El Día de la Juventud y la responsabilidad de las nuevas generaciones

Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitida el jueves 9 de febrero de 1961, de 9 a 10 pm, por Radio Caracas Televisión y publicada el domingo 12 en el diario La Esfera.

Este domingo se cumple un nuevo aniversario de la Batalla de La Victoria. Es lo mismo que decir: se celebra un nuevo Día de la Juventud.

Venezuela, país joven, donde los jóvenes tienen un papel trascendente, ha venido celebrando estos días cantando sus loas al esfuerzo heroico de otros tiempos y al papel que la juventud representa en la vivificación de la existencia nacional.

Nosotros, vinculados a ella por hondos sentimientos –sentimientos de padre y de maestro– compartimos la idea de que a la juventud hay que honrarla, exaltarla y estimularla. La sentimos como la garantía de una transformación efectiva en nuestra contingencia histórica, pero, al mismo tiempo, estamos penetrados de la profunda necesidad de que el Día de la Juventud no sea sólo un canto a su hermosura sino también un llamado a su responsabilidad.

Una tarea tremenda

A veces nos sobrecoge el estimar la tremenda tarea que los muchachos de hoy van a afrontar en una etapa decisiva para la vida y fisonomía del país. Nuestra generación ha tenido una dura tarea, que no está cumplida todavía; pero la tarea de la generación que ha de sucedernos, es quizá más grave, más difícil, porque es a ellos a quienes va a tocarles la transformación definitiva de Venezuela en Estado moderno y su proyección amplia al porvenir.

No estamos diciendo palabras por decirlas. Al fin y al cabo, creo que puedo pedir se hallase acento de sinceridad en estas palabras. Cuando uno lucha teniendo por detrás seis hijos, seis venezolanos nacidos y crecidos en esta tierra y que en esta tierra deben cumplir su ciclo vital, no puede pensar lo mismo que cuando se actúa en función de intereses momentáneos, transitorios o accidentales. El triunfo, para un hombre que mide su proyección a través de los hijos, no está en obtener ventajas o victorias fáciles. El triunfo verdadero es el de lograr, para esos que vienen detrás, un país donde puedan vivir y trabajar, un país del que puedan sentirse orgullosos, un país en el que puedan conjugar su esfuerzo con una realidad prometedora.

Y cuando se vive en la Universidad o en el Liceo, cuando se dedica a la docencia los mayores esfuerzos, cuando se sacrifican horas de descanso y posibilidades de aprovechar ese tiempo en otras cosas, cuando se está dispuesto diariamente a correr albures en la diaria inquietud de nuestras aulas, en el contacto con la juventud se experimenta, al mismo tiempo que un renacer de las ideas que a uno lo lanzaron a la lucha, fortalecer la convicción de que hay un programa muy serio por delante y de que ese programa no se va a cumplir si no hacemos de nuestros muchachos los grandes factores de la construcción que se avecina.

El papel de la juventud

En verdad, la juventud venezolana, ensalzada algunas veces con grandilocuencia, censurada otras con mezquina incomprensión, es un factor preponderante dentro de la vida venezolana. En todas las ocasiones en que se ha discutido el problema del voto de los mayores de 18 años, hemos recordado que ellos representan en medio de la lucha y de la contingencia política, el sentido más puro de los ideales que los llevaron al combate. A veces exaltados, desorientados, desviados por la acción de factores exógenos o por la influencia de determinadas emociones, sin embargo ellos representan todavía la posición incontaminada, la que lucha por creer que esa lucha es un factor de beneficio colectivo, de servicio al pueblo. Ellos representan, en medio de una sociedad en dinámico cambio, la idea de que no son los intereses sino los ideales los que deben motorizar y guiar ese camino.

A los políticos que fuimos a la política, no a defender apetitos, no a satisfacer ambiciones sino a cumplir un deber de conciencia, el diario contacto con la juventud (con todas las deficiencias que puedan encontrarse en esa actividad cuotidiana) sirve como de admonición constante para no apartar la acción del impulso inicial, del noble impulso inicial que nos trajo a este campo tan sórdido y desalentador del diario forcejeo entre las distintas tendencias y los distintos apetitos.

