necesidad de fomentarlas y llevarlas al mejor plano posible. Y en este mismo sentido, la Pastoral del Episcopado venezolano con motivo de la exaltación a la púrpura cardenalicia de su ilustre hermano el Arzobispo de Caracas, señala algo que no puede dejarse transcurrir sin indicarlo de una manera muy precisa ante la conciencia nacional y ante la opinión pública.

Oportunidad para el Modus Vivendi

«Igualmente –dicen los señores Obispos– anhelamos se llegue pronto a algún entendimiento, convenio o acuerdo oficial, «modus vivendi” o concordato entre la Santa Sede y el Gobierno de la Nación, cual nueva prueba, resaltante y palpable, de las excelentes relaciones que –gracias a Dios– existen y han existido en nuestra Patria entre la Iglesia y el Estado, y que no pueden menos de contribuir eficazmente al mayor bien espiritual y aun material de todos los ciudadanos».

Está planteado, pues, un hecho fundamental: la regularización de una situación que la historia, la conciencia, la comprensión de los problemas y una voluntad de servicio colectivo han ido llevando a la situación justa, pero que todavía exige de una formalización en los cuadros de la vida jurídica.

No es que la Iglesia busque protección más allá de donde la debe o puede tener. Estoy convencido de que la fuerza colectiva de la Iglesia es, como depositaria del mensaje de Cristo, la que le dio expansión vital al cristianismo: la fuerza de la palabra y el apostolado de la caridad. Este es el instrumento que le permitió penetrar en el corazón de las masas, y la existencia de la vida democrática, de las dificultades democráticas, de las contiendas democráticas, sirve para ayudar a mantener presente en el espíritu de los personeros eclesiásticos la idea de que su gran tarea y su gran lucha es la de cimentar en el corazón del pueblo la verdad que ellos están obligados a defender y a propagar.

Pero, desde luego, esa regularización de relaciones supone algunos pasos, en los cuales se ha avanzado mucho, pero todavía queda por andar. El pueblo de Venezuela recuerda la histórica discusión de la Asamblea Constituyente de 1947, en relación al derecho de patronato eclesiástico consagrado en la Carta Fundamental. Aquel debate, realmente histórico, porque en medio del enardecimiento de los ánimos se pudo canalizar a la presentación de argumentos de muy variada índole, pero que constituían un testimonio irrecusable, tuvo como resultado preciso, en la tercera discusión del Proyecto de Constitución que quedó sancionado el 5 de julio de 1947, la inclusión de esta norma: «Sin embargo, podrán celebrarse convenios o tratados para regular las relaciones entre la Iglesia y el Estado».

Este fue el primero y trascendental paso que se dio. En momentos de mucha dificultad, de mucha lucha, de mucha incomprensión, pudo, sin embargo, obtenerse algo que quedó consagrado definitivamente en las Cartas constitucionales.

Es curioso notar que la Constitución de 1953, a pesar de la proposición de algunos diputados que al organismo perezjimenista asistieron en representación de los grupos gobiernistas del Táchira, para que esta redacción se precisara o aclarara, mantuvo solamente (y ello quizás porque no podían destruir lo ya obtenido) el precepto consagrado en la Carta Fundamental de 1947.

Al redactar la Constitución que entró en vigencia el 23 de enero de este año, hubo un acuerdo casi tácito para dejar la redacción existente desde el 47, con el deseo de no suscitar controversias que lejos de favorecer podían perjudicar el enrumbamiento definitivo del asunto: las relaciones que deben existir entre el poder temporal y el poder espiritual, entre la representación de la sociedad civil y la representación de la sociedad religiosa.

