Julio César Salas por Pedro Mancilla. Esta ilustración apareció publicada en la tercera edición de Moldes para la Fragua (Editorial Dimensiones, 1980).

Julio César Salas: sociólogo y político

La introducción de la Cátedra de Sociología en los estudios universitarios fue una de las pocas notaciones que en Venezuela indicaron la llegada del siglo veinte. El doctor Carlos León en la Universidad de Caracas y el doctor Julio César Salas en la Universidad de Los Andes fueron los primeros profesores de esta disciplina. Salas fue, además, un historiador e investigador cuyas obras han revestido importancia y cuya producción inédita se ha venido a estudiar a fondo en los últimos  tiempos. Con ocasión del  Sexto Congreso Latinoamericano de Sociología (1961), que nos correspondió presidir, propusimos un homenaje a su memoria, en una  oportunidad cercana al medio siglo de la instalación de la cátedra. Quisimos sumar nuestra palabra a los elogios que ha recibido esta figura y destacar el valor que sus estudios tuvieron dentro de un ambiente en que lo bucólico se une a lo académico y en que la tradición constituye un punto de partida para las concepciones inspiradas en la idea de un profundo cambio social.

Voy a tratar de referirme en esta noche, en la forma más precisa que pueda, a la personalidad de Julio César Salas, pero para ello debo comenzar por formular la observación siguiente: una biografía completa de Julio César Salas no se ha escrito. El fruto de su pensamiento es ahora cuando está abierto al estudio, quizás a la polémica; a la indagación profunda y emotiva. Las obras de Julio César Salas están impresas sólo parcialmente. Antes de sus lecciones de sociología publicó Tierra firme, en 1908, con el subtítulo de «Estudios sobre etnología e historia». Y ya en aquel año, cuando todavía estaba clausurada esta Universidad —cuyos antecedentes se remontan a los propios días de la Colonia y que tomó rango definitivo en aquella jornada de la Junta Patriótica en que el impulso del canónigo Uzcátegui la hizo nacer como Universidad al mismo tiempo que se consagraba Mérida como Provincia autónoma—, en momentos en que las desventuras todavía mantenían cerrado el Instituto, ya Julio César Salas hablaba de la necesidad de la Cátedra de Sociología, que seis años atrás había comenzado a funcionar en la Universidad de Caracas bajo el cuidado del doctor Carlos León.

Las otras obras publicadas de Julio César Salas: sus Lecciones de Sociología, que llamó «aplicadas a la América» (1914), Civilización y barbarie (1919), Los indios caribes, estudio sobre el origen del mito de la antropofagia (1921), Orígenes americanos (esquema del futuro diccionario, 1918) y algunas otras1 son apenas una pequeña parte de la obra escrita de aquel pensador y, sobre todo, extraordinario y vigoroso escritor, cuya principal virtud fue la de una tremenda sinceridad.

Leí, hace años, en un artículo del profesor Jesús Leopoldo Sánchez, la información de que la familia de Julio César Salas guarda los originales de una Historia General de Venezuela, enriquecida con nueva documentación, y de un monumental diccionario comparado de lengua y dialectos americanos.2 Sin haber logrado la fortuna de tener en mis manos estos textos, pensé siempre que una tarea muy noble e importante de la Universidad de los Andes sería recuperar para la cultura de Mérida y de Venezuela entera esos originales valiosos y darlos a la publicidad. Esta idea se encuentra ya en camino de realización. Custodiados por su hijo político, el académico José Nucete Sardi, se va a proceder a editarlos por disposición del rector Rincón Gutiérrez y del Consejo Universitario de esta institución que tanto amo.3 Respecto del diccionario, preparado para aparecer con el rubro Orígenes americanos, decía su propio autor que comprendía «16 volúmenes, en que más de 200.000 palabras de 505 idiomas y dialectos de toda América han sido colocadas en riguroso orden alfabético y comparadas con las correspondientes de cerca de 600 idiomas de Europa, Asia, África y Oceanía» y representaba una labor de veinticinco años, según lo recoge en el prólogo de su Etnografía de Venezuela, publicada por la Universidad en 1956, el doctor José Luis Salcedo Bastardo. Inmenso esfuerzo, movido por el empeño de demostrar la unidad de las religiones y lenguas del mundo.4

Con los elementos con que trabajó no pudo hacer, sin duda, el doctor Salas obra definitiva. Tal vez tendría por ello en reelaboración constante aquel trabajo; pero tenemos razones fundadas para considerar que en esa parte inédita de su producción bibliográfica existe un valioso e importante material que es necesario analizar para enriquecer la historia, el conocimiento social y la documentación universitaria de nuestro país.