Los muchachos, en general, en medio de los errores que cometen, siempre tienen disposición para oír. Cuando ya no oyen, es porque la intoxicación ha creado en ellos una volición momentánea de conciencia. El muchacho es propenso a escuchar la voz que sabe sincera. Y cuando discute –dentro de los cauces jerárquicos que las generaciones y las distintas funciones y papeles de la sociedad imponen– siempre está dispuesto a llegar, en un momento dado a aceptar el reto para hablar en el lenguaje de la sinceridad.

Juventud y Política

Por eso también en medio de la lucha política y de las apreciaciones que se han formulado acerca del bien y del mal que la política hace en los grupos juveniles (estudiantiles, obreros) hemos defendido la verdad de que el joven tiene el deber de apasionarse por las altas cuestiones que lo rodean y, entre esas altas cuestiones, tiene que apasionarse por la suerte y la orientación de su país, por la suerte y el destino del mundo.

Nunca hemos compartido, hipócritamente, la tesis de un apoliticismo absoluto. No lo creemos posible, ni lo deseamos tampoco. Vamos a ser enteramente sinceros. El muchacho que se desinteresa, en la plena maduración de su ser, en el proceso de la adolescencia a la virilidad, de las cuestiones que agitan y que hacen sufrir a los seres humanos con quienes vive, va a ser un terrible parásito social, candidato para la rebeldía sin causa, para la infecunda hazaña del botiquín o de la farra, candidato para perderse dentro del cálculo frío de las conveniencias y para hacer mañana de sus conocimientos profesionales un arma de enriquecimiento despiadada y fría.

Creemos que el muchacho debe sentir la angustia de lo que lo rodea; que el muchacho debe tratar de conjugar las ideas que recibe con la realidad que lo circunda. El problema, en esto como en las otras cosas, es el del equilibrio, del justo medio: el de encauzar esa preocupación por el camino noble y no dejar que la juventud derive hacia el cálculo menudo, de la suma y de la resta, de la pequeña maniobra y de la zancadilla, sino que proceda siempre noblemente, dejándole a los otros la parte más ingrata y menos fecunda de eso que para algunos constituye la política y que no es sino politiquería.

Ahora, colocándonos en esta situación, pensamos que es necesario hablarles a nuestros muchachos, y hablarles precisamente el Día de la Juventud, de que el país exige, no sólo ideas más o menos generales y abstractas, no sólo posiciones de combate (que deben contenerse dentro de los legítimos cauces para hacer su actividad fecunda) sino el esfuerzo de formarse para afrontar la realidad. Es el reclamo de un país que crece y se transforma y que tiene necesidad de gente preparada y consciente, dispuesta a asumir su responsabilidad.

Desarrollo vertiginoso

Tenemos en Venezuela un crecimiento vegetativo anual de más de doscientos veinte mil venezolanos. Por doscientos setenta mil que nacen, mueren quizás hoy menos de cincuenta mil. Y esta cifra significa, en un país que no ha resuelto la satisfacción de sus necesidades esenciales, una urgencia de gente preparada y capaz, sin la cual caeríamos –con toda la verborrea que gastemos, con toda la demagogia que utilicemos, con todos los discursos que hagamos y todas las manifestaciones que veamos pasar– en el más espantoso fracaso. Los pueblos son coloniales cuando sus poblaciones tienen estructura y mentalidad colonial. Los pueblos son soberanos cuando su población responde a la conciencia y a la formación indispensable para cumplir su destino.