El camino está abierto. En el Programa Mínimo firmado por Rómulo Betancourt, Wolfgang Larrazábal y el suscrito, el día 6 de diciembre de 1958, es decir, la víspera de la jornada electoral en acto solemne y público y en representación de las fuerzas políticas que nos respaldaban, se incluía un punto cuyo realización está pendiente: «Regularización de las relaciones entre la Iglesia y el Estado». Y el Presidente de la República, en el acto de toma de posesión de la Primera Magistratura, fijó, en forma absolutamente inequívoca, la clara interpretación de aquel precepto, en los términos siguientes: «Personalmente creo que ha llegado la hora de que se inicien conversaciones con la Santa Sede para presentarle al Congreso de la República fórmulas que permitan, si éste lo considera conveniente, la sustitución de los inoperantes cartabones contenidos en la Ley de Patronato Eclesiástico, legislación perteneciente casi a la prehistoria de nuestro Derecho público, por las normas más flexibles de un moderno “modus vivendi”, cuidadosamente discutido entre las partes contratantes».

Contenido del Modus Vivendi

Parece, pues, que valdría la pena informar un poco a la opinión pública sobre qué es eso de «modus vivendi», qué diferencia tiene en relación al Concordato, qué significa, qué posibilidades hay y qué obstáculos pueden oponerse a su realización.

El «modus vivendi» es una forma transaccional, temporal, para remediar, para resolver cuestiones urgentes a través de un común acuerdo entre ambas potestades, sin necesidad de entrar en las difíciles cuestiones que supone un convenio o pacto concordatario. Concordato se suele llamar el tratado completo y cabal celebrado entre el Estado y la Iglesia para regular todas las cuestiones comunes. Es difícil que en un documento de la magnitud de un concordato dejen de contenerse cuestiones que pueden llegar a ser tan polémicas, en medio de la lucha democrática, como la de la educación, la de la familia, la del matrimonio y el divorcio. Cuando estas dificultades se presentan y cuando es precisamente la evolución de la opinión pública, a través de un proceso educativo, lo que ha de resolver estos problemas, puede llegarse (y se ha logrado esto en muchas partes) a un pacto que, sin considerar tales aspectos, se remita a las cuestiones más urgentes, como erección de diócesis, elección de obispos, arzobispos y coadjutores y algunas otras normas que garantizan a la Iglesia su libre desenvolvimiento y que garantizan al Estado contra cualquier peligro o amenaza a su soberanía. Por eso, al hablarse de «modus vivendi», se hace referencia a un tratado que sin comprender todas las cuestiones, sin alcanzar toda la magnitud de un concordato, regulariza en un plano jurídico aceptable las relaciones entre amabas potestades y les abre firme camino para el entendimiento.

Es generalmente sabido que durante la gestión de la Junta Provisional de Gobierno que presidía el doctor Edgar Sanabria se adelantó mucho en el camino de las conversaciones entre el Gobierno de Venezuela y la Santa Sede para la celebración de un «modus vivendi». Un «modus vivendi» en el cual todo aquello que, dentro de la arcaica e inaplicable Ley de Patronato –que, como dijo el Presidente de la República, pertenece a la prehistoria de nuestro Derecho Público–, pudiera considerarse como fuente de conflictos o motivo de preocupaciones por la soberanía del Estado, quedaría garantizado mediante fórmulas expeditivas, sencillas y eficaces.

Hay algo en lo que ya todos los venezolanos estamos de acuerdo y que ha quedado patente en los hechos: no es la potestad civil ni el Congreso quien en definitiva puede nombrar Obispos. Si el Congreso nombra un Obispo que no es el candidato de la Santa Sede, el primero en rechazar la elección es el propio elegido, porque dejaría de ser lo que es si se colocara en rebeldía, si no acatara la decisión de un poder que él, por vocación, por compromiso, por el ministerio, por la propia ordenación sacerdotal, por la plenitud del sacerdocio recibida en el Episcopado, se ha comprometido a obedecer. Ningún Obispo va a desconocer la autoridad del Jefe Supremo de la Cristiandad. De modo que a nadie se le ocurre hoy, a menos que quiera hacer una «gaffe», inventar un candidato en el Congreso y elegirlo Obispo o Arzobispo, a sabiendas de que no goza del respaldo o de la aceptación de quien en definitiva va a investirlo del carácter episcopal o arzobispal, que es el Sumo Pontífice. Cuando se llega a la fórmula de una elección es porque ya se ha conversado, se ha negociado, se han logrado puntos de entendimiento. De modo que la elección viene sólo a formalizar, mediante un mecanismo procedimental, lo que ya está sustancialmente decidido.