Fue el doctor Salas un hombre que dedicó su actividad en el campo científico a diversas empresas: historiador, bien enterado de la obra de los viejos cronistas (Pedro Simón, Castellanos) y de los historiadores de nuestra época colonial y republicana; etnógrafo, profundamente penetrado de las labores de Gaspar Marcano y de nuestros otros etnógrafos, demuestra una pasión profunda por el conocimiento de las primitivas tribus indígenas; sociólogo, expone con absoluta independencia, con la más viva repugnancia para lo que significara sectarismo de escuela, sus conceptos, sus ideas, sus conocimientos, sus impresiones y sus observaciones sobre la realidad merideña, sobre la realidad venezolana.

Pero no fue esto sólo lo que hizo Julio César Salas. Ya se ha dicho muchas veces que tuvo devoción profunda por las labores de la agricultura. En este ambiente extraordinario, con una Universidad sembrada en la cultura desde hace muchos años, los campos están atrayendo constantemente la vista y la voluntad de la gente. No fue su caso único: todavía hoy podríamos observar en los ilustres profesores de esta Universidad el gusto de buscar para el espíritu esparcimiento yendo a fundos cercanos, a las tierras fertilizadas por estos maravillosos ríos, a esas vegas que extasían a quienes las contemplan para depositar allí su fe en el trabajo, en el progreso, en la construcción de la nacionalidad desde sus bases más fundamentales.

Así lo hizo Julio César Salas, quien, al contrario de otros merideños, no estuvo —como ocurrió, por ejemplo, con el caso extraordinario de Tulio Febres Cordero— sembrado siempre en la Provincia. Viajó mucho. Viajó a Europa y a Estados Unidos. Publicó sus libros en España. Asistió a congresos, visitó archivos. Algunas veces tuvo que demorarse mucho tiempo afuera porque las circunstancias políticas eran amenazadoras para las ideas que había expuesto en sus publicaciones; pero siempre gravita su pensamiento alrededor de Mérida, de su ambiente, de su cultura y de su Universidad.

El mismo, alguna vez, en uno de sus libros, nos hace referencia a esta dualidad de educación merideña: «habiendo dedicado toda nuestra vida al trabajo y a la lectura».5 El trabajo, es decir, las faenas agrícolas, las iniciativas industriales, el deseo de realizar grandes proyectos que siempre acompañaba su espíritu. La lectura, es decir, el estudio profundo y constante y la enseñanza, para la cual esta Universidad le daba extraordinario ambiente.

Su concepción de la sociología

En su concepción de la sociología encontramos el reflejo de su época. Es una mezcla de positivismo y de idealismo. Y ¿por qué no?, si el padre del positivismo, al fin y al cabo, en gran parte de sus obras, no es sino el visionario de un mundo mejor. Si Comte, que con el positivismo fundó toda una escuela y a la sombra del positivismo creó esta ciencia que ha sufrido después tantas transformaciones, dedicaba a las divagaciones del espíritu no pocas de sus meditaciones, no es curioso encontrar en Julio César Salas esa descripción de la sociología como conocimiento para mejorar, como vinculación de un estudio que no quiere encontrar elementos más allá de los hechos positivos, pero que al mismo tiempo, busca la posibilidad de realizar, por su medio, la vida de un mundo más perfecto.

«La sociología —nos dice— estudia los fenómenos de evolución que se producen por las relaciones humanas y deduce consecuen­cias que deben aplicarse al perfeccionamiento moral de los hombres. Para ese complejo trabajo se auxilia con la etnología, que investiga y clasifica las costumbres, y con la historia, que da la nómina de los sucesos y las consecuencias filosóficas que de ellos se desprenden». De allí —sigue— «la sociología está llamada a asegurar el progreso: pues dicha ciencia no sólo estudia los fenómenos sociales sino también establece las reglas como pueden provocarse y dirigirse tales fenómenos en pro de la civilización».6