Debemos decirle a nuestros muchachos que si en Venezuela hay todavía setecientas mil viviendas por construir para que el pueblo viva en forma más o menos decente, todos los años el déficit aumenta en más o menos cuarenta o cuarenta y cuatro mil viviendas, calculando de cinco a seis personas por vivienda. Que si apenas estamos llegando ahora a cubrir el déficit de educación primaria, el aumento de la población exige más de cuatro mil maestros más por año para atender el exceso demográfico, sin tomar en cuenta de los que desaparecen. Que si tenemos alrededor de una cama para cada trescientas o cuatrocientas personas, esto supone la construcción de nuevos hospitales con ochocientas camas más cada año. Y de que si calculamos la población activa del país en más o menos el 40 por ciento del total, tenemos que crear ocupación para que de ochenta a ochenta y ocho mil personas puedan incorporarse anualmente al proceso de producción, es decir, al desarrollo económico del país.

Y si hablamos de Reforma Agraria, estamos convencidos de que ella no consiste solamente en parcelar la tierra y entregársela al campesino, para que solo encuentre su fracaso. Tenemos que darle asistencia técnica. Tenemos que orientarlo. Tenemos que hacer de la tierra algo racionalmente productivo, para que cumpla su función social. Y bien poco podremos hacer si de una necesidad que probablemente excede hoy de mil a mil doscientos ingenieros agrónomos, apenas tenemos trescientos y tantos, de los cuales más de cien son extranjeros, y para trescientos estudiantes inscritos en la Facultad respectiva (300 o 350) no podemos esperar por el momento una graduación de más de treinta o cuarenta por año.

Evaluación de sistemas educacionales

Debemos darnos cuenta de estas circunstancias en que nuestros educadores vuelven a plantearse el problema de la evaluación de nuestro sistema educativo actual. Nuestra educación está en condiciones de dar a los alumnos mayor número de conocimientos; pero los maestros y las autoridades educacionales empiezan a expresar que no están convencidos de que el desarrollo cualitativo de los sistemas de educación corresponde, en la medida en que debe corresponder, a ese desarrollo cuantitativo.

Hay más gente que va a la escuela, más gente que va a los colegios y liceos, más gente que va a las universidades. Hay deseo y preocupación por estudiar carreras científicas, pero no sabemos hasta dónde hemos logrado forjar la voluntad de las nuevas generaciones para que asuman su gran responsabilidad histórica. Los profesores encontramos en las aulas universitarias, muchachos inteligentes, generosos, buenos. Pero encontramos que no tienen tiempo o ánimo de asumir claramente toda su responsabilidad. Y en este sentido, el esfuerzo que tenemos que hacer es muy grande. Nada lograríamos con convencer a los maestros y a los directores, del rumbo que la educación debe tomar. Tenemos que crear en esta muchachada generosa la preocupación del deber que no van a poder cumplir si no se forman para afrontarlo satisfactoriamente.

En el momento actual, Venezuela carece terriblemente de técnicos. No hemos podido lograr ni siquiera que una orientación vocacional se despierte, francamente, hacia las nuevas profesiones, que supone el cumplimiento de la gran tarea.

Se han multiplicado los que siguen carreras humanísticas, en un grado bastante alto. Cuando yo empecé a estudiar en la Universidad, el primer año se abría cada dos años porque no había suficiente dinero ni suficientes alumnos para llenar cursos anuales; ello, en la única universidad que existía en el centro y que estaba acompañada apenas por la Universidad de Los Andes en la ciudad de Mérida. Ahora tenemos, en la sola Universidad Central (y hay cinco Universidades oficiales y dos privadas) diez secciones de primer año, con cien estudiantes aproximadamente en cada sección. Pero, ¿hasta dónde refleja esto la voluntad de hacer seriamente los estudios, de forjarse una conciencia jurídica capaz de trasmitir conocimientos y esfuerzos a la orientación futura del país? O, ¿hasta dónde el ausentismo de las aulas, la falta de regularidad en los estudios, la repetición de años y el abandono progresivo, a través de las diversas etapas de la carrera, van encareciendo los estudios, disminuyendo el número de los graduados y menoscabando en ellos el número de los que efectivamente llegan a dominar los principios de una ciencia tal como el país lo necesita? Pero, sobre todo, ¿hasta dónde hemos despertado en nuestros muchachos la preocupación de llenar aquellas actividades que el desarrollo del país reclama con urgencia?

