Dilemas que son inaceptables
Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 18 de agosto de 1966.
Con motivo de la aspiración nacional, expresada por las fracciones no gubernamentales en la reciente crisis parlamentaria, de que se analice y discuta el gasto público, han vuelto a circular dilemas que no son aceptables. Se los repite tanto que mucha gente los da por verdaderos; pero no corresponden a la realidad de los hechos. Mediante ellos se busca forzar la elección entre extremos igualmente nocivos, o escoger como excluyentes modalidades que no son incompatibles. Se dice, por ejemplo, que es preciso escoger entre capitalismo o socialismo, o entre empresa privada y monopolio estatal; como se dice, también con frecuencia que hay que pronunciarse entre la educación privada y la educación oficial. Se pretende negar la posibilidad de rechazar dos posiciones por considerarlas igualmente falsas (v.g.: capitalismo-socialismo), o se niega la viabilidad de armónica subsistencia entre formas diversas de actividad que pueden concurrir a finalidades convergentes (v.g.: iniciativa privada-acción del Estado).
La verdad es distinta. La empresa privada puede coexistir con la actividad económica del Estado; y puede aspirarse a formas económicas que no encuadren dentro del capitalismo individualista ni dentro del socialismo colectivista. El problema de la actividad estatal no es que sea necesariamente mala en sí, sino que se la maneje con ineficiencia y despilfarro, como desgraciadamente ocurre en Venezuela. Muchos países europeos, adictos a la libre empresa, ven funcionar con éxito actividades estatales aún en ramos que entre nosotros corresponden al sector privado. El debate sobre el reconocimiento de una determinada actividad como correspondiente al sector privado, o a su atribución al sector público, depende de lo que sea más conveniente en cada caso concreto para los intereses colectivos. Ya otra vez citamos esta afirmación del líder socialista Wilson, actual primer ministro de la Gran Bretaña, en una entrevista para el New York Times en 1963, respecto a las nuevas industrias basadas en los descubrimientos científicos y tecnológicos: «No debemos ser dogmáticos o doctrinarios respecto a la propiedad de estas nuevas industrias. Algunas serán de propiedad privada; otras, de propiedad pública. Lo importante es que se establezcan».
En un país de reciente constitución y actualmente en proceso de desarrollo, Israel, se observa una armónica coexistencia de las formas más diferentes de actividad económica. Las granjas colectivas (kibutzin) son la forma más típica que en el mundo existe de organización comunista. Se las está complementando, y quizás sustituyendo progresivamente, por las cooperativas rurales (moshavin), con o sin complementación industrial, donde la propiedad de cada uno no desaparece en medio de la organización comunitaria. Hay, por otra parte, manifestaciones económicas estatales y sindicales que pudieran llamarse socialistas. Pero, al lado de todo esto, se desarrolla con vigor una creciente actividad económica de tipo capitalista.
No decimos que el caso israelí sea trasladable, punto por punto, a otros países, pero es un ejemplo cuyos caracteres merecen meditarse. De otras naciones podrían citarse también datos capaces de demostrar que el dilema absoluto («o una cosa o la otra») en relación a las formas económicas, no tiene vigencia en la vida real.
Lo mismo ocurre cuando se habla de formas y modos de propiedad. Si en algo he insistido a través de los años con mis alumnos universitarios, es en la variedad y plasticidad de formas que abarca la institución de la propiedad. Y de que ellas no son excluyentes. Ningún país que haya conocido la propiedad privada –aún en sus formas más absolutas, como la propiedad quiritaria de la Roma clásica o la del Código Napoleónico en el siglo XIX– ha dejado de conocer al mismo tiempo alguna forma más o menos extensa de dominio de los entes públicos. Viceversa, ningún país que haya aplicado la propiedad colectiva ha podido eliminar toda forma de propiedad privada. He conocido algunos ingenuos que se han llevado tamaña sorpresa al leer en el código ruso el reconocimiento de algunas formas de propiedad privada; y en cuanto a la teoría puesta en práctica en el mundo soviético, es bien sabido que su derivación ha sido una simple sustitución del capitalismo privado por el capitalismo de Estado.
El célebre esquema sobre la Iglesia en el mundo moderno, del reciente Concilio Ecuménico, señala a este respecto ideas muy claras. Declara, por una parte, a la propiedad y «demás formas de dominio privado sobre los bienes exteriores» como algo muy importante para la afirmación de la persona y el ejercicio de su función responsable en la sociedad y en la economía, y la considera como una prolongación de la libertad; considera, por ello, «muy importante favorecer el acceso de todos, individuos o comunidades, a algún dominio sobre los bienes externos», y aclara: «Las modalidades de este dominio o propiedad son hoy diversas y se diversifican cada vez más. Todas ellas, sin embargo, continúan siendo elemento de seguridad no despreciable, aun contando con los fondos sociales, derechos y servicios procurados por el Estado».
Sería torpe enfocar los problemas bajo ángulos exclusivos. Como lo sería, por ejemplo, anatematizar la educación privada en nombre de la educación oficial, o viceversa. La cooperación puede y debe lograrse, distribuyendo las competencias en la medida exigida por la justicia y por el bien común.
En Venezuela, el argumento más fuerte contra la extensión de la actividad económica del Estado es su desastrosa administración. Actividades que el sector privado maneja, en igualdad de condiciones, con sustanciosos beneficios que le permiten pagar altos impuestos, producen en manos del sector público pérdidas interminables. ¿Acaso será porque están en manos del gobierno? No necesariamente, sino porque el gobierno no ha tenido voluntad o capacidad de corregir los vicios de la administración. Lo cierto es que, en Venezuela, la opinión no quiere ver al Estado expandiendo su gestión económica mientras no demuestre, con hechos, su competencia para manejar en forma beneficiosa los servicios que tiene a su cargo. Si la Constitución, por ejemplo, le encomienda propender a la creación y desarrollo de una industria básica pesada bajo su control, su probada ineficiencia actual obliga a interpretar la definición del concepto en forma restrictiva. En cierto sentido, el peor daño que le pueden hacer a la tesis socialista quienes adhieren a ella es emprender, en nombre del socialismo, iniciativas que fracasen. Se ha dicho muchas veces que una cooperativa fracasada es un grave retroceso en la marcha del cooperativismo; así mismo, una empresa estatal que no rinde satisfactorios resultados es el peor argumento contra el desarrollo de las empresas estatales.
En el momento actual, es forzoso reconocerlo, se ha desarrollado una alergia general contra las empresas del Estado. Más que una cuestión ideológica hay una dificultad práctica por resolver. Y el medio para resolverla no es aumentar el radio de los compromisos, sino poner orden en la casa. Poniendo orden, se podrá demostrar que puede y debe haber recíproco entendimiento entre el sector público y el sector privado y que ambos pueden concurrir al bien común. Con ello se hará el mejor servicio a quienes piensan que la comunidad puede, a través de formas múltiples, ejercer un papel importante –más importante a medida que el tiempo transcurra– en el desarrollo armónico de la economía y en su puesta al servicio del hombre.