De hecho, lo que la Ley de Patronato deja en pie a través de esta ficción de la elección de un Obispo o Arzobispo por el Congreso es una especie como de reserva, como de campo abierto para las negociaciones; porque la Santa Sede ha reconocido siempre (y esto es muy importante) que la potestad civil tiene derecho a formular observaciones sobre los candidatos episcopales, no desde el punto de vista eclesiástico, sino desde el punto de vista político. De tal manera que en el «modus vivendi» cuya negociación se inició bajo la presidencia de Sanabria, tengo entendido se establecía el procedimiento de que cuando el Papa fuera a designar un Arzobispo u Obispo lo comunicaría al Gobierno, a fin de que éste dijera si tenía objeciones de carácter político a la designación del candidato. El Gobierno no puede decir: «este sacerdote es más virtuoso que éste», o «este tiene más méritos para el episcopado». Eso no le toca a él.

Es la potestad eclesiástica la que sabe o puede juzgar, de acuerdo con la alta responsabilidad que ha recibido y con los dotes del Espíritu Santo, quién es el sacerdote o el prelado más indicado para una determinada dignidad. El Gobierno solamente puede (y en el «modus vivendi» se consagraría este derecho) hacer observaciones desde el punto de vista político para que la elección, definitivamente reservada al Sumo Pontífice, quede pendiente de sus consideraciones en aquella materia. Porque si la Iglesia no se halla dispuesta a poner como Obispos a los que escojan los gobiernos, tampoco tiene interés de poner en la dirección de la vida eclesiástica a quienes por razones de carácter político pudieran provocar conflictos con la potestad legítimamente establecida.

Garantizada la soberanía

De modo, pues, que los que ven en el Patronato la garantía de la soberanía nacional pueden estar tranquilos, por cuanto en el «modus vivendi» se deja la necesaria y justa reserva que la Santa Sede reconoce, mediante un título jurídico que hasta este momento no existe, porque Venezuela y Argentina son los únicos países que todavía se declaran herederos, por su cuenta, de un privilegio que el Papa Julio II concedió en 1508 «al Rey Fernando de Aragón y a la Reina Juana de Castilla y a los demás Reyes de Castilla y Aragón que en adelante fueren». Las únicas, porque las otras naciones de América Latina ya regularizaron su situación frente a la Sede Romana y obtuvieron mediante un título jurídico el reconocimiento del derecho de Estado, para que su soberanía se garantice mediante las observaciones y reparos que puede hacer en el plano político.

En un «modus vivendi» se aceptaría perfectamente un acuerdo entre la potestad civil y la eclesiástica para decidir lo relativo a la erección de nuevas diócesis, y se determinarían detalles ya incorporados a la costumbre: que el Nuncio sea el Decano del Cuerpo Diplomático, que la Iglesia tenga libertad plena en Gobierno para que una disposición eclesiástica se cumpla (ya sabemos que de hecho es una formalidad también inoperante, porque las disposiciones dictadas por el Papa obligan en conciencia a los católicos, aunque el gobierno no las autorice), y algunas cosas más que vienen a convertir en situación estable lo que ha venido siendo una cuestión de hecho y evolucionando por el imperativo de las circunstancias.

Apenas parece que en las negociaciones iniciadas bajo el Gobierno que presidía Sanabria había un punto pendiente que puede resolverse. La tradición venezolana y el precepto de la Ley de Patronato exigen que todos los Obispos sean venezolanos por nacimiento (los obispos titulares de la diócesis, los arzobispos y los coadjutores con derecho a sucesión). La Santa Sede acepta, en los convenios celebrados con los otros países (y esto es perfectamente lógico) el que los obispos, arzobispos y coadjutores con derecho de sucesión sean ciudadanos del país respectivo, estén sujetos a la soberanía nacional e incluso juren lealtad a sus instituciones; pero el compromiso formal, inscrito en un tratado de que tengan que serlo por nacimiento, significaría, respecto de la Iglesia Universal, la extensión de un precepto que en algunos países podría resultar inaplicable.