Sus maestros: Spencer, Letourneau, Gumplowicz, Alberdi, Sarmiento. Sobre todo, Spencer. Pero, quizás por ello mismo de que sea el maestro que más sigue, es a él a quien hace las críticas más duras. Le critica, en especial, el sectarismo darwinista. Alguna vez dice que «si Spencer se hubiera librado de los prejuicios de la escuela biológica fundada por Haeckel y Darwin» habría completado por sí solo la investigación sociológica; «pero, desgraciadamente —agrega— el sectario no pudo prescindir de la escuela».7 Son muchas sus afirmaciones coincidentes al respecto; sin embargo, fue aquél, quizás, el autor que por razón de época, de circunstancias, de ubicación, de coyuntura, de forma de pensamiento, haya dejado una huella más profunda en el curso de sus obras. Letourneau lo inspira también, pero modificándolo; alguna vez, censurándolo. «Sin embargo —dice— (y en esto sigue también a Letourneau, y alguna vez cita palabras suyas), no puede decirse que la última palabra de tal materia —la sociología— haya sido pronunciada». «Después de tan grandes disquisiciones —encuentra él, y lo confiesa paladinamente— la sociología se halla aún en la infancia».8

Con Alberdi y Sarmiento hay afinidades curiosas. El «gobernar es poblar» lo quiere transformar en gobernar es «civilizar», «cauterizar las úlceras nacionales»; «más que civilizar, es redimir».9 Civilización y barbarie es título que repite, no sé si voluntariamente, en una de sus obras. Y la preocupación por la educación, obsesión permanente en todos los sociólogos venezolanos, mejor dicho, en todos los observadores y pensadores sociales venezolanos del siglo XIX, constituye también motivo principal y, desde luego, vínculo extraordinario de afinidad con el pensamiento de Sarmiento en la construcción sociológica de la teoría seguida por el doctor Julio César Salas.

Interpretación de nuestra América

En medio de sus estudios de sociología se preocupa extraordinariamente por una interpretación americana. Quiere entender —y, sobre todo, defender de la terrible imprecación que contra ellos echan en nombre del objetivismo muchos representantes sociológicos— la cultura, la vida, el destino de América.

No olvidarán los que me escuchan que estamos viviendo entre los trópicos y que gran parte de la sociología, durante largas décadas, ha llenado sus páginas de pesimismo sobre la posibilidad de que en nuestros medios tropicales se desarrolle la civilización. Es lógico, por ello, que cuando Julio César Salas escribe sus Lecciones de sociología para «aplicarlas a la América», piense en nuestra América que en la zona intertropical vive, y recuerde y señale con ejemplos devotos de su vieja pasión de historiador, argumentos que deben convencer, ya que, como dijera Cecilio Acosta, no es fatalidad de clima lo que puede explicar las circunstancias desgraciadas de la peripecia social de los países de América intertropical.

Al hablar del problema del clima, al referirse justamente a la situación climática del trópico, Julio César Salas está hablando, sí, como observador social, pero también como patriota y civilizador. «La civilización en lo antiguo –dice– nació y se desarrolló en la India y en Ceilán, y luego pasó a las cálidas comarcas que van entre el Tigris y el Eufrates, y de los arenales de la Abisinia superior y de la Nybia se propagó hasta el bajo Nilo, y de allí a Grecia, Italia y Francia; y mientras que eran habitantes de las cavernas, cazadores y pescadores hirsutos y cubiertos de pieles los rubios germanos sajones anglos, normandos y celtas, Bagdad, Cartago y Alejandría tenían gran florecimiento civilizador, e imponían al mundo conocido la ciencia, las industrias y las artes». Además –dice él, retrotrayéndonos al momento en que se inicia la colonización de América– «los indígenas tropicales eran superiores en civilización a los que vagaban por las praderas, lagos y bosques de los Estados Unidos».10  No es, pues, la fatalidad del clima la que él puede admitir como explicación de nuestras infelicidades en el desarrollo social.

Tampoco, la raza. «Ni los británicos europeos pueden denominarse raza pura después que Julio César les infiltró sangre latina y Guillermo el Conquistador, normanda, franca y gala». Entonces, «débense buscar más justas causas del estado retardatario de la evolución social hispanoamericana, frente al rápido progreso social, político y económico de los Estados Unidos».11

Tenemos aquí planteado el drama del pensador. Tenemos aquí planteado el tema que absorbe muchas veces las energías de nuestros sociólogos. Explica esta inquietud muchas de sus imprecaciones. Explica el afán de buscar dónde está esa causa, que no es de raza ni de clima, es decir, que no es de fatalidad invencible, para que, comparando el desarrollo de Estados Unidos y el desarrollo nuestro, representemos nosotros una civilización más atrasada.