Una estimación de los profesionales existentes para 1960 calcula que hay alrededor de 2.426 abogados, 4.660 médicos, 1.124 farmacéuticos, 464 odontólogos, y en cambio, 388 veterinarios, 325 arquitectos, 314 ingenieros agrónomos, 1.677 ingenieros civiles, 25 biólogos, 33 químicos, 19 estadísticos y 27 antropólogos y sociólogos. Causa verdadera alarma la terrible pobreza de material humano en nuestros campos. Pero todos los programas políticos, y toda la vocación de la juventud universitaria por la lucha ideológica, son simplemente un ejercicio de retórica que nada significará para la transformación del país, si no constituimos equipos capaces de abordar seriamente la tarea que Venezuela reclama.

Urgencia de preparar a la juventud

Ya terminó, incluso, la vieja idea de que la adquisición de un título universitario daba la posibilidad de actuar sin límites en la vida social. Se refiere que el general Gómez (a quien cito más de una vez por que llenó toda una época, quizá la más característica de la Venezuela de este siglo, antes de empezar la profunda transformación que hoy se vive) decía de alguien: «es doctor». Y al expresar «es doctor», tenía la idea de que era capaz de desempeñar cualquier actividad y de poseer todos los conocimientos. No le preocupaba mucho nombrar a un ingeniero Ministro de Sanidad o a un abogado Ministro de Obras Públicas. Al ser «doctor» representaba para él, el summum de los conocimientos que podían adquirirse.

Esa idea corresponde a una época. Hoy ha desaparecido por completo. La Universidad apenas habilita para empezar a prepararse en el trabajo por la vida. Los cursos de post grado se imponen como una exigencia indispensable. No nos engañamos adquiriendo un título ni aún muchos títulos pasando un curso tras otro, aprobando festinadamente exámenes en los cuales se ven fragmentos de los programas. Eso no significa en modo alguno, impulsar el país hacia la conquista de su futuro.

Tenemos que preparar gente convencida de que no es hacer nada, esto de engañarse a sí misma y engañar a los examinadores logrando una calificación misericordiosa para salir del paso. Tenemos que preparar gente con la idea de que el verdadero servicio que pueden hacerle a su pueblo es acopiar conocimientos, técnica, decisión y voluntad para poder hacer lo que el país reclama. Si no lo hacemos, la inmigración de técnicos venidos de fuera gobernará este país, porque los países modernos los gobiernan los técnicos. Si no somos capaces de formar venezolanos que den rendimiento efectivo para esta tarea planteada por delante de nosotros, vendrán de fuera a hacerla. Y todas las declamaciones contra el imperialismo y todos los cantos a la independencia y a la soberanía del país se perderán porque la soberanía está a la altura de sus clases dirigentes y éstas que en otra época se buscaban en la nobleza de la sangre y después en la nobleza del dinero, en la época actual se buscan en la nobleza de los conocimientos y de la capacidad técnica.

Esta noche yo quiero, anticipándome al Día de la Juventud en que la muchachada estudiantil y la muchachada obrera expresarán ante el país su convicción de que somos un pueblo nuevo que busca su destino, recordar cómo el mejor servicio que se puede hacer a las nuevas generaciones es despertar agudamente en ellas la sensación de su tremenda responsabilidad.

Si más de la mitad de la población de Venezuela está constituida por muchachos de menos de 18 años, ello es un signo promisor, pero al mismo tiempo causa de inquietante angustia. Esos muchachos hoy son una carga, son una población pasiva, pero población pasiva que promete un impulso dinámico. Este impulso dinámico depende de la posibilidad de afirmar en ellos el propósito de actuar en forma consciente y eficaz en la transformación de su país.

Buenas noches.