Por esto, la formalización del compromiso resultaría tan difícil de obtener que retardaría indefinidamente la negociación. Pero hay una serie de fórmulas a través de las cuales puede lograrse el objetivo. Yo escuché en unión del diputado Gonzalo Barrios y del senador Domínguez Chacín, no tanto en la entrevista que tuvimos con el Santo Padre en Castelgandolfo en 1959, sino en una entrevista más concreta y precisa que mantuvimos con el Secretario de Estado, Cardenal Tardini, el que la Santa Sede, a través de muchas manifestaciones, puede demostrar su propósito y su firme voluntad de que no haría designación, como no lo ha hecho hasta ahora, sino de venezolanos por nacimiento. Y entiendo que perfectamente el Gobierno podría considerar que la designación de quien no fuera venezolano por nacimiento, habiendo venezolanos por nacimiento, aptos e idóneos para el episcopado, justificaría una de esas objeciones de política general cuya atribución en el mismo «modus vivendi» se puede consagrar.

Un compromiso nacional

Yo siempre pensé, cuando la Junta presidida por el doctor Sanabria adelantaba las conversaciones con la Sede Romana, que no era deseable que suscribiera el documento en uso de los plenos poderes de que estuvo investida; sino que, en todo caso, lo suscribiera después de instalado el Congreso y en ejercicio del simple Poder Ejecutivo. Porque un documento de la trascendencia histórica del «modus vivendi» no debía quedar perfeccionado solamente por la intervención de un gobierno «de facto», sino ir a un Congreso electo por el pueblo, donde exista la representación democrática de las diversas corrientes ideológicas y políticas, para que allí se estudie y se discuta, y para que al ratificarse quede libremente consagrado por la expresión indiscutible de la voluntad nacional.

Pensé, pues, que la gran solución habría estado en la firma del convenio –si se hubiera podido finiquitar– por la Junta en ejercicio del Poder Ejecutivo, su envío al Congreso, que ya estaba instalado desde el 19 de enero, y luego su ratificación y canje encomendados al Presidente Constitucional que asumió el poder el 13 de febrero de 1959.

El camino que se ha recorrido es considerable. Ya en Venezuela está demostrado que aquel viejo y rabioso sectarismo que dejaba de atender cuestiones fundamentales en la dinámica política y social de los pueblos para enfocar todas las energías en un combate incesante y estéril contra la potestad eclesiástica, no tiene cabida en nuestro medio. Está más que demostrado que hay un espíritu de comprensión y de respeto recíprocos entre quienes tienen a su cargo el ejercicio del poder civil y quienes representan la potestad eclesiástica. Hay un ambiente de amplia comprensión.

Pienso que los obispos tuvieron razón al señalar que la exaltación de un venezolano ilustre al Colegio de Cardenales abre nuevamente, con urgencia y con buena disposición, la oportunidad para que se converse, para que se negocie, para que se llegue a celebrar un convenio cónsono con las necesidades del pueblo, con los justos derechos y con los intereses de ambas potestades. Porque jamás, cuando hemos defendido los derechos de la Iglesia, hemos pretendido una subordinación del Estado a la potestad eclesiástica; jamás hemos sostenido ni sostendremos una abdicación de la soberanía que a la potestad civil incumbe. Lo que hemos pedido es un acuerdo jurídico libremente acordado por ambos poderes, cada uno dentro de su posición y cada uno con plena conciencia de sus derechos y atribuciones, los cuales tienen que ser armónicos por una circunstancia imborrable: los súbditos de la potestad civil somos los venezolanos como venezolanos; los súbditos de la potestad eclesiástica somos los venezolanos como católicos; pero si nos pusiéramos en pugna, dejaríamos de ser nosotros mismos. Nuestro corazón es uno solo. Y todos tenemos que desear que esas dos direcciones de nuestro sentimiento y de nuestra conciencia, encuentren, como van encontrando, cauces de concordancia, de convergencia y de armonía. Esa armonía se está mostrando en la oportunidad presente. Es conveniente aprovecharla para que se traduzca en fórmulas definitivas.

Buenas noches.