En este planteamiento Julio César Salas, a pesar de proclamar su amor a España muchas veces, es visiblemente apasionado en echar al conquistador la culpa de nuestro atraso. Se apasiona en la defensa del indio, estudia todos los elementos étnicos que puede, y sostiene una tesis —que no sé hasta dónde pueda tener validez en la interpretación de nuestra vida social—: el aniquilamiento del indio en Venezuela como resultado de la conquista. No sé si exactamente el diagnóstico del fenómeno corresponde a la realidad de los hechos. El indio en Venezuela desapareció pero no por aniquilación, sino por mezcla, por fusión. Para 1800, en los censos recogidos por Humboldt y Depons, la mitad de la población de Venezuela estaba integrada por raza mezclada. El resto, la otra mitad, se dividía entre españoles peninsulares, españoles criollos, indígenas en estado de pureza y africanos también en estado puro. De 1810 en adelante, tal como observa Gil Fortoul, es definitivo un hecho del que nos enorgullecemos, y en el que nos pretendemos poner —con razón, creemos— a la cabeza del proceso social latinoamericano: nuestro mestizaje predomina hondamente. Somos un pueblo dentro del cual los elementos étnicos iniciales desaparecen casi totalmente, pero desaparecen subsumidos dentro de una nueva realidad mestiza que integra la vida nacional.

La explicación es fácil. El indio venezolano no tenía ni una organización política, ni un desarrollo cultural comparable al de otras parcialidades en el resto del Continente. Al español le costó mucho la conquista porque tuvo que ir luchando palmo a palmo con cada tribu, y cada conquistador tenía que acompañarse a veces con un equipo completo de intérpretes para poderse entender con los distintos grupos indígenas con los que iba a negociar o a combatir. No existía una cultura desarrollada y avanzada. Pero el conquistador, al ocupar todo el país (con un esfuerzo enorme, porque no había la capital de un imperio que le diera el control del territorio, sino una resistencia dispersa y constante) vino a admitir, como lo señalara Bolívar más tarde, que el indio se constituyera como el catalizador nacional.

De todas maneras, las páginas de Julio César Salas sobre la aniquilación del indio son sumamente interesantes, por los factores que marca y que podríamos relacionar con los procesos de trasculturación. El someter al indio a una alimentación distinta de la que acostumbraba, mejor acomodada al medio tropical. La sujeción del indio a sistemas de vida, a formas de trabajo a las que no estaba habituado. A todas estas circunstancias y hasta a razones de carácter sanitario y médico, el doctor Julio César Salas, que no era médico sino jurista pero que tenía una profunda receptividad para estos hechos, atribuye el fenómeno de la aniqui­lación, de la desaparición del indígena dentro de la vida venezolana.

El revolucionario singular

Partiendo de esta interpretación, se asoma Julio César Salas a los principales aspectos de la vida social. Analiza las causas de la Independencia, y en alas de su propio espíritu decididamente combativo, temperamentalmente polémico, flotan el motivo antiespañol y el motivo antirreligioso, que, no obstante, a menudo se mezclan con la afirmación de lo español como motivo hondo de su afecto y de lo religioso como necesidad para el desarrollo y el progreso social.

Es interesante en grado sumo la posición de Julio Salas; es interesante en grado sumo su concepto de la vida política, su sentido de la revolución. Proclamó con valentía extraordinaria, en una época en que la autocracia lo había aplastado todo, el deber político de los intelectuales para conquistar la libertad12. Llega en algún momento a decir frases que quizás ningún otro venezolano se ha atrevido a decir y que seguramente la inmensa mayoría de nosotros no comparte, pero a través de las cuales desahoga, con una sinceridad estentórea, su queja contra aquel ambiente en que le ha tocado desarrollar su existencia: ambiente de frustraciones, de negaciones, de apetitos, de excesos, de violencias. Alcanza a decir alguna vez: «nuestros defectos nacionales, falta de civismo, de solidaridad y de cooperación, poco amor a la libertad, pobre espíritu inventivo, servilismo en el poder, son vicios que se han producido por un secular despotismo y que se pueden corregir, o de otro modo, con fatalismo oriental, veríamos continuar la regresión hasta perder el principio de la nacionalidad». Alguna vez llega, incluso, a expresar algo terrible, que voy a transcribir sólo para dar muestra de la independencia de su carácter, que constituye, evidentemente, uno de los hechos más significativos y más necesarios para interpretar su personalidad. A un hombre que ha hablado como ha hablado del régimen colonial, a un hombre que ha criticado la situación de la colonia, resultaría, sin duda, sumamente difícil, escribir las siguientes frases: «pero, en verdad, no sabemos qué régimen hubiera sido preferible para los aborígenes; si el español de la conquista y de la colonia, que los sometió por la fuerza de la espada y les impuso tan duras cargas… o este régimen independiente, tan nefasto y aun más que aquél, pues a nombre de su libertad, los tomó para sacrificarlos en los campos de la guerra civil, sirviendo ellos de escabel a la ambición de mando y avidez de riquezas de los militares, que hoy, como antes, mantienen el principio de la fuerza y a nombre de la República les obligan a pagar un tributo personal».13

Es necesario entender hasta dónde se necesita una total independencia de carácter para expresar en el medio social esta idea, que nadie, que yo sepa, desde la Emancipación para acá, haya expresado nunca en nuestra patria; y que él sabía, al fin y al cabo, que no era sino un desahogo, un anatema contra los abusos, contra los excesos y las frustraciones, pero que al mismo tiempo habría podido dar motivo a adversas reacciones y terribles interpretaciones en la opinión pública venezolana.

En economía es también un hombre de contrastes. Proclama la urgencia de la industrialización, para alcanzar la soberanía económica. Defiende el laissez faire, en una forma clara y paladina. Se opone a los controles del Estado de modo categórico; sin embargo, reconoce, exalta y proclama la necesidad de realizar una nueva justicia distributiva y señala los grandes esfuerzos que se están realizando en países de Europa y de otras latitudes para corregir los excesos del capital frente al trabajo, del fuerte contra el débil, así como señala los aspectos positivos que al respecto se pudieron lograr en los precedentes coloniales14.

Es un revolucionario. Un revolucionario que está en contraste con vigentes sistemas, que presenta una serie de observaciones en pugna con las que privan en su época; pero, al preconizar la idea de revolución, se pronuncia en forma categórica, de manera inequívoca, contra la violencia, no obstante que es la época en que quizás se veía la violencia como la única salida posible a la continuación del despotismo. «Ni los trabajadores —dice—, sean jornaleros o propietarios, deben de ninguna manera lanzarse por esta vía inútil de la revolución armada, pues surgiría un nuevo personalismo, como ha sucedido, por mejores programas que dichos revolucionarios invoquen, ya que tales promesas no pueden merecer crédito en vista de la experiencia obtenida. La revolución armada contra la violencia y la fuerza no ha sido camino que conduzca a la obtención de un buen gobierno y a la eliminación de los defectos nacionales y de las causas que estorban el desenvolvimiento de las instituciones en Venezuela».15

El testimonio es sobradamente valioso por venir de quien viene. Es el mismo testimonio del civismo que invocarían Cecilio Acosta o Arévalo González: pero en Julo César Salas, la afirmación tiene un sentido mucho más hondo que avala la sinceridad de sus palabras, por venir, justamente, de un espíritu rebelde en profunda contradicción con las circunstancias del ambiente. Por eso dice (y su palabra es una admonición a las generaciones futuras): «Si algún día debemos alcanzar la dicha de tener instituciones libres, ellas se deberán a la paz, que sedimenta los malos elementos o heces sociales, inspira confianza al capital y a la inmigración extranjera y desarrolla la riqueza nacional. Por los caminos tristes de la guerra civil sólo transita la ambición personal, llevando por cortejo el crimen, el pillaje y la miseria general, ancha base sobre la que se erige la tiranía».16

Aspectos actuales de su pensamiento

Su pensamiento no carece de extraordinaria actualidad. La industrialización es un tema que asoma con profundo calor; no por un deseo más o menos vago y desorientado de progreso sino con la idea de que sólo ella puede fortalecer la soberanía nacional. Tiene una compenetración profunda con su circunstancia y, en medio de la angustia en que vive, en medio de la incomprensión que le acompañó muchas veces, a pesar de que alguno de sus libros después de impreso no se pudiera distribuir porque el régimen imperante no lo permitía, conservaba, con su dramatismo de interpretación, una gran esperanza. Justa repartición de provechos y cargas sociales, aparece como un objetivo de su acción.

Le tocó, por una de esas terribles ironías de la coyuntura vital, fallecer dos años antes de la muerte del general Gómez, es decir, dos años antes de que empezara en Venezuela el movimiento activo de la colectividad hacia este proceso que hemos llamado en otras ocasiones la revolución venezolana. Nació en 1870, es decir, el año en que el general Guzmán Blanco ocupaba a Caracas, tras las acciones victoriosas de la llamada Revolución de Abril. Murió en 1933, es decir, dos años antes de que fuera llevado al sepulcro el Dictador que durante veintisiete años consolidó en nuestra patria la más dura y férrea autocracia que hayamos conocido. Esto explica los diversos matices de su pensamiento; pero en esos matices, que se deben ofrecer a la juventud de hoy para que los estudie sin prejuicios, para que busque en ellos todos los elementos, para que conjugue lo negativo y lo positivo, para que establezca relaciones con su circunstancia y con su época, mantiene una preocupación vigorosa por la transformación de Venezuela. Es riquísimo el campo de su pensamiento. Sería de mi parte un abuso recorrer cada uno de los aspectos en que se lanza. Pero recordemos que fue un fanático de la educación; que defendió la autonomía universitaria cuando todavía no era ni siquiera un ensayo; que mantuvo, dentro de su acendrado afecto por el medio rural, aquella vieja contradicción entre la ciudad y el campo, que hacía de la ciudad el ambiente perverso, y una especie de paraíso de «las campiñas nuestras, y que tanto amamos por haberlas cultivado»,17 esa contradicción que existe en el pensamiento de Bello y de casi todos los próceres de América hasta Sarmiento, quien fue el primero que, dándose cuenta, quizás, de que el fenómeno del urbanismo es definitivo e irrevocable, al contraponer la ciudad y el campo, llegó a poner en la ciudad sus esperanzas como principio de civilización.

La posición religiosa de Julio César Salas es de las que han sido más vivamente comentadas. Tuvo, dentro de esta Mérida serena, donde los valores religiosos han conservado siempre un alto rango y profundo respeto, encuentros terribles que han dejado marcada su personalidad como la de un diablo que perturbaba la tranquila paz de este ambiente. Pero será equivocado pensar que en Julio César Salas, batallador, crítico de una serie de formas religiosas, apasionado y negador muchas veces, hubiera una carencia de sensibilidad religiosa, una negación de lo que la religión significa dentro de la vida social. Es alguien que habla, incluso, de la creación como argumento para justificar la unidad de la raza humana. Y cuando se refiere a la sociología adquiere un rango muy sereno para decir: «En sociología se puede ser ateo, racionalista o creacionista, sin renunciar al desiderátum científico, ni estorbarlo».18

Es un aspecto sumamente extraño el de su posición frente al clero. Al combatirlo hasta el exceso, parece sentir la necesidad de hacer los mayores elogios a sus figuras más representativas. Al canónigo Uzcátegui lo llama «padre del pueblo», «el verdaderamente altruista sacerdote», «distinguido patriota y hombre de gran energía».19 Le dedica muchas páginas. Recuerda sus empresas, sus extraordinarias empresas culturales, sin ocultar la arriesgada aventura de ir a buscar a Maracaibo, con una expedición, al obispo Lora que, según nos relataba don Tulio, temía venir a Mérida, su sede, por el temor a la fragosidad y a la inclemencia de los páramos andinos.

Llama «ilustre, virtuoso y sabio Arzobispo» al ecuatoriano Federico González Suárez.20 Y al elogiar a otros, entre ellos su ilustre coetáneo, también personaje de su propia coyuntura, el Arzobispo Antonio Ramón Silva, lo invoca y lo encomia. Lo que es más curioso todavía para un hombre de prejuicios en esta materia, alaba a los jesuitas por su labor misionera y afirma que «al desaparecer los misioneros desapareció la última esperanza de redención para el indio». Y sin dudar expresa que corresponde el gran deber de educar al pueblo «a todos los intelectuales de América, periodistas, literatos, educadores, y a las clases dirigentes, sobre todo al clero, pues la autorizada palabra del cura de almas mejorará la condición de estos parias, inculcándoles sentimientos de honor, de virtudes y de odio al infecto aguardiente».21

*

Yo puedo decir hoy que el pensamiento y las obras de Julio César Salas merecen, francamente, devoción, análisis y estudio. No voy a construir hipérboles innecesarias. No voy a decir que sus Lecciones de Sociología hayan sido una obra fundamental para transformar la enseñanza de la Sociología en América; pero sí puedo afirmar que en todos sus escritos hay la presencia de una personalidad de muy alto nivel, la huella de un espíritu fuertemente representativo, el tesoro acumulado de una extraordinaria cultura, y que el desahogo de sinceridad con que escribe sus cosas trae muchos testimonios que tienen hoy vigencia y deben recogerse y aprovecharse en la vida universitaria de nuestros países.

Este hombre duro, que invoca el positivismo, que combate los valores consagrados por la opinión nacional, es un hombre tierno, que se extasía cuando habla de Mérida, cuando canta a las campiñas en que trabaja como agricultor y cuando señala como el objetivo que debemos buscar, «conservar los bellos rasgos de nuestra fisonomía nacional, constituidos por viejas y nuevas costumbres, siempre que sean selectos y que estén en armonía con los ideales de la raza y con la religión y el idioma del conquistador español».22

Es justificado el homenaje, y en Salas se honra a Mérida, a esta Universidad que ha sido campo de estudios, de libre discusión, faro y radiación del pensamiento a toda la República. Es necesario que el estudio se imponga como un deber fundamental en esta hora de revalorización. A los noventa años de su nacimiento, a los cincuenta de la creación de la cátedra que regentó en la Universidad desde su misma reapertura, debemos buscarlo serenamente, objetivamente, científicamente; y debemos poner como norma de nuestros estudios sobre su persona y su obra, ésta que él mismo coloca en uno de sus interesantes escritos: «Es preferible sufrir por la verdad, antes que hacer sufrir a la verdad con el silencio».

Notas

1.     Tales como la conferencia sobre Necesidad de Adaptar la Legislación de Venezuela al Medio Etnológico (1911), las Memorias presentadas a los Congresos de Americanistas de Gotemburgo (1923) y Nueva York (1928), la selección póstuma de estudios sobre lenguas y religiones indias publicada por sus deudos en el primer aniversario de su muerte, con el título Estudios Americanistas (1934), y sus publicaciones periódicas «Paz y trabajo» y «De Re Indica», revista de etnografía y etnología.

2.     El Heraldo, Caracas, 15 de junio de 1947.

3.     (Obsérvese que este trabajo es de 1961). Según me informó el señor Nucete Sardi, la bibliografía de lo que falta por publicar de Julio C. Salas es la siguiente: Historia general de Venezuela, Papeles viejos (colección de documentos necesarios para el estudio de la historia de Venezuela y Colombia), Límites de Venezuela con Colombia y el Brasil, Biografías de conquistadores, Historia de la conquista y población de Mérida, y otras ciudades de Venezuela, Cronología histórica de Venezuela, Orígenes americanos (Gran Diccionario Comparado, 16 vols.), Los indios mucus de los Andes, Memorias históricas e íntimas, Catálogo descriptivo de mi colección etnográfica, Las religiones indias y el cristianismo universal, Reparos etimológicos al Diccionario de la Academia Española (varios volúmenes, parte publicada en periódicos de Caracas), Etimología americana (voces indias e indígenas de uso en el castellano que se habla en América; esta obra es la que piensa publicar primeramente la Universidad de los Andes; tiene 765 páginas a máquina en cuartilla de carta a espacio doble), República retrasada (estudio sociológico sobre nuestras repúblicas americanas. El autor tam­bién le da el título de República fracasada a esta breve obra de doscientas cuartillas a máquina). —Sobre la bibliografía de Julio C. Salas a la que he hecho referencia en este ensayo a través de citas del propio Salas, de su hijo político José Nucete Sardi y de otros autores, se ha realizado posteriormente por el señor Andrés Márquez Carrero una laboriosa investigación, publicada en un «Informe a las Autoridades Universitarias de la Universidad de los Andes sobre la edición y estudio crítico de las Obras Completas del antropólogo y lingüista merideño Julio César Salas» (mimeografiado), Mérida, 1977. Márquez Carrero es también autor de un folleto intitulado Introducción a la vida y obra de Julio César Salas, impreso en Mérida en 1977.

Como podrá observar el lector, el propósito fundamental de mi discurso no fue el de realizar una investigación bibliográfica, sino el de presentar un esbozo de la figura patricia y del pensamiento sociológico de Julio César Salas.

4.     Etnografía de Venezuela (Estados Mérida, Trujillo y Táchira). «Los aborígenes de la Cordillera de los Andes», Mérida, 1956.

5.     Civilización y barbarie, p. 110.

6.     Tierra firme, introducción.

7.     Lecciones de sociología, p. 7.

8.     Lecciones de sociología, p. 14.

9.     Civilización y barbarie, pp. 52-53.

10.   Civilización y barbarie, pp. 10-80.

11.   Ibíd., pp. 11-12. Al poco sentido económico de los conquistadores y de los reyes y políticos españoles atribuye gran parte de esta situación; así como a la adopción de disposiciones que están en desacuerdo con el medio «por ser meras copias serviles de las instituciones europeas y norteamericanas, y es natural que tales trasplantes no arraiguen en países de suelo y clima tan diferentes» (Ibíd., p. 167).

12.   «Para la creación de la verdadera prensa que necesitan los países hispanoamericanos, la cual educará intensamente al pueblo en sus derechos y deberes, transformará la política en algo serio y respetable y creará verdaderos partidos, es necesario que los elementos intelectuales, trabajadores y progresistas, ajenos hoy por indiferencia y abstencionismo propio o por separación de esos elementos por los militantes del país, concurran a tomar la debida participación en el organismo social». «La indiferencia no es sólo un crimen político, porque destruye el principio de la nacionalidad, sino que también es perfecta ignorancia de la conveniencia individual de cada uno» (Ibíd., p. 164).

En su valiente actitud, Salas cita repetidas veces la frase de San Agustín, «pues más males causa la lengua lisonjera que la espada del tirano».

13.   Ibíd., p. 72.

14.   Sobre la industrialización, son categóricas sus frases: «es precisa condición para el desarrollo económico de un país y para obtener su eficiencia productora, de acuerdo con los elementos naturales que posee, el desarrollo completo de la industria nacional, en vista de obtener, junto con su independencia política, la económica» (Civilización y barbarie, p. 59). Pero también es categórico liberal económico: «Dejar hacer, dejar pasar al productor de la riqueza nacional, apotegma que debe ser pauta de una verdadera administración de la sociedad en beneficio de todos los socios» (Ibíd., p. 188).

Crítica las ordenanzas sobre braceros indios, «quienes pasaron al estado de bestias de alquiler y por tal causa mucho más maltratados que los esclavos africanos, como lo habían sido antes de ser encomendados… porque era propiedad que, al destruirse, mermaba la riqueza de sus dueños» (Ibíd., p. 69).

15.   Ibíd., p. 155. «Es necesario entender que el pacifismo que recomendamos no debe confundirse con la pasividad imbécil del que paga sin reclamar sus derechos, pues aquél es la constante y firme protesta ante la invasión autoritaria y despótica del poder, el civismo que opone a la arbitrariedad la inercia amparada por la razón y la justicia» (p. 181). «El buen ciudadano no ataca al poder constituido cuando reclama firme y serenamente sus derechos y cumple sus deberes… Los enemigos del gobierno no serán, pues, los ciudadanos pacíficos y trabajadores que se opongan a malas medidas administrativas y políticas, sino los desocupados y holgazanes que aspiran por pereza a ocupar un puesto en la administración pública cuando no son hábiles para ganarse la vida honradamente; los personalistas a quienes les importa muy poco el consumo de riquezas y de vidas, siempre que se adueñen de los destinos del país, aunque sea por la fuerza; de estos últimos no podemos esperar nada, y sería verdadera tontería creer que hiciesen mejor gobierno que el existente, por malo que fuese» (p. 58).

16.   Ibíd., p. 156.

17.   Ibíd., p. 182.

18.   Lecciones de Sociología, p. 50. En otro lugar dice: «Sin apartarnos de la teoría creacionista, que tan perfectamente explica las similitudes antropológicas, etnográficas, lingüísticas y religiosas de los precolombinos americanos entre sí, y que también explicaría cualquier afinidad que se hallase con las razas del mundo antiguo, en virtud del común origen de la humanidad, no sólo bajo el concepto bíblico, sino del griego, y de las más antiguas tradiciones de los hombres, en la India como en Egipto, entre los paganos y los católicos, se debe confesar el menguado criterio de los que no armonizan las religiones con las ciencias naturales». Menciona, a título de ejemplo, el diluvio universal, enorme cataclismo de la época cuaternaria (Los indios caribes, p. 173).

19.   Tierra firme, p. 247.

20.   Ibid., p. 87.

21.   Ibid., pp. 70, 75, 99.

22.  Tierra firme, p. 293.